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Cantándole merengues a los osos de Alaska

Tras el dossier ‘A mi bola’, numerosas mujeres se han puesto en contacto con 'La Marea' para publicar sus experiencias y sensaciones viajando solas. Raquel cuenta cómo volvió a Alaska después de que la dejara el que pensaba que era "el amor de su vida".

Aquí puedes leer el dossier completo ‘A mi bola’

“Existen osos marrones y osos negros”, decía una colega en la casa de acogida. Yo asentí con más determinación de lo que se requería, porque no quería que nadie notara el horror que se me metía entre los huesos. “Pero ten cuidado que hay osos negros que pueden ser marrones, ¿ok?”. Lógico, pensé yo, mientras asentía con mucho más ahínco, como si este tipo de frases me resultaran de lo más normal.

La verdad es que yo no estaba en condiciones ni físicas ni mentales ni emocionales para encontrarme sola con osos de ningún color en ningún bioma. Pero aquí estaba yo, como siempre, dejando que mi corazón y mis pies se vayan corriendo a mi cerebro y ya que me encontraba metida en mi lío, no me quería echar para atrás. Yo quería ver el Glaciar Mendenhall. El trayecto regularmente se hace en grupo o en solitario… si eres alpinista con experiencia o si eres tan endémica de la zona que los osos te conocen por nombre. Yo no era ninguna, pero si para llegar ahí tenía que caminar tres horas sola en tierra de osos, yo lo haría.

La historia de cómo yo llegué a este punto es de esas historias que se leen muy inspiradoras en las revistas para adolescentes pero que vividas en carne propia son toda una tragicomedia para nada divertida.

Cuando nos graduamos, mi novio de la Universidad se consiguió un trabajo de verano en Alaska, en los glaciares, y decidimos que yo iba a visitarlo allá. Recuerdo que el día antes de regresar llovía a cántaros. Esa noche se hicieron planes y estrategias: todo bajo el consentimiento de la lluvia mágica de Alaska. Yo que amo la lluvia pensé que no podía existir en el mundo felicidad más grande: la lluvia en mi cara, riéndome como una idiota de la mano de quien yo supuse era el amor de mi vida. Al otro día me dio un beso y un abrazo fuerte… y después de ahí jamás me dirigió la palabra. Fue como si uno de los dos se hubiese muerto repentinamente.

Meses después, todavía en las profundidades de mi depresión, observaba un mapamundi. Ahí estaba Alaska, majestuosa y esplendida. Y yo en Santo Domingo, con el sabor al patriarcado en la boca y la indignación de un imperialismo burlón que todavía podía sentir entre las piernas. Me resultó injusto que un pedazo de tierra tan grande como lo es Alaska permaneciese atada a un recuerdo tan amargo para el resto de mi vida. Decidí volver, esta vez sola y sin ayuda de nadie.

Debí haber pedido trabajo a más de 100 empleadores; desde camarera hasta jardinera. Pocos me respondieron… Uno de ellos fue un hombre mayor que me ofrecía una habitación donde dormir a cambio de que le dejara tomarme fotos desnudas (“artísticas y con mucho tacto, obviamente”). Decepcionada y a punto de rendirme, me respondieron de una casa de acogida. Había trabajado el tema de violencia contra la mujer, pero nunca de manera directa y jamás pensé que aprendería en Alaska. Pisé tierra por segunda vez con el corazón roto para regresar con una vocación inquebrantable.

Viajando sola en el exterior ya estoy acostumbrada a que desde que diga “soy dominicana” muchos hombres me miren diferente. Es algo inmediato, casi instintivo. Se les curva la boca, pero solo de un lado. Si te fijas bien puedes leerles en la mente que ellos siempre se imaginan que yo estoy a ley de cuatro segundos de bajarles la bragueta y ponerme a trabajar ahí mismo. Esa indignación se aguanta, la ira por la oferta porno se aguanta también… pero ¿que me salga un oso negro o marrón estando yo sola?

“Tienes que hacer mucha bulla”, me decían las amigas en la casa de acogida. “Canta, grita, silba… tienes que darles a entender a los osos que andas rodeada de mucha gente para que ellos te tengan miedo a ti”. Asentí por cortesía, pero la verdad es que yo andaba sola. Completamente sola. En parte del camino recuerdo ver las caravanas de turistas y familias numerosas que me pasaban por al lado en sus vehículos. Pero yo iba a pie. Caminando un sendero que yo no conocía, buscando no se bien qué, metida en un ecosistema que no fue creado para gente como yo, tratando de recordar otro merengue bonito “que les guste a los osos”.

Cuestionándolo todo: ¿Qué dominicana en su sano juicio se pone a inventar metiéndose en una selva sola? ¿A quién se le ocurre venir a parar a estos predios? ¿Cómo se te pueden olvidar todos los consejos de seguridad que el patriarcado, tan amablemente, te ha enseñado?

Ese sendero hacia el glaciar se convirtió en una rutina. Llegué a ir junto con amistades donde las carcajadas auténticas sustituyeron el merengue con voz atemorizada. Pero mis momentos favoritos fueron caminándolo sola, eventualmente sin miedo.

Raquel Rosario Sánchez, 26 años, es escritora.

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