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Locos, malos o imbéciles
Trump no está loco, dice el autor. El problema es que se trata de "una destilación demasiado pura del capitalismo, un producto demasiado consustancial al sistema y por eso no puede dirigirlo, o mejor dicho, representarlo".
Hace unos años trabajaba en una librería de Derecho, un lugar ordenado con muebles de madera oscura, música clásica en los altavoces, clientes ocupados en busca de jurisprudencia. Una tarde de verano, con el curso más cerca de empezar que de acabarse, entró una mujer de mediana edad y dio un par de vueltas por los anaqueles, con expresión preocupada y sin nada de especial. Vino al mostrador y apoyó varias carpetas llenas de papeles antes de preguntarme dónde podía encontrar libros sobre robo de cerebros. Busqué en el ordenador, hice memoria sobre las novedades y le dije que tendríamos que ir a la zona de mercantil para ver los libros sobre propiedad industrial e intelectual, pensando que se refería a algún tipo de caso donde un empleado se había llevado con él información sensible en el cambio de compañía. Me miró fijamente y, con una media sonrisa -de esas que se ponen cuando estás harto de explicar siempre lo mismo-, me dijo que en todo caso deberíamos buscar en Derecho penal, ya que le habían robado su cerebro, literalmente. Intenté ocultar mi sorpresa como pude y le pedí que continuara, intrigado. Prosiguió, como cualquier otra cliente, relatándome una historia donde ella, abogada, tras litigar con una gran multinacional y ganar, había sufrido en represalia el robo de su cerebro, que ahora se encontraba en una urna, en Estados Unidos. Trataba de recuperarlo, como sabía, como recordaba, mediante la ley.
Leo un artículo en el Vanity Fair de hace un par de semanas donde se preguntaban si Donald Trump podría pasar un test sobre salud mental. No era el recurso poco afortunado de la periodista para aludir a las continuas salidas de tono del candidato republicano, sino un intento de, aplicando un verdadero test psiquiátrico, deducir si Trump era un psicópata diagnosticable. Lo interesante es que este modo de actuar es habitual en el propio Trump, que utiliza el calificativo de loco para cualquier rival o crítico que ose contradecirle. El test, por otra parte, se componía de epígrafes como “grandilocuente sentido de la autoestima”, “mentira patológica” o “estilo de vida parasitario” que, sin ser exagerados, deben cumplirse por la inmensa mayoría de personas con poder en EEUU. ¿Todo el debate político y la crítica periodística que pueden permitirse en Estados Unidos son éstos? Buscando noticias donde se asocian a Trump las palabras insane, mental illness o crazy parece que la tendencia es clara, como así han recogido medios como el inglés The Guardian, que se preguntaba la pertinencia deontológica de tales ejercicios.
Pienso en los encuentros desafortunados que cada día observo en las redes sociales. Una usuaria, feminista, crítica el tratamiento informativo a las deportistas olímpicas. Aporta ejemplos concretos, realiza una comparación con las mismas noticias referidas a deportistas masculinos y, además, trata de englobar todo en un marco teórico, deduciendo que la cuestión va más allá de la profesionalidad mediática, teniendo que ver con el papel que el sistema cultural otorga a las mujeres y la contradicción que surge cuando estas, por su actividad, lo superan. No pasan cinco minutos hasta que una tribu iracunda la despedaza. En toda la contracrítica hay un elemento que se repite: nadie aporta un argumento, un ejemplo o una comparación, todos insultan, especialmente a la capacidad mental de la feminista. Es imbécil, es tonta, es estúpida. No sabemos por qué pero ellos dicen que lo es. Y parecen creerlo. La situación se repite respecto al comentario de un economista de izquierdas sobre el paro, esta vez de una forma más taimada. El insulto no es directo, pero a pesar de los intentos del académico por dar una serie de razones que fundamentan su criterio, toda la respuesta que recibe es un ninguneo que nunca entra al fondo de la cuestión. Si las cosas son así porque no hay alternativa, parecen decir, cualquier intento de réplica a lo aceptado no sólo es una barbaridad, sino una ridiculez. La merma, concluyen, ya desatados y entre emoticonos. Algo parecido en la terraza de un bar, tinto de verano mediante, en el que varias parejas -jóvenes, con los críos revoloteando alrededor- hablan en la semana de las elecciones sobre Unidos Podemos. No discuten, se afirman, especialmente la letanía de uno de ellos. No existe profundidad ni análisis, ni mucho menos una referencia directa a medidas concretas que la coalición de izquierdas haya propuesto, tan sólo un hecho indiscutible que es recogido con asentimiento por el grupo: “Como ganen éstos van a destrozar el país, porque son muy malos”.
