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La Tercera España
"Es nuestra ideología californiana, nuestro 'there is no alternative campechano', nuestro falangismo de 'sitcom'. Ni rojos ni azules, españoles".
En España hay una derecha reconocible, se trata de la que puede ser caricaturizada. Profundamente transversal, abarca desde las cafeterías de los hoteles con lámparas de araña hasta los bares con alfombrado de mondas de palillo y cáscaras de cacahuete, reflejando muy bien la potencialidad conservadora, en ese arco que va desde los que son lo que son porque les interesa serlo, hasta los que son lo que son por ese arrastre de la costumbre, la cultura y lo posible.
La derecha tradicional sirve de fresco costumbrista al país, de bodegón perpetuo, de cielo encapotado. Desde el alto empresario con mofletes de asador, pisacorbatas patrio y varias cuentas en Suiza, hasta el parlamentario comisionista, vivo espíritu de la CEDA por el día y aficionado a la boite despendolada de noche. Desde el juez de mirada torva que llama al acusado gentuza a la hora de la cena, hasta el periodista para el que la realidad es una mera molestia que se limpia como la caspa del hombro. Desde el señor obispo que maneja con soltura las llamas del infierno, hasta el presentador populachero, exactor, excantante, siempre hortera, que palpa el culo a la maquilladora en el camerino.
Una derecha que parece haber pasado de las páginas de La Colmena al plasma sin solución de continuidad, que manda mucho y cumple poco, hija generacional y a menudo biológica de los que ganaron la Guerra. Demócrata de toda la vida en el 78, taimada en los 80, de centro reformista en los 90, ladrillera en los dos mil y ahora lo que toque, que inventen ellos, concretamente Berlín. Que alguno se tenga que sujetar el brazo para no hacer el saludo romano, como el Dr. Strangelove, no quita para reconocer el éxito en su misión: tras los cuarenta años de victoria han culminado otros cuarenta de reconversión, esa de ciudadanos a ahorradores, de analgesia parlamentaria y cambio, siempre que sea con el mando y desde el sofá.
Pero el tiempo no perdona y les queda poco. No porque la revolución llame a la puerta, sino porque la edad es implacable. Desde los sesenta y muchos a los ochenta y tantos es difícil hacer planes a largo plazo y el país, esto es, el orden inalterable que debe regir el país, necesita ya de recambio. Y no sólo de caras, sino también de discursos. Unos que valgan para alejar ese espectro que ha andado rondando desde el 2011, para asentar bien el trono a Felipe, para convencer a esos millones de españoles que van a vivir peor que sus padres de que la salida, la que sea, tiene que ser a través de ellos, a través de otros cuarenta años de dramática placidez.
Si para algo valen los escritores, hoy, es para saber cuál será el futuro. No tanto por sus capacidades precognitivas sino por su pasado sarmentoso: nada como un escritor con ambiciones para localizar dónde está el dinero. Y la pasta está en el orden. De ahí, que el que quiere hacerse un huequito o cimentar el que tiene, además de callar cuando debe, mirar para otro lado ante el conflicto o dedicarse a la tarea de lo insustancial, escriba columnas que recogen este nuevo regeneracionismo lampedusiano.
Y lo de la Tercera España va de esto, no sobre si en la Guerra Civil hubo un sector de la intelectualidad que no era fascista pero, faltaría, tampoco comunista, sino de la forma más o menos sofisticada de seguir siendo de derechas sin parecerlo. La Tercera España es nuestra ideología californiana, nuestro there is no alternative campechano, nuestro falangismo de sitcom. Ni rojos ni azules, españoles. Al fin y al cabo es una buena manera de darte una mano de maquillaje, pero también de enterrar, nuevamente, al enemigo. Cuando puedes mantener tus fondos, jubilando tus formas, puedes acusar de obsoletos a los tuyos pero también a los otros.
Y así tenemos al empresario que ahora es emprendedor, sin traje gris y con pinta de surfero, al que ya no le hace falta el látigo porque externaliza. Al triunfador en proyectos tecnológicos, tan endebles como pasajeros, ejemplo en el informativo, la tertulia o el youtube, de un camino del que siempre se omite dónde empieza y cómo acaba. Al economista de verbo de auto-ayuda para el que todo es culpa de lo público, incluso los desmanes del sector privado. O al magnate, que ya no existe, porque todo es filantropía y responsabilidad social corporativa.
Tenemos al político que se define tan sólo como gestor, aunque gestione siempre hacia el mismo lado. Ellos, americana sin corbata, deportistas y cocineros, yernos perfectos. No nacionalistas, por supuesto, pero españoles los primeros. Meritocracia y esfuerzo en la palabra, recorte a la escuela pública en el real decreto. Ellas escuchan indie, a la última en series, saben cuando toca lucir vaqueros. Ni machismo ni hembrismo, feminismo, pero blanco, cuqui y sobre todo responsable. ¿Y en economía? A remar todos juntos, que los impuestos asustan a los que saben y, de todos es sabido, que el socialismo sólo busca crear pobres.
Como escritor, periodista o intelectual, buenas dosis de cinismo, ese que permite cruzar el Atlántico a nado y salir seco. Vivir de la polémica en lo contingente y rehuirla siempre en lo necesario. Hacer pasar la reacción por rebeldía, lo rancio por políticamente incorrecto. Situarte en la equidistancia del francotirador. No perder una para calificar la posición de sectarismo, los principios de ortodoxia, el conflicto, cuando no te conviene, de aburrimiento. Repetir mucho lo de librepensador, independiente y apolítico. Permitirte el desaliño. Pagar las facturas a tiempo.
La Tercera España es el proyecto de la ideología de la no ideología hecha país, la sociología ficticia de la clase media convertida en paradigma, el sueño húmedo de los que camuflan la imposición de sus necesidades en entendimiento. La Tercera España es irrealidad del que ve igualdad por compartir una tarde tostas en La Latina porque luego siempre puede volver al club de campo. La Tercera España es la contemporaneidad que permite pasar lo de siempre por nuevo, lo caótico por lógico, lo siniestro por lustroso.
Lo que pasa es que tras tanto escondrijo tan sólo se encuentra, para la mayoría, el páramo de posibilidades. Una ausencia de futuro que no hace falta ni enumerar. No se trata de que algunos busquen el conflicto, como se busca la gresca, sino de tener la vergüenza de no volver a llamar paz a la victoria. Se trata de no transformar ni nuestra memoria ni nuestro presente en una parodia de un negacionismo atroz. El que quiere que olvidemos cómo fueron, el que quiere que ignoremos cómo son.