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El valor

La masacre de Orlando, las protestas de Francia, las elecciones en España... "Hace falta valor para vivir en una realidad que te marca por ser quien eres", reflexiona el autor.

Marsella, Francia. Una calle repetida a lo largo de Europa, en esa asimilación que todas las ciudades con pretensiones turísticas han sufrido, es escenario de una batalla. Rusos e ingleses pelean destrozando todo lo que encuentran a su paso, destrozándose a ellos mismos. A diferencia de Balaclava, la batalla de la Guerra de Crimea que a mediados del XIX pasó a la historia por la dudosa épica de la Brigada Ligera, no hay sitio siquiera para una posterior reconstrucción heróica de los hechos. Allí la violencia es la del asfalto, la de varios salvajes pateándole la cabeza a otro que no supo correr a tiempo. Allí la violencia carece del brillo del acero de las espadas de caballería, del colorido de las casacas o los penachos de plumas de los sombreros, una representación estética que, junto a los himnos, ocultaba la ruindad de unas ambiciones económicas de las élites de los respectivos países. Allí la violencia no es más que el grito desesperado de una vida tan vacía que coquetea con la muerte, con la propia o la dada. Allí no hay valor, hay nihilismo.

Orlando, Estados Unidos. Un tipo entra con un arma automática a un bar y mata a 50 personas. Tras el suceso, que recuerda poderosamente a los atentados de París, se empieza a poner de nuevo en marcha esa noria manejada por gente como Donald Trump, aquella que transforma los frutos de una región, Oriente Próximo, llevada al desastre por guerras dirigidas, en el alimento de la xenofobia, una excusa para enfocar el espejo del odio hacia donde conviene. Sin embargo algo falla en la narración. El lugar del atentado es un club nocturno donde el público asistente es homosexual, el pistolero, de ascendencia afgana, tiene la misma conexión con el ISIS que la mayoría de nosotros, verlos por la tele.

De repente se diluyen los je suis y el atentado contra el mundo libre pasa a ser un vulgar asesinato múltiple, el terrorista toma a la categoría de desequilibrado. Es lo que tiene cargar el odio en lo interno un día sí y otro también contra un grupo social muy determinado, que un individuo perfectamente cuerdo -dejen en paz a la locura- decide que hay que poner fin a Sodoma. Uno que se echaba selfies ridículos en el espejo del baño. Aquí también hay valor, el de esos y esas que no podían ni donar sangre para sus amigos porque las leyes de Florida atribuyen impureza a la misma, el de esos y esas que, ni siquiera muertos a decenas, son nuestras víctimas. Hace falta valor para vivir en una realidad que te marca por ser quien eres.

Volvemos a Francia, a otra batalla, una en apariencia entre trabajadores y la policía, que no es más que la lucha de los sindicatos contra la reforma laboral del gobierno Hollande. Todo es confuso. Hace nada parecía que el país vecino se escoraba hacia la ultraderecha del Frente Nacional, hoy las calles están llenas de banderas rojas. Veo una foto de los estibadores del puerto de La Havre, contenedores apilados con el dibujo de un gigantesco puño, los obreros encima repitiendo el saludo. Utilizan sus propias cadenas como elementos de liberación, de identidad, de orgullo. A mí me parece un gesto glorioso. A los que no se lo debe parecer tanto es a los intelectuales que hace unas semanas salivaban con la Nuit Debout. Parece que la insurrección sólo nos conviene cuando podemos aplicar nuestros libros a la misma. Los trabajadores franceses están en lucha contra algo más que una reforma o un gobierno, están en lucha contra un exterminio de clase, ese que quiere transformarnos en unidades aisladas de producción, una maniobra que pretende hacer pasar a los explotadores por clientes, a la fuerza de trabajo por servicios, a nuestra conciencia por competencia. Es el mayor robo de derechos de la historia reciente pero hemos de tomarlo como una oportunidad, como una reinvención. Hace falta mucho valor para plantarse ante los que manejan la historia, ante los que pintan el cuadro que nos explica, ante los que te quieren ver muerto como clase.

Una mujeres hablan sobre el debate electoral en un tren de cercanías, ese dispositivo para mover la fuerza de trabajo de la periferia de una gran ciudad. Comentan que están cansadas de escuchar esa mentira de la recuperación. En su vida todo sigue igual, igual de mal. Ellas nunca saldrán en una tertulia, su opinión nunca será tenida en cuenta por los amos de la opinión publicada. Y de una cierta manera lo saben y se rebelan, en un vagón, ese ágora móvil antes del silencio obligado no sea que las escuche el mando intermedio. No hablan de Venezuela, no les da miedo el comunismo, lo que les aterra es que sus hijos carezcan de futuro. Habrá que votar a los nuevos, y si los nuevos no lo hacen bien, ya veremos, dice una de ellas. Su voto no es explícitamente ideológico, pero a la vez tiene una carga de ideología enorme, la del valor nacido de la desesperación y mantenido por la ausencia de alternativas.

Otra mujer de su misma edad se sube al tren. Suelta un discurso aprendido con un acento muy lejano, una de esas formas de hablar de quien dejó atrás su país hace mucho y ha pasado por demasiados lugares. Pide algo de dinero para comer. Pide porque es pobre, porque otros la han hecho pobre. En una especie de agradecimiento al pasaje canta el Shalom Aleijem y la canción viene de muy lejos, de otros trenes y otros tiempos, que se nos acercan cada día más. Hace falta mucho valor para pedir, para cantar, para mantenerse en pie ante unos desconocidos y asumir quien eres. Hace falta mucho valor para vivir así.

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