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Las palabras más inútiles
El autor reflexiona sobre lo que ha ocurrido en los últimos 20 años para llegar hasta aquí: "Y en estas, un día, ves la foto de un cura al que un par de yihadistas han degollado en una iglesia de Francia".
La tragedia siempre llega sin avisar salvo para los que están atentos a los detalles, esas señales más que evidentes que brillan, huérfanas, esperando a que alguien las mire en un océano de ruido. Supongo que algún soldado, enfangado hasta el cuello en las trincheras del Somme, debió acordarse de una de aquellas señales, de uno de aquellos síntomas que anticiparon el fin de época. Aquel fin, el de los grandes imperios europeos del XIX, se llevó a cabo acelerando el motor de la historia con los únicos combustibles que el capitalismo admite, la codicia y la sangre. De 10 a 31 millones de muertos, aún no se ha dilucidado.
Tras la guerra que acabaría con todas las guerras vino un segundo acto. Antes, en el interregno, una cierta esperanza. Las nuevas repúblicas, el movimiento obrero, la revolución. La respuesta en forma de modernidad a un orden obtuso y agotado, el desperezarse de los sentidos de los nadie. En esos apenas veinte años, los que van desde el Cabaret Voltaire a la caída de Madrid, se imaginó un nuevo mundo que parecía al alcance de la mano, una inédita línea temporal que quedó sesgada para siempre.
La representación, dirigida por aquellos a los que dibujó Grosz, requería de un nuevo festín para desandar lo andado, para enmendar Versalles, pero sobre todo para evitar que los que movían el mundo movieran también sus vidas en la dirección que quisieran. Las repúblicas fueron cayendo, algunas con un extraño sopor, como Weimar, en un dejarse arrastrar hacia el desastre como quien no se quiere enterar de su coqueteo con la barbarie. Otras, como la española, con tenacidad dramática, abandonada por todos los que presumían de liberalismo y civilización. Y de ahí a la carnicería, 70 millones de muertos y unas pinceladas en el Guernica.
Nuestro fin de época fue un arriado de bandera, la roja en el Kremlin, precisamente en la Unión de Repúblicas que nació de la Gran Guerra y que puso fin a la Segunda, izando la misma sobre las ruinas del Reichstag. Un siglo corto -otros duraron bastante más de cien años- que en su segunda mitad, de la que somos hijos ya huérfanos, dejó una serie de consensos que fueron difuminándose una vez declarado el fin de la historia. Los equilibrios, aun basculando sobre la bomba nuclear, funcionaron. Quién nos iba a decir a nosotros que echaríamos tanto de menos la destrucción mutua asegurada, el neorrealismo y los Who.
Nuestro periodo de entreguerras fue un pastiche ridículo, festivo y atolondrado. Algo así como un cruce entre el cocaine socialism de Blair y el clon ovino aquel del que nadie ya recuerda el nombre. O Yeltsin y Clinton riendo borrachos en la Casa Blanca mientras que en las radios de medio mundo sonaba La Macarena. A los españoles el drama nos vino por el codazo a Luis Enrique, y poco más. Quién iba a temer al lobo feroz de la historia teniendo imágenes de síntesis, compact disc y mdma, quién no iba a ser feliz no necesitando de la lucha de clases.
Y en estas, un día, quizá veinte años después de todo aquello, ves la foto de un cura octogenario al que un par de yihadistas han degollado en una iglesia de Francia. A un tío con pinta de funcionario del catastro construyéndose su pequeño Imperio Otomano. A los nazis, sin comillas, paseándose por Kiev. A más de 10.000 personas ahogadas en el Mediterráneo huyendo del otro lado de la costa. A una Europa sacando las banderas del terruño y buscando a una Juana de Arco o a quien indique la mitología nacional. Y a un imbécil -realmente muchos- diciendo que nuestro problema es que vivimos bajo la dictadura de lo políticamente correcto y que así nos va.
Y no, miren, que seamos pocos no quiere decir que seamos idiotas y que no nos demos cuenta de que entre la arrogancia absurda de Fukuyama y la aparición de un Califato Islámico algo ha pasado, alguien ha hecho las cosas rematadamente mal. Que no nos demos cuenta de que cuando alguna de esas nulidades nocivas con columna, micrófono o plató, dicen que el único problema reside en que Europa es débil y buenista, y por tanto incapaz de enfrentar a los moros que vienen a matar infieles, lo que está haciendo, realmente, es encubrir lo sucedido en estos últimos veinte años.
Porque de lo que se trata, respondiendo a esa acusación tan tramposa como sonrojante, no es exonerar ni justificar a los que tiraron las Torres, o volaron vagones en Londres o Madrid, o se liaron a tiros en París, o matan cada día en Bagdad, Damasco y Trípoli. De lo que se trata es de saber a cuántos de esos apesadumbrados líderes europeos les pareció una idea estupenda coquetear con Riad para llevar el integrismo islámico allá donde no lo había, para ver qué podían rascar en Oriente Próximo, imitando torpemente al amigo americano en Afganistán.
Y no es tan sólo una cuestión de justicia, información o responsabilidad; lo es, también, de seguridad, de defender nuestras vidas. La cuestión es que la respuesta al incendio no puede quedar en manos de los mismos pirómanos que lo provocaron, que leyeron nuestro fin de época como el momento para sacar de nuevo el tablero del Risk y dejar a Europa a merced de un terrorismo de muy difícil solución, eso sin nombrar a los cientos de miles que ya han muerto en Libia, Siria e Irak.
Quizá todo esto no valga de nada en un momento donde el miedo vulgariza el entendimiento y da como resultado el alarido, el que reclama a la ultraderecha como salvadora, la misma y única responsable de los millones de muertos de los que hablábamos al principio. Algo más que señales en un nuevo fin de época, el nuestro. Quizá todo esto no valga de nada, pero incluso las palabras más inútiles, cuando de lo que se trata es de dejar constancia del camino al precipicio, merecen ser dichas.