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Entre la idea y la realidad

"Sería absurdo negar que, tras muchas críticas al burkini, lo que hay no es una preocupación sobre la laicidad del Estado o los derechos de la mujer, sino simple islamofobia, tomando este asunto como coartada".

Entre la idea y la realidad,
Entre el movimiento y el acto,
Cae la sombra.
T.S. Elliot

En el debate público no todo es lo que parece, de hecho, casi nunca es lo que parece. Ante conflictos determinados es conveniente profundizar en ellos, abstraerse de las líneas generales de opinión que marcan los poderes con capacidad para ello, pero también, y sobre todo, despojar a los textos de sus apariencias, apartar el deslumbrante verdor de las hojas y mancharse con la tierra de las raíces. De esta forma es posible no sólo situarse con unas ciertas garantías ante tal suceso polémico, sino trazar un mapa que nos guíe ante los acontecimientos venideros, que los enmarque y nos permita caminar libremente.

Este no es un artículo tan sólo sobre el bañador islámico femenino. Sobre ello ya se ha escrito largo y tendido desde que la pasada semana varios ayuntamientos de la Costa Azul francesa, entre ellos Cannes, prohibieran el conocido comercialmente como Burkini. Este texto, lo que intentará resolver, son las líneas por las que tanto detractores como defensores guían sus argumentaciones. El que escribe les deja claro su no neutralidad. Ve grandes contradicciones en la propia prohibición, así como un deslizamiento, entre lo trágico y lo confuso, en esa parte del feminismo que ha tomado partido reduciendo el hecho a una supuesta libertad identitaria.

Manuel Valls, primer ministro de Francia, apoyaba la medida de los ayuntamientos en una entrevista en el periódico La Provence, el 16 de agosto: “Las playas, como todo espacio público, tienen que preservarse de toda reivindicación religiosa. El burkini no es una nueva gama de trajes de baño, una moda. Es la traducción de un proyecto político de contra-sociedad, fundado entre otras sobre la esclavitud de la mujer”. Aunque el veto al bañador islámico, castigado con una multa, se ha fundamentado en una cuestión de orden público para evitar incidentes tras la ola de atentados, estas palabras resumen la motivación profunda de la medida. Si en 2004 se prohibió el uso de símbolos religiosos en las escuelas y en 2010 el velo integral por motivos de seguridad a nivel nacional, el propio Valls reconocía la imposibilidad de que el Estado legisle globalmente acerca del vestuario.

Previsiblemente ningún ayuntamiento se hubiera atrevido a actuar de esta manera de no ser por la obvia situación que el terrorismo islamista ha provocado desde el pasado año. Desligar un suceso de otro resulta inútil. Así, un tema que hubiera pasado por anecdótico o desapercibido -la utilización de una nueva prenda de baño, muchas mujeres musulmanas ya se bañaban cubiertas- adquiere una nueva relevancia, colocando en primera plana cuáles son las libertades de la mujer musulmana y cómo conjugar sus libertades religiosas con el laicismo de la República Francesa. Pone también de manifiesto que el Gobierno francés se ve frente a una contradicción insalvable, ya que si en Francia existe libertad legal respecto a la indumentaria -una libertad de expresión- prohibir una vestimenta determinada sólo podría hacerse si representa la coerción de unos valores contrarios a esa propia libertad, lo cual, estrictamente, resultaría muy difícil de definir. Por último sería absurdo negar que, tras muchas críticas al burkini, lo que hay no es una preocupación sobre la laicidad del Estado o los derechos de la mujer, sino simple islamofobia, tomando este asunto como coartada.

Sabemos que la extrema derecha utiliza polémicas como éstas para ampliar su esfera de influencia, sabemos que el Gobierno francés, tras su política exterior respecto a Libia, Siria o Arabia Saudí, no es el más indicado para hablar de valores republicanos, sabemos que las mujeres no islámicas, todas las mujeres, reciben diariamente ataques a sus derechos, incluso su vida. Pero todo esto no nos puede hurtar la necesidad, la obligación, de poder discutir sobre el tema. Que quien critica un hecho lo haga por motivos espurios no altera la naturaleza del hecho en sí mismo.

Y el hecho es que las mujeres islámicas usan una indumentaria especial, diferente a la de los hombres musulmanes, por prescripción religiosa. Esa indumentaria varía dependiendo del país donde nos encontremos, esto es, dependiendo de la interpretación de la ley islámica, indiferente de la civil en gran parte del mundo musulmán. Esto no es tan sólo una cuestión de espacio, sino también de tiempo, ya que, restringiéndonos al Magreb y a Oriente Próximo, lo que hace unas décadas era una tradición en retroceso, amparada por la laicidad de algunos Estados panarabistas, hoy es lugar común, fomentada, a todas luces, por la influencia de las dictaduras teocráticas del Golfo.   

