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El 26-J como fotograma: fin e inicio de ciclo
En un análisis sobre los resultados del 26-J, el autor se pregunta por qué la "primera fuerza” de esta consulta sigue siendo la abstención.
Unas elecciones son un momento especialmente significativo, ya que, además de su obvia importancia en términos de poder, nos muestran la imagen política de un país, un fotograma de un momento y un lugar, que forma parte de una imagen en movimiento. Por eso las conclusiones que de ellas se extraigan deberían servir para conocernos más y mejor, no para resaltar el dato aislado conveniente, en esos acertadísimos análisis a posteriori que cubren las espaldas de la terquedad teórica. Es fácil decir que va a llover después del primer trueno.
El inmisericorde ganador electoral de esta contienda ha sido la derecha, por ahorrarnos paños calientes y bálsamos auto satisfactorios. Un golpe duro tras la legislatura acontecida, la cual, por respeto a la memoria del lector, no entraré a describir. Y esta es una de las primeras claves a tener en cuenta, la anormal repetición de los comicios tras la interrupción de diciembre. En esta cita aludir a todo lo ocurrido en el periodo anterior era hablar de algo, por extraño que parezca, que sonaba lejano. Aquí Rajoy lo tenía claro, el cambalache de las negociaciones de las que permaneció ausente hicieron de estos seis meses un abismo para la memoria del votante crítico.
Quien lea un aumento social de la derecha en relación a la subida de escaños del PP o tras ver esos impactantes mapas llenos de azul, se equivoca. La victoria popular ha sido la de la acogida de los que huyeron avergonzados a C’s más una ley electoral que premia al más votado. Son los mismos, sólo que han vuelto a votar juntos. Podemos extraer un par de conclusiones. La primera es que el votante conservador español no está para modernidades regeneracionistas, por mucho que se las proponga ese chico con aspecto de yerno perfecto llamado Rivera. La segunda es que sería momento de dejar de hacer llamamientos hacia el votante conservador: cada uno tiene sus perversiones y estas suelen ser para toda la vida. Aquella consigna del 99% nunca fue cierta, simplemente es que las clases existen y a algunas personas les conviene este gobierno. A las que no, visto lo visto, tienen razones blindadas frente a cualquier lógica que desde la izquierda se les pueda plantear.
El único punto oscuro de la victoria del PP es uno que está pasando bastante desapercibido. Pese a una campaña de perfil bajísimo, donde se ha intentado no espolear al adversario, el partido de Rajoy queda lejos de las victorias del 2000 y el 2011. Por mucho merengue que apliquen al himno, el PP es una organización que encrespa a multitud de sectores sociales. La centralidad es imposible después de haberse labrado, de forma exhaustiva, una cartera de enemigos y perjudicados tan amplia.
El PSOE celebró con vítores el resultado. Un observador lejano, viendo Ferraz la noche del 26-J, podría haber deducido que la victoria se había inclinado de su parte. Es este quizá el hecho más significativo para un partido que ha perdido a más de la mitad de su electorado en estos últimos diez años, no lamentarse de una derrota frente al PP, sino aplaudir una victoria frente a los nuevos. Por aquí ya habíamos insistido en ello en alguna ocasión, en cómo los socialistas (con perdón) son a la política española como uno de esos viejos actores de variedades al vodevil, alguien a quien todo el mundo da por acabado pero que al final siempre acaba encontrando nuevas actuaciones. Se da así por cerrada la amenaza de pasokización, pero también la de una organización que fue el referente casi absoluto del progresismo español. Si algo tiene de meritorio el PSOE es que sigue siendo el partido más votado por aquellos de menor poder adquisitivo, lo que le plantea un reto a los partidos a su izquierda: nadie que se plantee gobernar este país con intención de cambio puede despreciar a esos votantes socialistas (esta vez sin perdón), pero nadie que quiera cambiar el estado de las cosas puede intentar hacerlo con el PSOE.
Y por último los protagonistas, aún siendo los terceros, ya que todos (medios, votantes populares con el sí se puede y aparato socialista con su cotillón) se acordaron de Unidos Podemos la noche electoral. La coalición podría llevar la condecoración de ser la fuerza de la izquierda que mejor resultado ha obtenido desde el 78 tanto en votos como en escaños, pero sin embargo arrastra el lastre de la derrota. Es lo que tienen las aspiraciones, que cuando lo son en un sentido absoluto su no consecución te deja helado. Esa meta, no ya la superación al PSOE, sino la de estar a la zaga del PP, que hoy es contemplada con condescendencia por los tertulianos, llegó a inquietar a más de uno. Todo indicaba que la coalición podía acercarse mucho a sus objetivos, aunque al final no resultara así. Que los que nunca habían inquietado se convirtieran en una seria amenaza al sopor político de estos últimos cuarenta años es ya una victoria en sí misma. De la autocrítica a inducir flagelación hay una frontera muy pequeña cuando de lo que se trata es de buscar el descrédito total de un proyecto político.
En lo que hay también una breve frontera es entre la crítica y la indulgencia. Lo cierto es que UP obtuvo un millón largo de votos menos que sus partes por separado, en lo que ya se ha convertido en el culebrón analítico de principios de verano. La respuesta a esta volatilización -esos votos no fueron al PSOE- es tan complicada como sencilla: no hay una única teoría cierta al respecto y posiblemente todas las hipótesis que ya habrán leído aporten una parte de la respuesta. Se insistirá más en una o en otra dependiendo del interés del analista en culpar a partes o individuos de la coalición, que, recordemos, nació con voluntad pero no exenta de resistencias internas.
