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Mitos, ritos y estrategias en la Operación Chamartín
"No se trata de repartir estopa a diestra y siniestra, sino de exponer con un cierto orden las estrategias urbanísticas, la mitología ideológica y los rituales argumentarios que han provocado este choque de trenes", sostiene el arquitecto Fernando Caballero.
Fernando Caballero Baruque* // Hace unos días ha vuelto a fracasar la enésima reunión entre las partes enfrentadas en la Operación Chamartín. Por un lado, los propietarios, la Comunidad Autónoma y el Gobierno. Por otro, el Ayuntamiento de Madrid. Ambos nos han aportado datos y cifras más que suficientes para justificar -siempre desde su único punto de vista- su propuesta. El ritual es demasiado predecible: el progreso, el desarrollo, la vanguardia y la generación de riqueza en una esquina del cuadrilátero. El pueblo de Madrid frente al voraz capitalismo especulador en la otra. La derecha contra la izquierda, el bien contra el mal… en un inacabable diálogo de sordos. Los profesionales, los urbanistas y los interesados en el tema ya nos sabemos de memoria una y otra propuesta, pero ¿sabe de qué va todo esto el común de los mortales, el ciudadano de a pie inducido a tomar partido por lo que digan “los míos” y a abominar de lo que propongan “los otros”?
La Operación Chamartín, denominada “Distrito Castellana Norte” o “Madrid Puerta Norte”, no es uno más de los desarrollos urbanísticos de Madrid, si lo fuera no estaríamos hablando de ella día sí y día también. Es el programa de crecimiento urbano por la parte más rica y más internacional de la principal metrópoli del suroeste de Europa. Tengamos claro de lo que estamos hablando. Por tanto no nos extrañe que salgan a relucir las irreconciliables panoplias de tics y prejuicios de izquierda y derecha.
La mitología de eslóganes simplones de derechas: “Madrid se merece el proyecto Castellana Norte”, “Redibuja el skyline de Madrid con seis nuevas torres, entre ellas el rascacielos más alto de Europa”, “Convierte a Madrid en una ciudad vanguardista y se sitúa entre las principales capitales europeas”, “las ciudades tienen que crecer…”, expresadas por los más altos representantes de la promotora, o la advertencia ritual de la presidenta de la Comunidad de Madrid, “su no ejecución supondrá un perjuicio claro para los madrileños porque se van a dejar de construir una serie de infraestructuras muy necesarias para la ciudad de Madrid y va a suponer la pérdida de muchos puestos de trabajo», es contrarrestada con la batería estándar de proclamas rituales de Eduardo Mangada, el reactivado oráculo de la izquierda. En forma de suspicacias ante la iniciativa privada: “Aparece pervertido ese proyecto: inflado en volúmenes de edificabilidad, y, sobre todo, por la forma de gestión. Había una voluntad de privatizar el desarrollo de toda esa zona: tres millones de metros cuadrados en la ciudad con más de tres millones de metros cuadrados de edificabilidad. Escandaloso”.
De advertencias de la llegada del mal como: “¿Esto a qué conduce? Yo lo llamo un cortijo para el BBVA, con la implicación y el amparo de las administraciones públicas, dando cobertura y protección a un negocio puramente privado… Lo que quieren es un coto privado para incorporar a todos los fondos de inversión que puedan venir a posarse en nuestra ciudad.” Y posicionamientos desde la superioridad moral: “A partir de la Ley del Suelo de 1956 de Franco, la ciudad y el suelo son una responsabilidad pública y tiene fundamentalmente una función social antes que una función económica. Por fin se dice no a estos señores y recuperamos el proyecto, la dirección y el proceso de construcción de la ciudad para los poderes públicos legítimos y democráticamente elegidos”. Qué cerca de la “ciudad perfecta” de Prípiat o del oblast de Kaliningrado y qué lejos del urbanismo anglosajón basado en la negociación y el acuerdo. Como si el plan urbanístico que el actual ayuntamiento ha paralizado no hubiera sido aprobado por otro consistorio al menos tan “legítimo y tan democráticamente elegido”.