El hecho es que los musulmanes europeos, primero inmigrantes, ahora nacionales, han seguido un camino paralelo, aunque atenuado, que el de sus equivalentes de credo de la otra orilla. Algunas mujeres musulmanas europeas practicantes pueden no llevar una indumentaria diferente por decisión propia, ninguna se ve obligada legalmente a vestir religiosamente, un número creciente de ellas recuperan o adoptan por primera vez formas doctrinales en el vestir. En Francia, tras la prohibición del burkini, su venta se ha disparado.

Ante esta nueva polémica la respuesta del feminismo islámico o de corrientes feministas simpatizantes ha sido la de esgrimir la libertad de elección de la mujer, así como la defensa de su identidad compatible como mujeres libres y musulmanas. Además, opinan que la crítica hacia las formas de vestir religiosas implica machismo, racismo y una vuelta a las formas de pensar colonialistas. El tuit con fecha del 18 de agosto de Brigitte Vasallo, escritora y voz de relevancia en este ámbito, resumía la polémica de la siguiente forma: “No es que las musulmanas sean sumisas, es que son lo bastante rebeldes como para retar con sus cuerpos al estado racista. Y eso duele, claro”.

Antes de seguir hagamos una precisión. Si este debate, si este artículo tiene lugar, es por una simple cuestión legal, la de que en Francia no existen leyes que obliguen a nadie a seguir los preceptos de tal confesión religiosa. El debate no se sostiene, bajo ningún pretexto, en países donde la única referencia legal es la ley islámica, en los que la mujer tiene unos derechos de ciudadanía reducidos respecto al hombre.

Desconozco por qué en Francia, o en cualquier otro país, no ya occidental, sino donde exista una posibilidad legal de elección, donde existan iguales derechos civiles reconocidos para el hombre y la mujer, las mujeres musulmanas deciden vestir religiosamente. Y en el fondo debería darnos igual, ya que nuestro único interés debería ser garantizar que pudieran dejar de hacerlo si lo desean.

La cuestión es que cuando Vasallo, o cualquier otra feminista posmoderna, expresa que el cuerpo de la mujer es un campo de batalla, expresa, con razón, que la mujer se ve sometida a una serie de imposiciones por parte del sistema cultural dominante. Imposiciones no legales, pero efectivas, acerca de su vestuario, peso, volumetría o vello corporal, pensadas por hombres y una ideología de género, el patriarcado. Lo realmente desconcertante es que cuando esa imposición se da en una mujer musulmana a través, no de una cadena textil sino de la religión, todo lo anterior parece disolverse, olvidarse. Lo que es sumisión se transforma en rebeldía y lo que es cuerpo victimizado se convierte en cuerpo que reta al estado racista. Así, puede darse la paradoja, de feministas deconstruyendo culturalmente aspectos muy específicos de la cultura occidental, encontrando micromachismos casi volátiles y defendiendo que seguir los dogmas islámicos es un signo de empoderamiento y resistencia.

Todo parece indicar que las mujeres musulmanas europeas visten religiosamente por una cuestión identitaria, lo cual describe el suceso pero no lo hace menos contradictorio. Las mujeres católicas que en Semana Santa usan hábito negro y mantilla también lo hacen por una cuestión identitaria y con ellas, al menos, se tienen pocos reparos a la hora de la crítica desde los ámbitos del feminismo posmoderno. ¿Por qué ante un mismo suceso una identidad es elogiosa y la otra criticable? Se diría que según esta forma de entender el feminismo, la religión musulmana no está dirigida por hombres -como cualquier otra por otro lado- imponiendo unos preceptos totalmente arbitrarios a las mujeres.

Otro argumento es, como decíamos, la libertad de la mujer musulmana en elegir vestir dogmáticamente. Es posible que un gran porcentaje de las mujeres creyentes en el Islam, al ser preguntadas si lo hacen como una imposición, dirán que no. De la misma forma que una amplia mayoría de mujeres de alguna confesión católica rigorista a la hora de responder a si están de acuerdo con no tomar medidas anticonceptivas. Resulta muy difícil dilucidar qué es verdadera libertad de elección y qué son las cadenas de la educación sesgada, la costumbre y la hegemonía cultural. ¿Existen mujeres musulmanas que eligen su relación con la religión de forma absolutamente autónoma? Seguro que sí. De la misma forma que otras muchas no han elegido, sino seguido, un camino impuesto o directamente, aunque decidieron no seguirlo, la presión de la comunidad, de la familia o del marido hacen imposible, de facto, su elección.

