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Ficciones electorales

"Las campañas electorales se han convertido en una gran agencia de colocación para maestros de lo contingente", reflexiona el autor.

Un verano de hace ya bastantes años leí El Mago de John Fowles. El libro cuenta la historia de un profesor inglés que tras un fuerte desencanto vital decide emprender una huída que le llevará a dar clases en un colegio de las Islas Griegas. Allí conoce a un extraño personaje mezcla de eremita, sabio y bon vivant -pueden ponerle cara, como en la versión cinematográfica, de Anthony Quinn- que le sumerge en un extraño ritual donde, a través de sucesivas actuaciones y trucos, el profesor empieza a dudar sobre el propio concepto de realidad. Las ficciones, cuando ocupan una parte sustancial de la vida de las personas, acaban teniendo un poder enorme.

Esta campaña electoral me ha cogido en un momento personal similar al del protagonista del libro del que les hablaba, una de esas encrucijadas en las que los primeros pasos determinarán otros muchos, un enorme camino, por lo que quien les escribe, de natural político, ha visto todo desde la distancia y el desapasionamiento, justo, extrañamente, en la ocasión en que por primera vez el sentido de mi voto puede coincidir con la candidatura ganadora, que es algo así como irse del concierto cuando va a sonar tu canción preferida en los bises. La lejanía nos impide apreciar los detalles, pero a menudo nos da una imagen general más exacta.

Las campañas electorales se han convertido en una gran agencia de colocación para maestros de lo contingente. Por eso las televisiones se llenan de expertos dando al aspecto más trivial -el color de la corbata, tal giro expresivo o un ademán inconveniente- la importancia más exagerada. Estos periodos son interesantes por otra cuestión, la de que ponen delante de todos, casi sin velos, los ladrillos con los que está construida no nuestra realidad, sino las ficciones que la representan. Conocemos más cómo somos -cómo nos hacen ser- por las promesas y amenazas que sobrevuelan un mitin que por los porcentajes de una encuesta.

El PSOE, por ejemplo, encarna en estas elecciones ese fenómeno tan contemporáneo que consiste en buscar en la historia -a menudo parcial y edulcorada- un refuerzo a la identidad perdida. Que esta organización ostentara la hegemonía política, cultural y social del país hace tres décadas y hoy llegue como un ciclista con pájara al 26J no responde a ninguna conspiración ni a ninguna campaña de desprestigio, sino al devenir natural de quien entregó toda su historia, identidad y naturaleza al altar del dios mercado. Por eso el PSOE en campaña es como un bar franquiciado con decoración de atrezzo, incapaz de ofrecer nada más allá de la burocrática astucia de Susana Díaz o el torpe encanto de Pedro Sánchez. Cuando no sabes quién eres ni a dónde vas es difícil opositar para capitán del barco, por mucha presunción de familia marinera.

Ciudadanos, por contra, es un partido magníficamente adaptado a nuestro presente, a la vacuidad de nuestro presente. Es como uno de esos servicios telefónicos de atención al cliente subcontratados por una multinacional para dar cauce a las quejas de miles de afectados por alguna idea absurda de algún ejecutivo listo. Por eso conduce como el cobre los mitos de la clase media que aún espera volver a antes del 2008, a saber: los emprendedores, los autónomos, la pequeña empresa, esa arcadia californiana falsa de por sí pero más falsa aún en un país con un capitalismo de terrones de tierra seca. El problema de Ciudadanos es que se ve afectado por su propia raíz, la derecha sociológica que, de posesiones pírricas, vive de odios hacia el catalán, el rojo y las subvenciones, triada fantasmal de asador. Por eso, incluso pretendiéndose Rivera joven y dinámica promesa del internet de los noventa le acaba saliendo un retrato del jefe de sección de unos grandes almacenes.

Y el PP a lo suyo, imbuido ya por completo en el espíritu de su líder, un señor con apariencia de pasante despistado de un bufete de provincias que nos acabará enterrando a todos. El partido líder de la derecha española es como una figurita hortera de porcelana con mil grietas unidas por el pegamento del dinero y la tradición, por eso aún está presente en tantos aparadores. De ahí que en esta campaña le haya bastado tan sólo una palabra, moderación, que suena a padre de familia enseñando a beber a su hijo. Da igual la extrema radicalidad con la que se ha comportado a la hora de saquear lo público -desde el recorte y desde la ilegalidad-, para sus votantes la sensatez no es una cualidad del juicio, sino una ensaladilla ética que les referencia la seguridad de su sillón orejero. Es la fuerza de la costumbre, del como Dios manda, de la política del refrán a granel. En épocas de incertidumbre el miedo tapa incluso a quien las ha provocado.

Y por último Unidos Podemos, cuya mayor virtud es casi su única carta, la de entender la necesidad del momento. Que una coalición de izquierdas aspire a ganar unas elecciones en Europa Occidental sería inédito de no ser por Grecia, a la que se pone como ejemplo de ineptitud, cuando no es más que prueba de la fuerza de chantaje de la Troika. La cuestión no es ya saber que hay hambre de cambio, sino de tener claro que ese cambio puede significar muchas cosas incluso dentro de su propio electorado. Quizá de ahí la sensación de que aún teniendo todo tan cerca la coalición ha brillado poco en la campaña, quedándose en un terreno alejado de la polarización, cuando no ostentando una cierta ambigüedad. Se arrastra algo también muy consustancial a nuestro momento, el miedo al conflicto, que a la mayoría, cierto es, le remite más a gresca que a desenlace. La ilusión, la sonrisa, la esperanza, recordemos, no son conceptos políticos, sino emocionales y como tal su atracción es tan poderosa como poco duradera.

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