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La lógica universal del expolio: reflexiones tras la muerte de Berta y sus compañeros
La historia del movimiento ecologista suele entenderse como una paulatina toma de conciencia acerca del deterioro que la sociedad humana en su conjunto causa en la Naturaleza, escribe Daniel Carralero.
Daniel Carralero // Hace unas semanas asesinaron a Berta Zúñiga Cáceres. La noche del 3 de Marzo, dos pistoleros entraron en su casa en La Esperanza (Honduras) y la mataron a sangre fría. Berta era la coordinadora general del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) y llevaba a sus espaldas una década de lucha contra la represa de Agua Zarca, proyectada en el río Gualarque y que amenazaba las tierras de cultivo tradicional de los lenca (principal etnia aborigen del país, a la que ella pertenecía), violando los tratados internacionales que defienden los derechos de los pueblos indígenas.
Esta represa, promovida por la mayor empresa de construcción de embalses del mundo –Sinohydro, propiedad del Gobierno chino- tenía como objetivo proporcionar energía barata para el desarrollo de las decenas de proyectos de minería que el Gobierno de Honduras ha aprobado desde el golpe de Estado de 2009 (y que también suponen con frecuencia la expropiación y la contaminación de tierras pertenecientes a comunidades de campesinos pobres). A través de su lucha, Berta y sus compañeros consiguieron detener el proyecto, forzando al Banco Mundial y Sinohydro a retirar la financiación. Por ello, Berta recibió el premio Goldman, conocido informalmente como “el Nobel del medio ambiente”.
La muerte de Berta no fue ningún accidente: aunque eso nunca la detuvo, la activista y su familia llevaban años recibiendo amenazas y las fuerzas de seguridad hondureñas, lejos de protegerla, parecen estar ahora obstaculizando la investigación. Desgraciadamente -y quizá eso sea lo más perturbador que este crimen ha sacado a la superficie-, tampoco es un caso aislado: apenas unos días después Nelson García, otro de los dirigentes de COPINH, fue asesinado de manera similar. En 2014 mataron y torturaron a William Jacobo y Maycol Rodríguez, también miembros del COPINH. Y en 2013 al líder comunitario Tomás García.
Y la lista sigue interminablemente: en un país donde hay decenas de concesiones de proyectos hidroeléctricos y mineros en tierras de las que depende la subsistencia de comunidades enteras, el asesinato de activistas se ha convertido en algo común. En su informe reciente ¿Cuántos más? la organización Global Witness denunciaba que Honduras es el país más peligroso del mundo para los defensores del medio ambiente: más de 3000 activistas ambientales ha sufrido condenas indebidas y al menos 109 fueron asesinados en este país desde 2010, aunque dado el frecuente encubrimiento de estos crímenes es muy probable que el número real sea mayor.
Quizá la primera reflexión que surge ante estos datos es acerca de la virulencia de esta violencia, casi inusitada: por poner la situación en perspectiva, ETA cometió 107 asesinatos desde 1994 hasta el fin de su actividad en 2011. Si tenemos en cuenta que el terrorismo etarra llegó a ser percibido por los españoles como el principal problema del país en aquellos años, ¿cómo se estará viviendo esta ola de violencia en Honduras, un país cinco veces más pequeño?
Ciertamente, esta cifra puede parecer menor en un país que registra quince asesinatos diarios (en España, actualmente, hay menos de un asesinato al día en promedio), pero ¿podemos imaginarnos lo significaría vivir una violencia de esas proporciones en la que además el Estado, en lugar de proteger a las víctimas, se dedicase a perseguir a sus defensores, a encubrir a los asesinos y a hacer negocios con las multinacionales que les pagan? Y claro, surge la duda: ¿Tiene sentido hacer esta comparación?
Vista desde Europa, esta historia evoca imágenes exóticas y lejanas de indígenas que habitan en selvas, de gentes que viven en comunión con la Naturaleza y escuchan la voz del río, en medio de un país pobre y corrupto, dominado por poderosas empresas multinacionales y en el que no cabe tener grandes esperanzas en el sistema judicial. Sin necesidad de muchos prejuicios postcoloniales, es extremadamente fácil aislarse intelectual y hasta emocionalmente del relato: por más indignantes que nos puedan parecer los hechos, han tenido lugar en otro mundo, sometido a otra lógica. Eso no podría pasar aquí, no tiene nada que ver con nuestros problemas.
Y sin embargo, debemos cuestionar esa tentadora sensación de seguridad: la historia del movimiento ecologista suele entenderse como una paulatina toma de conciencia acerca del deterioro que la sociedad humana en su conjunto causa en la Naturaleza. Esta concepción está tan extendida porque corresponde a nuestra experiencia inmediata del activismo ecologista, propia de ciudadanos de un país occidental, desarrollado y con un estado de derecho razonablemente consolidado.
