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Despojados de votos, cargados de razones
Fátima del Olmo escribe desde Zúrich, tras las elecciones, sobre los ciudadanos que se han tenido que marchar de España por las políticas austericidas: "Sigamos, desde todas partes, sin bajar la guardia. Ni la cabeza".
Fátima del Olmo // Al escribir estas líneas aún no se sabe cuál ha sido el porcentaje definitivo de participación entre los casi dos millones de votantes del CERA ni las cifras del escrutinio del voto de los españoles en el exterior. En términos de influencia en el resultado da igual: el porcentaje de «ruegos de voto“ tramitados para las elecciones generales del 26 de junio no alcanzaba el 9%. La participación real será inferior, pues muchas papeletas no han llegado a tiempo para votar en el plazo legal establecido por la fatídica reforma de la ley electoral consensuada en 2011 por PSOE, PP y CiU. En todos los comicios celebrados desde entonces la participación se ha hundido, siendo hasta seis veces inferior a la habitual antes de la introducción del voto rogado (=voto robado).
Se acabaron los tiempos en que el disputado voto del señor Cayo que iba a determinar el destino del escaño de alguna provincia viajaba desde lejos. Cuando, en un proceso paralelo a lo ocurrido en España tras el 15-M, la comunidad emigrante española se ha «repolitizado“, paradójicamente ha perdido su peso político real. En los últimos años se han empezado a abrir espacios de participación durante años paralizados por los vicios de un bipartidismo muy sedimentado, se ha revitalizado el movimiento asociacional en el exterior luchando por los derechos de los jubilados retornados o de los hijos de los emigrantes y ha surgido la imprescindible Marea Granate, ese movimiento transfronterizo y solidario que ha dado visibilidad a los atropellos perpetrados por el propio Estado contra sus nacionales en el exterior. Por poner dos ejemplos: la conculcación del derecho a la sanidad pública y las irregularidades que rodean el sistema de votación en el exterior.
De las promesas incumplidas, como la de la circunscripción exterior o el hacer vinculantes algunas decisiones del Consejo General de la Ciudadanía en el Exterior, mejor no hablamos: papel mojado. Pero las españolas y los españoles en el exterior no nos movilizamos únicamente por aquello que nos afecta de manera más directa. Nos preocupan los recortes brutales, cualitativos y cuantitativos, en la educación de nuestros hijos e hijas en las ALCEs. Pero nos indigna también el vapuleo a la educación pública en España, el trato preferente a los colegios concertados (los que vivimos fuera sabemos bien que eso es un engendro anómalo inexplicable en otros países), la desaparición de las enseñanzas artísticas, de la música y de la filosofía, la masificación de las aulas, el maltrato a los profesores interinos o la intromisión de consultorías privadas en la vida de los centros educativos.
Nos rebelamos contra las dificultades a las que se enfrentan los jubilados retornados a España tras una vida entera de trabajo en otro país. Pero nos espanta que gobernantes irresponsables estén vaciando en España la hucha de las pensiones, que abuelas con una exigua pensión sostengan a hijos y nietos, que nuestros mayores tengan que elegir entre la medicina o la leche, que no se cumpla la ley de dependencia y también, por qué no (recordemos el derecho no sólo al pan sino también a las rosas) que quienes han trabajado tan duro no tengan derecho a un tiempo libre de preocupaciones y en el que disfrutar con dignidad del ocio.
Exigimos que los españoles en el exterior no pierdan la tarjeta sanitaria. Pero no olvidamos que eso es un elemento más del decreto de la ministra Mato que dinamitó la sanidad universal en España. Porque de nuevo los que vivimos fuera sabemos apreciar la calidad de nuestra sanidad pública y nos enfurece que haya pasado de ser un derecho a una mera prestación que le cierra sus puertas a inmigrantes o parados de larga duración. Como nos indigna que se deriven recursos públicos a empresas privadas, que se cierren plantas de hospitales, que los médicos hagan dobles guardias por un salario de vergüenza, que se les niegue el tratamiento a los enfermos de hepatitis, que se haya maltratado a las unidades de cuidados paliativos, que en el país con más kilómetros de alta velocidad del mundo no se pueda hacer circular una camilla por un pasillo de urgencias atestado de pacientes.