Hubo fuga por parte de los sectores más moderados de Podemos por la presencia de los comunistas en la coalición, lo que no parece es que esta pueda ser significativa viendo la valoración de Garzón. Hubo fuga en algunos de los votantes de IU, lo que quizás explique el izquierdismo de Iglesias en sus últimos mítines. Posiblemente, sin embargo, el grueso de votos que se quedaron en casa se debió a una pléyade de factores que van desde el desconcierto por los cambios de discurso en la formación morada hasta el miedo a una sensación de incertidumbre tras el Brexit, pasando por una campaña de perfil bajo, que moduló el conflicto en base a una demoscopia fallida, creando una especie de profecía autocumplida.
Y aquí es donde deberíamos dejar de obviar algo que debería ser indispensable para cualquier proyecto de vuelco político, por qué la “primera fuerza” de esta consulta electoral sigue siendo la abstención, con casi diez millones y medio de personas. Es correcto decir si miramos el asunto desde el prisma del analista medio que un 69,67% de participación entra dentro de los rangos normales para unas elecciones en España o Europa. La cuestión es si se puede producir un cambio político a gran escala -y que un partido de izquierdas gane unas elecciones en Europa es un hecho casi inédito- aceptando esa abstención estructural. La conmoción se encuentra precisamente ahí, no en ganar más espacio entre los que votan, sino en hacerlo entre los que no lo hacen.
Desde luego la mejor forma de atraer a esta gente no es al modo de ese progresismo elitista que tras cada elección fallida da como respuesta el tópico de que “España es imbécil”. La gente que no vota tiene sus razones, por muy absurdas o faltas de contenido que nos parezcan. Es cierto que el sistema sociopolítico conspira -la palabra no es casual- para dejar fuera de lo electoral a millones de personas, que en su gran mayoría, son no sólo clase trabajadora, sino esa parte de la clase trabajadora de la que ya nunca nadie se acuerda. Aún siendo una forma empírica por negatividad es cierto que la política parlamentaria ha hecho muy poco por sus vidas. De hecho, si la nueva política tenía un leitmotiv declarado era este, democratizar la política, en el sentido de abrirla a todos.
La idea de que se pueden ganar elecciones desde lo técnico es muy consustancial a nuestra época, de que existen maneras correctas, casi matemáticas, donde hay fórmulas cerradas que aseguran el éxito. Jugar a su juego desde sus mismos postulados, intentando aplicar sus herramientas, es suicida. ¿Alguien puede pensar que Unidos Podemos tiene más capacidad en análisis de datos, marketing y presencia en medios que los partidos del régimen? ¿Son las redes sociales una trampa de autoafirmación? La campaña no fue especialmente acertada, pero hubiera dado igual que hubiera sido la campaña perfecta: para una organización que mueve partes de su discurso en los márgenes de lo aceptado es imposible cambiar determinadas percepciones en quince días.
Parece que es en la política a largo plazo, en la actividad del día a día, donde UP debería crecer, campo que aún tiene pendiente explorar. Se puede decir que los partidos que la conforman llevan inmersos, o bien en procesos internos o bien en la pura estrategia electoral, desde las elecciones europeas. Y así es difícil realizar acciones percibidas por la ciudadanía más allá del ya vaporoso concepto de la ilusión en la victoria.
La encrucijada es qué tipo de política se va a desarrollar a partir de ahora. Una parece clara, porque ya ha sido llevada a cabo: la creación de narrativas artificiales enunciadas por expertos que penetren el imaginario colectivo, dando pie a un movimiento nacional popular que se organice, más que en torno a un partido, a una especie de laboratorio de ideas que puede variar en máquina agitativa o parlamentario-electoral, dependiendo de las aperturas que brinde la contingencia de lo posible. Centrismo táctico, evitación del conflicto y gusto por lo democrático como procedimiento.
La otra opción permanece inédita, sería la de la construcción de una convergencia más allá de lo electoral, en el sentido de entender la unidad popular como el desplazamiento de lo político, o más bien su visualización, a todas las facetas de la sociedad, a todos los lugares y a todos los tiempos, sumando a la mera actividad parlamentaria el concepto de política de calle y cotidiana. Una que vuelva a situar lo material por encima de lo narrativo, convirtiendo al discurso en una herramienta de la acción y no en un ente escindido. Una que dé al trabajo la importancia perdida, asumiendo que si bien hay multitud de nuevas formas productivas esto no significa que el concepto de clase ni los conflictos laborales desaparezcan. Una que asegure que la democracia también es separar la política de sus centros de poder y le dé el espacio debido al gran olvidado: el mundo rural. Una que entienda la identidad ni como un juego de banderas ni como unas máscaras intercambiables, sino como el reflejo de situaciones ya dadas, como la forma de luchar contra la liquidez impuesta: cuando hay hambre de seguridades la ultraderecha tiene nación excluyente que ofrecer. Una que apueste por la cultura no como un amable acompañamiento, sino como la herramienta para construir una arquitectura civilizatoria que amplíe los marcos de lo posible. Una que asuma que el conflicto es el ineludible compañero del cambio. Una que entienda lo institucional como un medio, no como un fin. Una que fomente la horizontalidad no como una serie de procedimientos más o menos acertados, sino como la entrega de la llama allá donde se necesite.
La tarea es titánica, pero lo otro es languidecer entre el sopor de lo diario, la letra muerta de las enmiendas en el hemiciclo, las luchas atomizadas, las opiniones en las tertulias, las ocurrencias en las redes sociales y la indignación de suflé ante los escándalos. Yo eso ya lo conozco, de hecho es lo único que he conocido en mi vida. Y ya va siendo hora de cambiarlo.