No se trata en este artículo de repartir estopa -literalmente- a diestra y siniestra. Se trata de exponer con un cierto orden las estrategias urbanísticas, la mitología ideológica y los rituales argumentarios que han provocado este choque de trenes en forma de confrontación de legalidades que a su vez han conducido a vía muerta un plan urbanístico importante para la Unión Europea, clave para el conjunto de España e imprescindible para la ciudad de Madrid y su área metropolitana norte. Si alguna vez tiene sentido eso que llamamos “el modelo de ciudad”, estamos ante ello. Frente a una exposición poco inteligente por parte de los promotores privados de la operación, el Ayuntamiento de Madrid ha desempolvado la mitología anticapitalista y ritualizado el pecado de ganar dinero legítimamente -es decir, cumpliendo leyes no hechas ad hoc– mediante la gestión privada del desarrollo urbanístico más estratégico de la ciudad.
Lo difícil hubiera sido reestudiar conjuntamente la propuesta, proponer mejoras de diseño, corregir posibles errores, acercar ideas, consolidar el trasvase de los numerosos beneficios y aprovechamientos que se producirán hacia zonas deficitarias de la ciudad, afianzar el control público de la operación, su permanente monitorización por el consorcio que se formara y asegurar la transparencia de todo el proceso. Lo fácil ha sido ir al choque, convocar a la vieja guardia de urbanistas, destapar el tarro de las esencias y contraatacar con un plan que, aunque también legal -faltaría más- supone una confrontación en toda regla con el anterior aprobado, lo que además de enormes retrasos garantiza toda una batería de recursos y reclamaciones económicas que pagaremos a escote los madrileños.
Pero sin embargo la cruzada del «bien contra el mal» va calando como una gota malaya en amplias capas de la sociedad. El paradigma de lo que digo ocurrió en uno de los últimos programas Hoy por hoy de la Cadena Ser. Se preguntaba literalmente Pepa Bueno «si el perfil de nuestras ciudades deben definirlo las constructoras o los ayuntamientos democráticamente elegidos”. Planteada en estos términos yo soy el primero que me lanzo a la trinchera del «pueblo soberano contra el capital especulador» ¿Quién no? El problema es que semejante pregunta supone un desconocimiento total de lo que es el urbanismo occidental, contemporáneo y democrático. Voy a tratar de explicar de qué va esto sin emplear términos técnicos.
Las ciudades democráticas disponen de una especie de «constitución» que define cómo va a ser su desarrollo urbano en los próximos años. Se llama Plan General de Ordenación Urbana. En él se determina si la ciudad crecerá o no, de hacerlo, si será hacia el exterior mediante nuevos barrios o hacia el interior regenerando y densificando algunos de los ya existentes. Cuáles serán las operaciones puntuales estratégicas para la ciudad y cómo se protegerán y desarrollarán las zonas más vulnerables. Cómo se quiere que sea la movilidad urbana, y por tanto la vialidad, los accesos, las interconexiones y el remate de los bordes urbanos. Hacia qué política comercial se va a encaminar la ciudad y no digamos qué política de vivienda va a estimular.
Para regular todo ello establece ordenanzas y normativas municipales, que a su vez han de ser compatibles con otros textos legales de carácter autonómico o estatal, como las leyes del suelo de las comunidades autónomas, los planes de estrategia territorial o los planes nacionales de vivienda, de forma que toda operación urbanística que se haga en una ciudad -sea un nuevo desarrollo en la periferia o una reforma en el interior de un barrio- ha de cumplir simultáneamente con toda esta legislación e incluso con bastante normativa más, bien técnica (evacuación, accesibilidad…) bien sectorial (medioambiente, patrimonio…). Y toda ella tiene un denominador común: ha sido aprobada -y en muchos casos redactada- por órganos democráticos de representación de la ciudadanía: ayuntamientos, gobiernos regionales o estado, de forma que todo desarrollo urbanístico -como la Operación Chamartín- redactado por la propia administración o por la iniciativa privada, está regido por normativas que emanan de las instituciones democráticas y finalmente es aprobado por dichas instituciones. Por todas ellas. Así que ¿qué es eso de las constructoras frente a los ayuntamientos democráticamente elegidos?