Sin embargo, esta visión –a menudo interesada- es muy limitada porque presenta el conflicto meramente como una cuestión de sensibilidad (aquellos que aprecian la belleza de la naturaleza virgen, frente a los que no son capaces), difumina su dimensión política, económica y social y lo presenta como apenas un pasatiempo para gente rica sin otras preocupaciones más graves. Y desde luego, un pasatiempo por el que nadie mata ni tortura a nadie.
Por eso, este relato no puede explicar algo como la violencia salvaje desatada en Honduras contra los activistas y por tanto nos impide establecer ninguna relación entre la lucha de Berta Cáceres y nuestra realidad cotidiana: íntimamente no somos capaces de relacionar las luchas ecologistas –que entendemos como el tipo de cosas que suceden cerca: manifestaciones por el día de la Tierra, una hora al año en la que apagamos la luz o, como mucho, las imágenes descontextualizadas que nos muestra la televisión de activistas de Greenpeace pintando el Algarrobico o colgándose de la torre de una central nuclear- y un conflicto que, aunque gira en torno a la conservación de algunos de los últimos espacios vírgenes de la biosfera global, está mucho más cercano a una lucha por la tierra que a nuestra idea mediatizada de activismo ambiental.
Las expulsiones de Iberduero en España
Ahora bien, la historia del ecologismo también puede entenderse como una sucesión de luchas contra la apropiación ilegítima de bienes comunes por parte de actores particulares que buscan su propio beneficio (normalmente económico). Bajo este otro prisma, más general, pero no menos útil para describir nuestra realidad propia, descubrimos que la lógica de fondo es la misma que encontramos en los conflictos ecologistas de aquí: cuando una promotora construye un hotel en pleno Parque Natural del Cabo de Gata o Volkswagen falsifica las pruebas de emisiones de sus coches también están tomando ilegítimamente bienes comunes (la costa protegida, la capacidad de la atmósfera para absorber gases contaminantes) y deteriorándolos para obtener beneficios privados.
Y lo importante precisamente es esa lógica, porque es lo único que hace inteligibles estos conflictos y permite realmente comprender la noticia de sucesos del país centroamericano como algo que va más allá de una serie de historias dispersas y e inconexas. En realidad, en nuestro país también se ha despojado a campesinos de sus tierras para entregárselas a una empresa que quería explotar los recursos energéticos de la zona[1].
Sucedió en los años sesenta en Jánovas (Huesca), cuando Iberduero recibió una concesión para construir un embalse en el valle del Ara y fue expulsando a todos los vecinos del pueblo de mediante expropiaciones forzosas, chantajes y, finalmente, mediante la violencia. No sólo los abusos de la empresa –protegida por la dictadura franquista– quedaron impunes, sino que la presa ni siquera llegó a construirse.
Sucedió en 1977 en As Encrobas (A Coruña), cuando Fenosa decidió expropiar terrenos para extraer carbón con el que alimentar una central eléctrica en proyecto. También sucedió en 1980 en Cubillos del Sil (León) con la central de carbón de Compostilla: como en Honduras, los campesinos locales fueron desplazados de sus tierras de cultivo mediante chantajes, amenazas y finalmente por una expropiación ratificada por el Gobierno. También sus cultivos tradicionales fueron dañados por la contaminación y también ellos fueron ignorados por el gobierno y maltratados por la policía cuando intentaron oponerse a las excavadoras que entraban en sus tierras sin su consentimiento.
En todos los casos descubrimos historias similares de desinformación, coacciones, expropiaciones forzadas, indemnizaciones irrisorias y todo tipo de abusos de poder sobre poblaciones pobres y sin influencia política. Más aún: incluso vemos vecinos organizándose para defender su propia subsistencia enfrentándose al despojo y que, como en Honduras, son reprimidas por las fuerzas de seguridad del Estado, que defiende en todo momento a las empresas.
Y es que, una vez apartamos los aspectos más circunstanciales (ese telón de fondo de la selva centroamericana), podemos descubrir que nuestro propio país también tiene una larga historia de pueblos y barrios que se ven obligados a organizarse frente a empresas que se apropiaban de los recursos comunes –el aire, el agua y el suelo. La historia de la empresa multinacional que llega al país pobre y atrasado para expoliar sus recursos naturales, y que luego utiliza a las fuerzas del orden locales para reprimir las revueltas que causa la destrucción del mismo medio de vida de los indígenas no es tan nueva como parece.