Defendemos los derechos laborales de los españoles a los que la crisis ha expulsado de su país y que son a menudo víctimas de condiciones abusivas en los países de acogida. Pero no por ello olvidamos las sucesivas reformas laborales que en España han pulverizado la protección del trabajador sin que por ello se haya paralizado la subida del desempleo; ni los contratos de días (u horas) que computan luego en las estadísticas oficiales como nuevos empleos; ni la precariedad laboral que ha expulsado de manera muy notable a muchas mujeres del mercado laboral; ni la criminalización del derecho de huelga.
Nos preocupan los brotes de xenofobia o de discriminación que pueden hacernos la vida muy cuesta arriba a los que vivimos fuera de nuestros países. Pero también nos revolvemos contra el Gobierno español que ha recortado más que ningún otro país las ayudas al desarrollo, que levanta vallas coronadas con concertinas, que mira los dientes de un niño inmigrante como quien va a comprar un caballo, que mantiene abiertos centros de detención ilegal (los CIEs no son otra cosa) o que permanece pasivo ante el sufrimiento de miles de refugiados (eufemismo, pues nadie les da refugio) hacinados en condiciones miserables a las puertas de Europa.
Ayudamos en los países que nos han acogido a establecer redes y protocolos contra la violencia de género. Pero nos negamos a aceptar que en España, mientras tanto, se desande el camino recorrido, a que aumente el número de mujeres asesinadas mientras se reducen las partidas dedicadas a combatir la violencia machista, a que se reintroduzca una legislación arcaica y paternalista que decida sobre los cuerpos de las mujeres, a que no se actúe contra la homofobia, a que los micromachismos se invisibilicen, a que los chistes de «maricones“ y las chanzas sobre mujeres en la cocina vuelvan a las televisiones públicas.
Pedimos la derogación del voto rogado, que se nos facilite la participación política, que los CREs sean órganos de representación efectivos y que las instituciones diplomáticas en el exterior (embajadas, consulados, legaciones, consejerías) actúen con solvencia y transparencia atendiendo a las necesidades reales de los españoles emigrados. Pero también deseamos para nuestro país unas instituciones libres de corrupción, la mejora de los cauces de participación ciudadana, la recuperación de las libertades pisoteadas por la ley mordaza o la posibilidad de plantear referéndums para cuestiones fundamentales que afectan nuestro modelo de vida (en otros países se hace y damos fe de que no es perjudicial -en absoluto- para la salud democrática).
Participamos y luchamos, juntos y juntas, desde todas partes, por los mismos derechos. Porque muchos querrán volver al país del que salieron a la fuerza. Porque tenemos allí familia y amigos. Porque hoy, más que nunca en la historia, estamos cerca de nuestro país e informados al minuto de todo lo que ocurre en España. Porque, simplemente, queremos que nuestros hijos vivan un futuro menos mezquino, menos angustioso, más justo, más luminoso.
Por eso nos dolió tanto como a muchos de los que estáis en España, a veces desde la soledad de nuestros sofás pero acompañados a través de mensajes y redes, ver cómo se esfumaba la posibilidad de un gobierno de cambio que parase el golpe a la austeridad y a los recortes. Por eso compartimos la misma perplejidad, la misma rabia, la misma pena anudada en unas gargantas que esperaban gritar de alegría esa noche del 26-J.
Pero, precisamente por eso, por nuestros hijos, por nuestros padres, por nuestro abuelos, por nuestros amigos, por nosotros, por los que volveremos y por los que nos quedaremos, nos levantaremos del suelo y seguiremos adelante. Juntas y juntos. Nadie dijo que recuperar lo robado fuese fácil, pero de peores hemos salido. Que no nos arrebaten nuestras fuerzas, ni nuestros sueños. Si nos duele, es porque aún no nos da igual.
Sigamos, desde todas partes, sin bajar la guardia. Ni la cabeza.