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Relatos de viajeras solitarias: Me olvidé el spray en Manhattan (y VI)
‘La Marea’ publica en su dossier ‘A mi bola’ las experiencias de varias mujeres que han viajado solas. Éste es un extracto del diario escrito por Olivia Carballar en su estancia en Nueva York en 2012, tras el paso de un huracán.
Este relato está incluido en el dossier ‘A mi bola’, de #LaMarea40
Llegar a Coney Island desde Times Square congela el corazón. Anoche no tenía ni idea de cómo acceder a ese lugar remoto, extraño, extranjero para los luminosos de Broadway. Me levanté de la cama, bajé a preguntarle al portero para ver si me daba alguna pista. Me quedan pocos dólares del escaso dinero que traje para vivir en esta ciudad. No me puedo pagar taxis ni traductores. No tengo ninguna empresa detrás a la que pueda pasarle la factura. Otra virtud más de las freelances. El portero se llevó las manos a la cabeza y, por supuesto, me recomendó no ir hasta aquel lugar, zona cero del primer huracán que visita Nueva York. Subo y me meto de nuevo en mi cama. La edición digital del The New York Times ya informa de que van a abrise algunas líneas de metro. Ninguna cruza hasta Brooklyn, ni hasta la costa de Brooklyn, donde viven los últimos de Coney Island.
Voy en busca de un autobús. El ritmo ha vuelto poco a poco a los comercios. Me cruzo con el lujo del Waldorf Astoria. A pocos metros, un local con esta inscripción: closed forever. Cerrado para siempre. Pregunto a varios policías. Y por fin encuentro mi bus en la 57 con Lexington. Consigo sentarme a pesar de las tandas, una encima de otra, una al lado de otra, de hombres y mujeres que vamos dentro. Llego a la Jay Street, ya en Brooklyn, casi una hora más tarde. Hoy el metro es gratis. No hay turistas cerca. Señores, parece decir una voz histriónica en el ambiente, ¡es un día de puertas abiertas al subsuelo!
Hay poca gente esperando la línea F. En mi vagón mira al vacío una chica rubia que acuna a un perro muy pequeño, en brazos, como si fuera un bebé. El animal observa, pero no se mueve. Y pienso en que sería maravilloso poder trasladar así a mi pequeña gata, incapaz de estar quieta más de un minuto. El tren circula más lento de lo habitual. Nadie sube en Bergen Street. En Carroll Street entran tres chicas y sale un chico. Pasamos a la superficie. Veo los tejados de otra Nueva York y otro cielo, siendo el mismo cielo. Hay agua encharcada en lo alto de las fábricas, en techos baldíos. Volvemos al túnel. En la X Avenue soy la única mujer de las siete personas que quedan en el vagón. Fin. Falta media hora larga caminando, entre raíles, descampados y un paisaje completamente desangelado, para llegar a mi destino.
Estoy a punto de volverme, pero me acuerdo de cuando dices que hay que enfrentarse a los miedos. No pasa nada, me digo. Sigo adelante con paso firme, como si conociera cada piedra que piso como la palma de mi mano. Si me atacan, usaré el bote rojo –me sigo diciendo–, rociaré sobre los ojos de quien se atreva a atacarme el spray para descongestionar la nariz que casi siempre llevo conmigo. Toco por fuera mi bolso de tela y descubro que hoy, precisamente hoy, no llevo el dichoso bote rojo. No me queda otra opción, tengo que hacer lo que suelo hacer aquí cuando me entra el miedo: meter miedo yo. Así que me pongo a cantar cosas incomprensibles en voz alta, como si estuviera loca. Quizá lo estoy.
Coney Island parece un desguace, un taller al aire libre de coches y ladrillos ahogados. “¡Ha pasado un monstruo!”, grita un operario que retira escombros. La arena ha cubierto las entradas de un bloque de viviendas pegado al mar. Parece un cuadro, un fotograma, una maqueta simulando algún simulacro, parece cualquier cosa excepto lo que es, que es verdad. Las olas se acercan suaves a la orilla, hoy tan indefensas, ayer tan dañinas. «Señorita y rubia, peligro», me dice un hombre.
Sigo a lo mío. Louis, un negro muy bajito, y su vecino, rabino, desempañan los cristales de los bajos. Tras varias horas conversando con las ruinas de sus habitantes, decido volver en bus. Me alegra que la conductora sea conductora. Esta vez el paisaje desolador está dentro, en los ojos que buscan el botón de la próxima parada como el más fácil de los consuelos. Aquí, en Coney Island, como en la Babilonia de los feriantes de Carnivale, los muertos y los vivos comparten hasta la última gota de aliento. Por primera vez soy consciente de que en este país cualquiera te puede sacar una pistola. Llego a Manhattan feliz, después de haber hecho lo que sentí que tenía que hacer. El amigo de Mary duerme a pierna suelta en el apartamento. Tiene pinta del malo de los telefilmes de Antena 3. Ahora sí tengo el disneumón pernasal a mano.
Olivia Carballar, 37 años, es periodista.