Y en concreto, en este país debería recordarnos a Riotinto en 1888, “el año de los tiros”, con la Guardia Civil y el ejército disparando contra mineros y campesinos por protestar a causa de las jornadas de 12 horas y la contaminación que destruía sus cosechas[2], y matando a más de cincuenta civiles desarmados en lo que se ha llegado a considerar la primera protesta ecologista de la Historia.
Desgraciadamente, aunque la violencia extrema de estos sucesos ha quedado relegada al pasado, no ha sucedido lo mismo con la represión de las protestas medioambientales, ejercida a menudo por el Estado: desde los dos muertos y decenas de heridos en Erandio por la contaminación atmosférica de la industria metalúrgica local en 1969 hasta la activista herida el pasado noviembre cuando embarcaciones de la Armada española embistieron a una zodiac de Greenpeace para proteger las exploraciones petrolíferas de Repsol.
Sólo hablando de la cuestión de los residuos, a lo largo de las últimas décadas hay un incontable número de heridos y detenidos en protestas contra los vertederos, las metalúrgicas, las petroleras, las industrias del cloro y el flúor, las minas, las incineradoras, y un largo etcétera. Y por supuesto, en paralelo queda un reguero de inmensa destrucción medioambiental: desde las montañas arrancadas por la minería del carbón de cielo abierto en el Bierzo (Laciana, Tremor de Arriba) a los vertederos de Nerva o Almadén, desde la contaminación masiva de la mina de Portman en Murcia o la ría de Pontevedra arrasada por la celulosa, a los vertidos de Aznalcóllar, de nuevo llevados a cabo por Bolidem, una multinacional que resultó completamente impune[3].
Y en todos estos conflictos siempre la misma lógica del expolio: los recursos de todos son arrebatados a las comunidades que los necesitan para vivir, privatizados y convertidos en beneficios para una minoría privilegiada.
Por supuesto, decir que la lógica de fondo del conflicto es la misma no significa decir que los conflictos son iguales: indiscutiblemente, las circunstancias sociopolíticas en España no son comparables a las de Honduras y es evidente que, por más que la represión legal se esté endureciendo recientemente, las consecuencias de hacer activismo –medioambiental o de cualquier otro tipo- son muy diferentes en España y en Honduras. Sugerir lo contrario sería hacer demagogia y faltar al respeto a los miles de represaliados y cientos de asesinados del segundo país.
Sin embargo, este cambio de perspectiva nos permite comprender que la diferencia es mucho más circunstancial de lo que se suele pensar, y desde luego no se debe a que el conflicto en sí sea esencialmente distinto. Y es que en cierto modo, la diferencia entre los conflictos ecologistas en Honduras y en la España actual se asemeja a la que existe entre los conflictos acaecidos en nuestro país hace décadas y los que tienen lugar ahora: es evidente que ni la destrucción del medio ambiente, ni la crueldad de la represión de 1888 o de la dictadura franquista son comparables con los de la actualidad.
Pero esto no se debe a que los directivos de la empresa Bolidem tuvieran planteamientos muy diferentes hacia la ciudadanía o el medio ambiente que los de los de Rio Tinto Ltd. (o los de Synohidro), sino a que gracias a los avances sociales y políticos que nuestro país ha alcanzado las últimas décadas, el medio ambiente y los derechos humanos disfrutan de un nivel de protección mucho mayor. Indiscutiblemente, los sucesos del “año de los tiros” serían políticamente inasumibles hoy en día, pero la lógica de explotación natural y social permanece igual entonces y ahora, en Honduras o en España, y sólo el grado de desarrollo social y la calidad de los derechos democráticos nos protegen de la barbarie y el expolio.
De Chico Mendes a la cumbre de Río
Es importante recordar esto porque desgraciadamente la muerte de Berta no tiene mucho de nuevo: ejemplos como el de Chico Mendes o el de Ken Saro-Wiwa (este último también premio Goldman), asesinados en 1988 y 1996, evidencian que el asesinato de activistas que se oponen pacíficamente a la privatización del patrimonio natural viene de antiguo.
Sin embargo, a medida que los recursos naturales se vuelven más escasos –incluyendo aquellos que siempre hemos dado por supuestos, como el clima estable, la lluvia o la tierra cultivable- y la desigualdad económica crece (no sólo entre el Norte y el Sur global, sino también en el seno de todas las sociedades desarrolladas), este tipo de luchas se extiende por todo el planeta, y la violencia con que son reprimidas se recrudece.
El informe A Hidden Crisis de Global Witness, publicado en 2012 durante la Cumbre de Río+20, revela cómo la protección del medio ambiente se está convirtiendo en uno de los principales campos de batalla de los derechos humanos: mientras sólo el 20% de los bosques originales del planeta permanecen intactos y el 25% de la tierra se ha degradado en los últimos 20 años (en parte a causa del cambio climático global), la demanda de recursos y superficie cultivable no deja de crecer.