El lector no experto en urbanismo, es decir, la práctica totalidad de los lectores, dispone de abundante información sobre qué es la Operación Chamartín. Sin embargo conoce mucho menos cómo son las dos propuestas enfrentadas, sus características, sus diferencias y los modelos urbanos a los que responden. Para que se hagan una idea de la magnitud del ámbito sobre el que se desarrolla la operación, su superficie equivale a la mitad del distrito de Arganzuela. Sobre él, la promoción privada «Distrito Castellana Norte (DCN)» propone edificar más de tres millones de metros cuadrados y unas 17.000 viviendas -1.500 más que las del vecino barrio de Sanchinarro-. La propuesta municipal «Madrid Puerta Norte (MPN)» descuenta de sus cómputos las vías del tren y las calles perimetrales, lo que reduce la edificabilidad a algo más de la mitad y las viviendas a algo menos de la cuarta parte, unas 4.000.
Pero tan importantes como las diferencias numéricas son las diferencias conceptuales entre ambas propuestas. El famoso «modelo de ciudad» al que responden. Aunque la inmensa mayor parte de los edificios de DCN tienen las mismas alturas que los del entorno, el marketing pone el foco en que “redibuja el skyline de Madrid” con seis enormes torres, cinco de ellas de la misma altura que las cuatro actuales y una aún mayor, que incluso se jacta que será «la más alta de Europa», exhibiendo una mentalidad más propia de Kuala Lumpur que de Europa Occidental al relacionar la vanguardia y la modernidad con la altura de las torres. Esta desconsideración a la inteligencia de los ciudadanos, a los que cree deslumbrar con récords de ingeniería, tapa y distorsiona las auténticas virtudes del proyecto. Porque las tiene y muchas.
Lo primero es que trata el desarrollo norte de la ciudad como un espacio internacional. Tendríamos que pararnos un momento aquí para considerar qué es Madrid y qué queremos que sea en el contexto económico y geopolítico futuro. Podemos querer que sea la gran metrópoli occidental, puente entre Europa, África e Iberoamérica, como lo es Londres entre Europa y Norteamérica, Berlín entre Europa Occidental y Europa Oriental, Doha y Dubai entre Oriente y Occidente o Singapur en el contexto del Pacífico. Si eso fuera lo que quisiéramos, la metrópoli (no hablo de ciudad sino de metrópoli) tendría que dotarse de capacidades urbanísticas para conseguirlo. No basta con una gestión pública transparente, una fiscalidad equilibrada y una democracia impecable. Ha de ser física y urbanamente posible. Ha de conseguir que las empresas quieran instalarse, que el Hub económico en que se convierta irradie riqueza. Después el buen gobierno habrá de procurar que los beneficios reviertan a toda la ciudad y a sus políticas sociales. No creo que haya muchos neoyorquinos, londinenses, parisinos o berlineses que estén en contra de sus ciudades como generadoras de recursos siempre que estén bien redistribuidos. Obsérvese que hablo de “metrópolis occidentales democráticas”, pues solo un sistema democrático de gobierno es capaz de asignar justa, transparente y equilibradamente esos recursos.
DCN está concebido así, con faros largos, criterio metropolitano y mirada intercontinental. No se le escapa a nadie -y mucho menos a las empresas y a los hoteleros- su proximidad al aeropuerto y el que la estación de tren más importante de España vaya a estar incorporada. Pero tiene más valores. Los principales son que se trata de un barrio equilibrado y no segregado -hay de todo en todas partes- y la multiplicidad de usos que se da en sus edificios, lo que redundará en el abaratamiento de los futuros costes de implantación. La enorme superficie verde -o simplemente abierta- es generadora en si misma de actividad. Aunque la actividad empresarial se concentra en la zona más próxima a la estación, la capacidad terciaria y especialmente el comercio se reparten por todo el ámbito y la sola envergadura de éste le dará un carácter internacional. Pero como se ha demostrado empíricamente en las metrópolis occidentales, eso no solo no está en contra sino que reactiva el comercio local y de barrio. Para ello las conexiones con los barrios adyacentes han sido meticulosamente diseñadas por uno de los mejores arquitectos españoles: Enrique Álvarez Sala. Considero mucho más importante este extremo “soft” que otros argumentos grandilocuentes que se han enfatizado con profusión.
El secreto está precisamente en el elemento de mayor coste de la operación: el soterrado de las vías. Una gigantesca losa de hormigón que cubre la parte central del ámbito es lo que proporciona ese espacio tan necesario para evitar la cicatriz urbana ferroviaria. Pensemos en Madrid Río y en la M-30 que va por debajo. Naturalmente esa losa es carísima, como lo es que sobre ella se planten jardines, pero el coste de esa obre se recupera presupuestariamente con la edificabilidad propuesta y, a partir de ello su propia existencia tiene un efecto multiplicador en beneficios, especialmente en la implantación de empresas, en el comercio, en el ocio y en general en todo el tejido productivo.