Trump no está loco. Trump es una mezcla contemporánea de conservadurismo paternalista e hipocresía personal, de laissez faire para el pobre e intervencionismo para el rico, de populismo con la clase trabajadora y concreción de contrato con el poder económico, de llamamientos a la democracia y de acciones restrictivas de libertades, de belicismo velado y belicismo directo. Lo mismo que la candidata Clinton. Lo mismo que la inmensa mayoría de presidentes norteamericanos en el S.XX. El problema es que él no viene del aparato, de la profesionalidad de los eficaces funcionarios con los que se finge la pluralidad política. Es una destilación demasiado pura del capitalismo, un producto demasiado consustancial al sistema y por eso no puede dirigirlo, o mejor dicho, representarlo. La incertidumbre sería demasiado grande, la imagen demasiado certera. Por eso se le tilda de loco, porque es más fácil asumir el error individual a que alguien así despierte tanta simpatía entre el electorado. Porque es más fácil recurrir al mito del Rey Lear que reconocer que Trump es todo lo más que Estados Unidos puede ofrecer en este momento.
La feminista no es tonta, ni imbécil, ni boba. El economista no es estúpido. El político de izquierdas no sueña por la noche con comerse a los niños. Pero es más fácil combatirlos desde la despersonalización que otorga el insulto, la tara, lo bizarro que combatir sus ideas. Y en esto, como en todo, podemos atender a las causas que tenemos más a mano, a cosas como el odio que fluye con demasiada facilidad, a la coartada ética que supone el anonimato en redes, a la interpretación de la identidad ideológica como una trinchera. Todo eso puede ser cierto, pero no es más que el síntoma, la consecuencia de algo más profundo.
Pienso en la televisión, validadora de fronteras y sentidos comunes, se me ocurre la entrevista de Dick Cavett a John Lennon en el 72, horario de máxima audiencia, meses antes de la segunda victoria de Nixon, o La Clave, donde Balbín organiza en 1979 un debate en la televisión pública -la única existente- sobre el marxismo. Y no se me ocurren reflejos presentes similares, ni de una estrella de la música, working class hero, hablando contra el presidente, la guerra o diciendo que la mujer era el negro del mundo en un talk show de sobra convencional o un debate en cualquier televisión española no ya sobre el marxismo, sino sobre cualquier tema medianamente conflictivo juntando a individuos como Carrillo, Tierno Galván o Henri Lévy. Se diría que nuestro universo es mucho más cerrado, al menos en comparación con las décadas inmediatamente anteriores.
Una forma de medir el carácter democrático de una sociedad es ver el espacio que otorga a su disidencia, a sus voces críticas, cómo las trata, qué calificativos les reserva. No podemos afirmar que las clases dirigentes en el Estados Unidos del 72 o la España del 79 tuvieran una mayor visión ética que las actuales, sí que, incluso con enormes resistencias, el debate público era mucho más rico. Quizá este ambiente claustrofóbico se deba a que en nuestro momento, la base material de la sociedad, su sistema económico, sufre un anquilosamiento que sólo le permite huir hacia adelante, especulando, encerrándose en sí mismo a falta de nuevos mercados que conquistar. Quizá el repliegue ideológico hacia la nación y la religión, la falta cada vez más clamorosa de espacios libres de mezquindad discursiva o la vuelta de lo inquisitorial como manera de cercenar la crítica no son más que todo lo que este modelo puede ya permitirse.
Locos, malos e imbéciles, elija usted la piedra que prefiera.
Tiempo después de mi trabajo en la librería volví a ver a aquella mujer por las calles de Madrid, cada vez más deteriorada, vistiendo casi con harapos y sujetando con fuerza contra su cabeza las carpetas de papeles que trajo aquella tarde. Siempre en alguna esquina, mirando al cielo muy asustada, hablando sola. La locura no es sino el precio que pagamos por esta sociedad y, a menudo, no es más que una representación exagerada de la realidad, como si el sueño, aunque revelador, no nos abandonara en la vigilia.