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Así sería el Congreso si se aplicara la reforma laboral a aquellos que la aprobaron
"Tenemos que tomar conciencia de que somos sus jefes, de que tenemos el deber y el derecho de exigirles resultados y explicaciones", escribe la autora.
Si el Congreso y el Senado fueran una empresa y Juan Rosell fuera su presidente en estos cuatro años habrían cambiado muchas cosas para sus señorías. Gracias a la reforma laboral, Juan habría bajado los sueldos a sus ilustres empleados un 20%. Las mujeres como Ana Mato habrían notado más la pérdida pecuniaria porque ya vendrían sufriendo una brecha salarial con respecto a sus colegas varones y no le habría quedado otra que vender el Jaguar que guardaba en el garaje en el caso de que cayera en la cuenta de su existencia. Cuánto se arrepentiría de haberse gastado ese dineral en los cumples de sus hijos, aunque no hubiera sido suyo.
A pesar del malestar, Rosell habría convocado a los agentes sociales para la negociación de un ERE ante el derroche de dinero en el que se habrían convertido los gastos de tanto ministro. Así propondría un número ingente de despidos, una nueva bajada de salario y una bolsa de prejubilaciones con un listado que encabezarían Mariano Rajoy, Celia Villalobos, José Manuel García-Margallo, Jesús Posadas…, porque para el giro que la empresa tiene que dar se necesita sangre nueva y visiones creativas que entiendan el rumbo que va a tomar el mundo laboral y la necesidad de flexibilidad que ello supone.
Esperanza Aguirre no estaría en esta lista porque ya la habrían invitado a irse con un despido procedente por deslealtad y mala praxis. Ella lo habría denunciado por la vía legal pero teniendo en cuenta que puede haber hasta dos años de demora en los juzgados de lo social aún estaría a la espera de juicio, en la calle y sin indemnización. Por lo menos tendría tiempo para poder hacer memoria y recordar a todas esas personas con las que sale en las fotos a las que dice no conocer y que habrían saqueado la empresa.
A la pobre Rita Barberá no le esperaría un futuro mejor, con esa afición suya por no acudir a su puesto de trabajo sin otra excusa que la de quedarse en casa estaría de patitas en la calle por su absentismo laboral. El Senado, además, dejaría de existir, ya no le quedaría ni puesto de trabajo que reclamar. Rosell sólo vería una posibilidad de sacarle provecho con una reestructuración profunda o, como todos lo entendemos mejor, con su desaparición desmantelamiento total poniendo a la venta el edificio que ocupaba.
Para ser más competitivos aunaría varios ministerios en uno solo consiguiendo que la mitad de los trabajadores que había antes trabajen el doble por un 30% menos de salario. Se externalizarían servicios y para completar las plantillas en momentos de picos productivos se contrataría personal temporal con jornada parcial de baja cualificación.
Se acabarían las dietas, la salida de las 15:00 de los viernes, las faltas injustificadas, el internet de casa pagado, el iPad, los billetes de avión y un largo etcétera que no aparece en el convenio y que se ha ido desdibujando con el tiempo. «Para salir de esto tenemos que remar todos juntos», diría Rosell levantando la copa en la cena de Navidad, que se pagaría a escote por todos los asistentes. Ni rastro quedaría ya de las cestas de cortesía que se entregaban a cada uno de los empleados al finalizar cada año y aun así estarían agradecidos de tener trabajo.