Al mismo tiempo, el agotamiento de los hidrocarburos convencionales y el constante aumento de su demanda obliga a recurrir a técnicas de extracción mucho más agresivas y dañinas para el medio ambiente y las poblaciones cercanas como el fracking, la perforación de aguas profundas o la explotación de arenas bituminosas. Como resultado, el número de asesinatos conocidos[4] en disputas sobre el uso de la tierra (a menudo relacionadas con proyectos hidroeléctricos, minería, deforestación o ganadería intensiva) se ha triplicado en una década, superando ya al de los periodistas asesinados realizando su labor (116 frente a 60 en 2014).
Aunque estos asesinatos se producen en países del Sur como Brasil, Perú, Filipinas o Tailandia, son el resultado de un proceso global, y por tanto sería muy ingenuo esperar que en el Norte podremos permanecer eternamente aislados de sus consecuencias, especialmente en una época de continuos retrocesos democráticos, en la que nuestros frágiles estados del bienestar se ven amenazados por ese aumento de la desigualdad sin precedentes. Ejemplos de cómo comienzan a difuminarse las fronteras tradicionales que nos separan de estas realidades aparecen ya con alarmante frecuencia en lugares hasta ahora considerados “próximos” y “desarrollados” como Grecia, EEUU o incluso Canadá [5].
Así, al sentir la indignación por el asesinato de Berta Cáceres, no sólo debemos recordar que quienes participan en las luchas ambientales del Sur global –a menudo sostenidas por poblaciones indígenas y también a menudo lideradas por mujeres- al defender sus derechos más básicos (la tierra, el agua, la cultura, en definitiva, la propia supervivencia) están también luchando por nosotros, manteniendo los últimos restos intactos de la biosfera.
El mismo conflcito, con menos violencia
Además, deberíamos tratar de comprender que la lógica detrás de su conflicto es global y que el medio ambiente, lejos de tratarse de una cuestión de sensibilidad para estómagos llenos, se está convirtiendo en el objetivo uno de los principales conflictos políticos de nuestro tiempo. Que, si bien nosotros estamos protegidos de los peores extremos de la violencia, también en nuestros países del Norte hay gobiernos que regalan los recursos naturales de todos a grandes empresas y usan las fuerzas de seguridad del Estado para protegerlas de las protestas de los que lo pierden todo.
Que la lógica de fondo que subyace en Agua Zarca es la misma que se esconde tras la destrucción del litoral español por el ladrillo, la privatización de empresas públicas rentables, o en definitiva, del rescate del sector bancario con cargo a la deuda soberana tras la crisis financiera: la apropiación de lo que es de todos para el beneficio de unos pocos. Berta estaba luchando en uno de los miles de frentes desconocidos de esa inmensa guerra global que es la lucha contra el Cambio Climático y el colapso ambiental. Y estaba luchando en nuestro bando, tratando de preservar un fragmento de la menguante diversidad ecológica y cultural de nuestro planeta. Quizás la mejor forma de recordarla, a ella y a todos sus compañeros, sea comprender de una vez hasta qué punto su lucha es también nuestra lucha.
[1] Estos episodios son descritos en detalle por José Luis Velasco en el libro “Crónicas Eléctricas”, publicado por Akal. Es importante destacar que, como sucede en el salto de Agua Zarca, estos conflictos surgen en regiones y sociedades que, por su bajo nivel de desarrollo, son ya excedentarias en términos de energía y que por tanto no resultan beneficiadas por la explotación de sus recursos: en todos estos casos se trata de exportar esa energía a otros.
[2] Es interesante resaltar que la contaminación era causada por la técnica de “cementación artificial” utilizada para obtener el cobre, que en aquella época ya había sido prohibida en Inglaterra, país de origen de la Rio Tinto Company Ltd.
[3] Joaquín Fernández, „El Ecologismo Español“.
[4]Debido a la cultura de la impunidad y a la falta sistemática de información al respecto que también se denuncia en el informe, es de suponer que el número real de muertos es mucho mayor.
[5] Incluso en nuestro país, donde técnicas como el fracking aún no se han desarrollado a gran escala, podemos encontrar ejemplos muy parecidos, tales como el proyecto del almacén de gas natural CASTOR, llevado a cabo sin una correcta evaluación ambiental, que desencadenó una serie de terremotos la costa de Castellón y fue premiado por ello con un ingente rescate público.
Daniel Carralero es miembro del Observatorio Crítico de la Energía