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De drama y tragedia

"Siempre he querido pensar que la España Negra no es más que la hábil maniobra de quien sabiéndose artero, codicioso e incapaz proyecta sus atributos sobre todos, o cómo nuestros dirigentes hicieron de su miseria moral espíritu nacional".

Los estudiosos de la historia califican a la Leyenda Negra Española como un suceso inhabitual, una exitosa narración de los enemigos del Imperio, británicos y holandeses, que cuajó dejando un halo de oscuridad que, más que inmerecido, era común a toda la Europa del S. XVII. Al final incluso las leyendas tienen que ver con la economía y sus guerras, eso y lo que el Conde Duque de Olivares resumió en una frase: Dios es español y está de parte de la nación estos días. Quién necesitaba política de imagen cuando se tenía a los tercios bajo mando.

Lo interesante no es que otros hablen mal de ti, sino que esa leyenda arraigue con fuerza en la tierra del interpelado. La España Negra fue y es uno de esos conceptos, a la altura de las virtudes de la gastronomía o las pasiones desatadas, con el que el analista de tinto de verano puede despachar cualquier tema que se sitúe sobre la mesa. Lo raro es que mientras que comer bien es un hecho positivo y ser pasionales no tiene que ser necesariamente malo (pese a ser otra leyenda, inventada esta vez por dramaturgos franceses en el S.XIX) lo de la negritud, lo de llevar como una condecoración lo horrendo, llama a la sorpresa.

Siempre he querido pensar, espoleado por esa confianza que tenemos los que vemos el futuro no como un resultado fatalista sino como la potencialidad de las contradicciones presentes, que la España Negra no es más que la hábil maniobra de quien sabiéndose artero, codicioso e incapaz proyecta sus atributos sobre todos, o cómo nuestros dirigentes hicieron de su miseria moral espíritu nacional, que como todos los espíritus tan sólo existe a los ojos del temeroso. Aquí no tenemos Rule Britannia no por falta de pericia marinera, sino porque los de palacio temían que enorgullecer a la nación, aún con patrioterismo de artificio, enorgullecería también al pueblo. Y no hay nada más peligroso para el orden que el pobre que no te aparta la mirada.

Pero hay algo más, que quedarse aquí sería parir otra especie de nacionalismo, salvo que en vez de banderas y territorios el acento idealizado recaería sobre la gente -la versión simpática y posmo del pueblo-. Narrar desde el paternalismo, que es lo que pasa cuando el representante en el fondo se piensa por encima de los representados. Y ese más es que España no es negra, España es dramática. Porque mientras que en el primer caso lo trágico es toda posibilidad en el segundo, tras una representación esperanzada, lo trágico suele ser el desenlace. Y en ese fin algo de culpa, de regodeo inmisericorde en nuestros fantasmas, en el papel y carácter que nos han atribuido, tenemos todos.

Por eso Goya y su serie de Pinturas Negras es hoy tan cronista como hace doscientos años. Porque graba a orondos frailes, a nobles y a criaturas grotescas a hombros del pueblo, pero también graba al pueblo envalentonado en su propia decadencia. No hay condescendencia del que se sabe a salvo, del ilustrado que mira con ímpetu regenerador a las calles desde sus aposentos. Hay pesimismo realista de quien prueba el vino de casa noble y el vino de taberna. Por eso Goya gusta, porque refleja, pero tan sólo si lo miramos de lejos.

Drama es que la insurrección fuera contra el francés, que era déspota, tragedia que fuera bastante más civilizado que los nuestros. Drama es que Riego no tuviera ni un quinquenio para hacer agachar la cabeza al tirano, tragedia que Madrid le colgara, después de arrastrarle por las calles, en la Plaza de la Paja. Drama es que el 98 supusiera una catarsis nacional, tragedia que se construyera una generación de intelectuales en torno a ello. Drama es que un pueblo en armas resistiera tres años al fascismo internacional, tragedia que en España fue donde una generación aprendiera que tener razón apenas valía de nada.

Drama es que los cuadros de Gutiérrez Solana pintaran el carnaval como un espejo de una tierra seca y baldía, las caras, a menudo indistinguibles de las máscaras, toscos títeres al vaivén de la barbarie, que a pesar de lo grueso del trazo se capte el ambiente que subyace en las escenas. Tragedia es que no hubiera regodeo en el horror, sino honradez de mirada. Que la luz sea la misma en La visita del obispo que en La Tertulia del Pombo.

Drama es que Alejandro Sawa muriera loco, ciego y furioso, en palabras de Valle-Inclán, quien se ocupó de darle un entierro digno en cuerpo y en obra, haciéndole vivir de nuevo en Luces de Bohemia. Tragedia es que un poeta llamado Pedro Luis de Gálvez paseara a su hijo muerto en una cajita por los cafés para enterrarlo, aún siendo esto ocurrencia o mentira, que probablemente lo fuera. Drama es la bala de Larra, tragedia la tuberculosis de Miguel Hernández. Drama es Baroja escribiendo La lucha por la vida, tragedia es Baroja hablando bajito bajo una manta en un otoño en torno a 1950.

Drama es que a pesar del papel de bufones, tramposos y cobardes, cada cierto tiempo, al menos una vez cada cuarenta años, la calles se llenen con los que se resisten a adoptar ese papel. Tragedia es que parezca que nunca son suficientes.

Veo una foto de Sanz Lobato, procesión penitencial de viejas enlutadas, tierras del norte, cielo cubierto. En primer plano una muchacha, vestida con el mismo atuendo, mira al horizonte. Y nos queda la duda de si tan solo mira o escapa. Drama y tragedia. Como el pasodoble, como el Suspiros de España de Álvarez Alonso, como un baile entre Sorolla y Zuloaga, entre lo trágico de Unamuno y la esperanza melancólica de Machado, entre la oscuridad que nos persigue y la luz que no nos abandona. Debería ser nuestro himno.

   

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