Mucho menos afortunado es el alarde arquitectónico de las seis torres. Se equivocan los promotores sobre la sostenibilidad de un proyecto cuyo hito principal son seis enormes edificios cuya tipología está en las antípodas de la directiva 20-20-20 de la Unión Europea y de cualquier concepción de arquitectura bioclimática. Respeto el significado urbano de los rascacielos, pero en el Madrid del cambio climático, con largos inviernos y veranos, el consumo energético de la torre más alta de Europa y otras cinco más es todo menos sostenible, ni medioambiental ni económicamente, por muchas medidas pasivas que se le pongan. En el III Congreso de edificios de energía casi nula, celebrado estos días en Madrid, se ha demostrado empíricamente como el sobrecoste de climatización de los edificios se incrementa con su altura. Ésta sin embargo podría ser una excelente arma de negociación pues si el 80% de la superficie del ámbito está, como dicen sus promotores, libre de edificación, no pasa nada porque el porcentaje sea algo menor a cambio de una drástica reducción de la altura de esos seis edificios.
En cualquier caso la propuesta DCN se ha “vendido” con mucha precaución. En mi opinión ha faltado decisión para exponer con orgullo los beneficios que un hub empresarial de esta magnitud puede aportar a Madrid y al conjunto de España. Los efectos secundarios sobre los barrios de la zona serían altamente positivos. Dichos barrios están lo suficientemente consolidados como para absorber sin demasiadas tensiones los procesos de gentrificación que se producirán. El ayuntamiento podría negociar con inteligencia que determinadas partidas clave, especialmente el costo del soterramiento de las vías, caiga exclusivamente del lado privado y de ADIF. Se aseguraría asimismo retornos fiscales sostenidos que le son muy necesarios al conjunto de la ciudad.
Sin embargo el ayuntamiento va por otro lado. Decíamos al principio cómo el proyecto DCN “trata el desarrollo norte de la ciudad…”. Ahora deberíamos decir cómo el proyecto municipal Madrid Puerta Norte (MPN) “remata la ciudad por el norte”. Su nombre no es casual. Aquí acaba Madrid. El proyecto lejos de estar concebido con carácter metropolitano, lo está como “cierre urbano”. Su exigua densidad desvanece cualquier irradiación de actividad. Busca la creación de grandes espacios abiertos que inhabilitan la existencia de algo parecido a la ciudad densa mediterránea de la que tanto presumimos.
Como el urbanismo es una disciplina muy política, ambos proyectos están cargados de ideología. En el caso anterior la propuesta es muy “neoyorquina”, no tanto por la altura de los seis rascacielos como por el tratamiento multiusos de los edificios residenciales y de los espacios comunes e intermedios. Sin embargo para el MPN sus ideólogos han proyectado un modélico ejemplo de barrio sectorizado y segregado al más puro estilo de los cercanos barrios de Montecarmelo o Sanchinarro. No puedo estar más en desacuerdo con la concejala del PSOE Mercedes González cuando, tratando de elogiar a Eduardo Mangada, dice que “hizo un urbanismo de izquierdas y la izquierda cambia la ciudad, la iguala. Por supuesto los barrios y distritos de una ciudad han de estar equilibrados, bien comunicados y deben disponer de todos los servicios y equipamientos públicos, pero le propondría darse un paseo por cualquier gran capital europea: verá qué distintos son sus barrios. Por otra parte aquí no hay nada igual. Todo es diferente. Me explico:
Empieza por no soterrar las vías. Ahorrarse la losa evidentemente abarata el producto, pero a cambio elimina cualquier cohesión interna. La estación y las vías son flanqueadas por dos conjuntos de edificios de oficinas totalmente desconectados y distanciados entre sí. Seguidamente la M-30, antes conscientemente testimonial, ahora crea un enorme vacío urbano que desconecta aún más los sectores a uno y otro lado. Tras ella mantiene un polígono industrial -Fuencarral Malmea- cuya sola presencia es un auténtico icono de la segregación urbana. ¿Qué hace ese polígono industrial ahí? La izquierda se ha quejado, con razón, de que la ciudad de Madrid está perdiendo cada vez más tejido industrial en el sur, lo que acentúa enormemente el desequilibrio urbano. Pues toma dos tazas. Pedazo de polígono en el norte sin otro uso que el industrial, lo que le convierte en un auténtico tapón de cualquier tipo de actividad global, conjunta, multiusos o como queramos llamarla. A más a más el tráfico de camiones inevitablemente se solapará con cualquier tipo de tráfico urbano, incluido el ciclista.
