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Las vacaciones
Ahora, para el precario, ya es difícil distinguir unas estaciones de otras. El cambio climático también ha llegado al mundo de lo laboral
Agosto era el mes de las vacaciones, en el pasado, cuando el trabajo, en una especie de émulo de la naturaleza, marcaba nuestros ciclos vitales en sociedad. Como el invernar de los plantígrados o el vuelo de las cigüeñas, los curritos empacaban trastos y familia y en tropel abandonaban la ciudad. Ahora, para el precario, ya es difícil distinguir unas estaciones de otras. El cambio climático también ha llegado al mundo de lo laboral.
Las vacaciones, antes, eran viaje interminable por carretera nacional, tapicería de Simca 1200 recalentada por el sol y bocadillos de pan seco en alguna fonda de La Mancha. El trayecto lo amenizaban cintas de Serrat y Perales en una radio a pilas que, antes de agotarse totalmente, daba primero gravedad y luego patetismo a sus voces. Pinares con avispas y el olor de la resina casi líquida a las cinco de la tarde, buscar un hormiguero donde mear. Gasolineras con hombres viejos de mono azul y gorra de ciclista, cambiar el agua al radiador del coche, limpiar los mosquitos de la luna para poder ver. Y ya, a menudo con el sol cayendo y tras casi medio día rodando, aparecía el mar tras una montaña o una curva y te dejaba como tonto.
Quince días llenos de tópicos tan ciertos como amables. El apartamento, que nunca era el esperado, al menos no del todo a como aparecía en el anuncio por palabras del periódico. El olor a crema de coco, la peregrinación a la arena con un pequeño campamento de cubo, palas y sombrilla. Los extranjeros, altos. El chiringuito y los platos combinados -comer huevos a la plancha era, a mi entender infantil, algo muy sofisticado-. Y luego las noches, con ese invento del urbanismo desarrollista llamado paseo marítimo, donde había helados, puestos de pulseritas de cuero y cabía la posibilidad de encontrarte con alguien del barrio, al cual, aunque no hubiera una relación muy estrecha, hacía gran ilusión saludar.
Ya, en la adolescencia, uno sabía que había alcanzado un periodo evolutivo diferente al ir de vacaciones sin los padres. Una primera vez para casi todo que, sin embargo, nos anticipaba que nada era como lo habíamos imaginado. De la cálida aventura infantil se pasaba al absurdo con granos. Cantidades ingentes de porros en una tienda de campaña, cintas de Reincidentes, comidas a base de infra-alimentos. Beber porque sí, aunque no hubiera ganas. Ir a bares -ese otro invento urbanístico vacacional llamado zona de marcha- para esquivar peleas, sortear porteros y mirar, de lejos, a las camareras. Como en la peri, pero con humedad. Si había suerte -y siempre andábamos escasos de ella- algún torpe escarceo sexual entre las tumbonas. Y poco más, aún las resacas se llevaban con gusto.
Luego, ya en la primera década del siglo, creímos haber salido del rincón de la historia para mirar, displicentes, nuestro pasado. Viajar, lo más lejos posible. Ni pueblo, ni montaña, ni Levante. Si no había avión de por medio no merecía la pena contarlo en el comedor del trabajo. Una especulación de posibilidades kilométricas, un espejismo de horizontes. Unos a Punta Cana, resort con pulsera, imperialismo en bermudas, oportunidad única para encargar el retoño. Otros -nos pensábamos de mejor gusto- de Central Park a Shinjuku, pasando por algún lugar de Europa, que era ya como ir a la vuelta de la esquina a por el pan. El caso, es que al margen de presunciones culturales, todos fingimos gustosamente ser parte de esa clase media que miraba confiada al futuro sin tener ni idea en qué se basaba su presente.
Ahora, tras la hostia, cuando ya nos hemos acostumbrado a fumar tabaco de liar, a manejar con soltura los cupones de descuento y a vivir a salto de mata, las vacaciones son un peticionario de amistad. Acordarse de ese amigo que tiene una casa en no sé dónde, de un primo con piscina o volver al pueblo, que al fin y al cabo se puede en el Instagram como neo-ruralidad. Y eso el que tiene. Porque para muchos el concepto laboral de vacaciones -tiempo de asueto pagado por la empresa- es poco más que una fantasía de la que uno se acuerda como de un sueño profundo. Debe ser que por eso ya no hay canción del verano.
Lo que pasa es que, al margen de miserias económicas, protector solar y horteradas estivales las vacaciones siguen siendo el momento en que olvidamos quiénes somos por unos días. Las apreciamos tanto porque son un tiempo donde se nos permite la deriva por un espacio inédito, la reinvención de nuestra identidad partiendo de la imaginación y la liberación -fingida, momentánea- de nuestra condición asalariada. La única preocupación es la que debería ser siempre, el disfrute de nosotros mismos y nuestras posibilidades. Pasen ustedes unas felices vacaciones.