Por otro lado, esta insistencia en la libertad de elección -que se repite en otros temas como la prostitución- tiene un elemento de ideología neoliberal subsumida, aceptada sin que seamos conscientes de ello. Presentar las elecciones religiosas, laborales o vitales sin tener en cuenta la materialidad, es decir, los condicionantes socio-económicas, lo único que pone de relieve es que la mentira pro-capitalista del voluntarismo respecto a las opciones ha calado profundo. Casi nunca se elige lo que se quiere, sino lo que se puede o nos dejan.

Y por último la cuestión del colonialismo o el etnocentrismo europeo que es, justo en una sorpresiva inversión, la clave de todas estas contradicciones. Escuchar utilizar a alguien que ha nacido en Cuenca o Albacete el calificativo de blanco resulta un tanto sonrojante, pero es, supongo, lo que tiene trasladar formas norteamericanas acríticamente. Los españoles, y españolas, no somos blancos, no al menos en el esquema mental anglosajón de dividir el mundo, donde los mediterráneos ocupamos una categoría aparte -aunque actualmente por cuestiones diplomáticas se oculte-. Lo esencial del asunto no es esto, sino que es precisamente el paternalismo o el colonialismo los que operan justo a la inversa de como estas feministas apuntan.

Permítanme un ejemplo. Que los anglosajones tengan esas figuras llamadas hispanistas ya debería ser sospechoso para nosotros. Es decir, que España fuera hasta bien entrado el siglo XX un lugar que se considerara digno de estudio fuera de la categoría europea podría reflejar una realidad material pero también un enorme prejuicio de superioridad cultural. Algunos de estos hispanistas consideraban que la dictadura de Franco aun siendo poco presentable era todo lo más que los españoles, por nuestra idiosincrasia, podíamos aspirar. Y eso es algo que me recuerda poderosamente a esta situación.

Precisamente, el paternalismo o las actitudes de superioridad cultural, no son el desear lo que tú tienes para el otro, sino pensar que el otro, como es especial, diferente, culturalmente específico, debe tener unas formas de dirigirse distintas a ti. O cómo el relativismo cultural, que en principio parece una buena idea, bajo el peso del complejo de ser europeos, acaba transformándose en una cuestión enormemente reaccionaria y, efectivamente, paternalista. De ahí la respuesta a todas las preguntas anteriores, al doble sesgo comparativo, a las flagrantes contradicciones. De ahí, que bajo ese peso, la sororidad no sea más que un camino para acentuar, sobre todo, las mujeres que defienden posturas regresivas en el Islam frente a otras muchas feministas que lucharon en décadas anteriores por la equiparación entre ambos mundos.

Europa es el continente del colonialismo, las dos guerras mundiales y las cámaras de gas. Pero Europa es también el continente de las revoluciones, de los derechos civiles y del sufragismo. ¿Qué quiero expresar con esto? Que es tan absurdo atribuir a Europa un carácter de superioridad moral como de insalvable pecado original. Los territorios, las culturas, se desarrollan por una serie de cuestiones históricas, materiales, y en el camino nos dan episodios tan loables como terroríficos. Lo absurdo, lo verdaderamente suicida, es olvidar algunas de esas buenas ideas y dejar de pensar en la necesidad de universalizar las mismas. Y eso no es colonialismo ni paternalismo, es espíritu civilizatorio, el mismo que hizo que el Islam trajera a la Península avances significativos.

La prohibición que servía de excusa a este texto, como hemos visto, es contradictoria y causa un efecto contraproducente al buscado. Pero es que la defensa de lo que se quería prohibir deja al desnudo el barco sin brújula en el que ha caído parte del feminismo y las post-izquierdas, lo cual resulta doblemente preocupante. En ese afán por huir de las derrotas del siglo XX vamos a perder no sólo lo que ganamos, sino olvidar cómo conseguimos algunas de nuestras victorias.

La laicidad, la radicalidad republicana, nos deberían servir para fortalecer nuestra convivencia frente a los que desde el extremismo nacional o religioso quieren quebrarla. La idea de que todo ciudadano tiene derecho a tener una religión o incluso no tenerla -como es el caso de muchos- siempre y cuando no atente contra los derechos básicos ni sea impuesta a otros sigue siendo útil. La idea de que existan una serie de leyes que regulen la convivencia y los derechos de todos, al margen de las creencias religiosas de cada uno, sigue siendo una gran idea. Por eso algunos aspiramos a acabar de conseguirlas en nuestros países, a ayudar a mantenerlas a los que las consiguieron y a desear, fervientemente, que los que nunca las tuvieron las tengan de una vez por todas.

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