Detrás del polígono industrial está proyectada un área residencial con enormes espacios abiertos y todo el comercio concentrado en una larga pastilla. Es decir, por el lateral Oeste en el más puro estilo berlinés -oriental, por supuesto- grandes supermanzanas y largos bloques lineales nos transportan a la Karl Marx Alee, mientras en el lateral Este se concentra casi todo el equipamiento del sector, cual cuidad del medio oeste norteamericano. Los gigantescos espacios intermedios junto a los grandes edificios en ningún caso constituyen un parque urbano. Son simplemente inmensos espacios fragmentados, atravesados por calles y desconectados entre sí. Las conexiones con los barrios adyacentes se hacen por medio de túneles, lo que anima a coger el coche, y al fondo del todo, detrás del sector de viviendas aparecen unos cuantos bloquecitos más de oficinas sin la más mínima vinculación con los que están al principio junto a las vías.
Mención especial debe hacerse a las manzanas de viviendas, tipología mitificada de los grandes ensanches de Cerdá y Castro en el siglo XIX, y ritualizada llenando los nuevos barrios de la ciudad en los primeros años de la democracia, pero a la que hoy se le conocen de sobra sus perversos efectos sociales y su ineficiencia bioclimática.
Tras este repaso debemos hacernos varias preguntas. La primera si existió en algún momento la intención de crear un parque empresarial. Mi impresión es que no. Para ello se necesita concentración de actividades. Exactamente lo opuesto a la sectorización y segregación de usos que propone el Ayuntamiento. Así se explica este diseño de alcance como mucho “de barrio o de distrito” del proyecto. La segunda es consecuencia de ello ¿Alguien se ha parado a pensar si las empresas querrán implantarse junto a las vías del tren o detrás de un barrio de viviendas sociales que a su vez está detrás de un polígono industrial, dando a una calle por la que van a pasar camiones? Tercera: ¿Se ha tenido en cuenta el comercio? ¿Han consultado a comerciantes si quieren poner sus locales en plantas bajas junto a las vías del tren? No se nos dice por qué en una zona con fuerte demanda residencial son más “sostenibles” 4.000 viviendas que 17.000 si los números salen. Sería interesante que el ayuntamiento presentara el estudio de factibilidad. La ciudad -en este caso el barrio- que mejor funciona es la que permanece activa las 24 horas del día, y esto sólo se consigue mediante la combinación de viviendas, oficinas, comercios y hoteles en edificios multiusos, en torno a espacios públicos polivalentes y con una densidad adecuada. Nada de eso ocurre en la propuesta municipal. Más aún cuando tan poca vivienda y tan poca oficina deberán equilibrar los costes de tanto espacio público. Me temo que la sostenibilidad económica de la propuesta municipal está en entredicho.
En resumen, es imprescindible -y se les ha dicho desde todos los foros- que ambas partes negocien hasta llegar a un acuerdo. Pero los urbanistas debemos pedirles que piensen en la metrópoli y en la región, no solo en el barrio y en el distrito. Que tengan en mente el modelo de ciudad. Sobre todo porque la propuesta municipal MPN requiere una modificación puntual del Plan General de Madrid. El Ayuntamiento asegura que entre 9 y 12 meses lo tendría listo, pero eso es imposible. Si el periodo de tardanza para una simple licencia de obras en Madrid es de 11 meses, para modificar el Plan General estando todos de acuerdo, tardarían toda la legislatura. Pero están muy lejos de ese acuerdo. Los recursos y las reclamaciones económicas están al caer, y la ciudad no puede esperar otros veinte años. Por supuesto de los cientos de miles de puestos de trabajo perdidos que se arrojan los unos a los otros, mejor no hablar.
*Fernando Caballero Baruque es arquitecto y antropólogo.