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Psicogeografía de la Castellana

"Quién les iba a decir a los crupieres del mercado, las finanzas y el fisco, que un grupo de periodistas sin casi medios pero con mucho oficio, les iban a empezar a sacar los colores".

Todas las calles, desde la aldea más diminuta hasta la ciudad más grande, tienen una personalidad definida. Se podría decir que sus habitantes les acaban dando algo así como un espíritu, una sensación que el paseante ajeno a ellas capta a la perfección inmediatamente. Se me ocurre explorar mi ciudad, Madrid, desde una mesa en el Retiro, apurando los últimos días de Feria y con la compañía de un café con hielo que perece rápidamente frente al insistente calor, en esa doble faceta que le asalta al escritor sin profesión, que es como un rey con corte pero sin corona.

Una ciudad se conoce a través de las estaciones de metro y las amantes, esto es, trabajo y escapatoria. Uno recuerda las plazas por los años que pasó bajo el peso de las nóminas o los portales por esas mujeres que fueron refugio nocturno y amor efímero. Y por casi nada más. Alguna fiesta memorable, el piso lleno de discos de algún amigo, escaramuzas fallidas y noches de tropezones. Las casas donde viviste, por la pena del naufragio, es mejor no recordarlas.

Me viene a la cabeza Cuatro Caminos, zona limítrofe entre el Chamberí arbolado y el Tetuán sin espacio, rotonda de paso, un pequeño trasunto del antiguo Tokio en medio de la capital. Gente sentada en las barandillas, sea la hora que sea, esperando, sin saber muy bien el qué. En uno de los bares, que hoy ya no sé si existe, me torturé el estómago con café de la densidad de la pena del oficinista.

Mesón de Paredes es esa calle que une la Glorieta de Embajadores con la Placilla del Progreso, vía de pronunciada pendiente, tiendas de mayoristas chinos y africanos tratando con la vida. Resiste, en su ecuador, la única inscripción que se conservó en Madrid de la República Española. Y encima es del 34. Antes, cuando el que escribe no levantaba un palmo e iba de la mano de su abuela, había bares con platos sencillos, precios populares y un pulpo con chistera y bastón invitando a la entrada. También ultramarinos y hasta una vaquería. Todo cambia, nada permanece.

O los Jardines de Sabatini, ese Versalles en pequeñito a la vera del Palacio Real, donde siempre me viene a la cabeza la Gallinita Ciega de Goya, pese a no estar ambientado ahí. El olor pegajoso de los tilos, las fuentes dieciochescas, los bancos de piedra con los agujeros de la barrena llenos de tierra. Estos jardines son primavera y granizado de limón, intuición de horizonte y puesta de sol que dura lo que dura un beso de primeras tardes.

Y luego está la Castellana, avenida hacia ninguna parte, downtown a medias, frío de granito. Uno sabe dónde acaba su ciudad cuando empieza a dejar de reconocer a la gente entre la que anda. El Paseo del Prado son turistas, intento de Ilustración y el canalleo que baja de Atocha. Recoletos son libros viejos, la ancianidad del Gijón y la Biblioteca Nacional. Y para. Porque Colón, para mí, es como Plaza España, un lugar que rara vez atravieso porque lo que hay más allá no me gusta.   

Por eso cuando he leído lo de los Papeles de la Castellana, antes incluso de abrir la noticia, sabía perfectamente de qué se trataba.

Esta avenida es un surco de proporciones imposibles, una herida demasiado grande que da la sensación de no estar habitada por nadie. Edificios racionalistas de los 50 con esa pesadumbre de cristales tintados de burguesía nacional-católica, un trazado inacabable que viene bien para los maratones o, incluso, en ese felizmente olvidado espíritu olímpico, como proyecto de canal piragüistico. De la Castellana lo único que se salva es el campamento de Sintel, el Museo de Ciencias Naturales y el sonido de la Costa Fleming. Ni siquiera Nuevos Ministerios, que es lo más soviético de la Villa y Corte, me produce simpatía.   

Y sí, hay incomprensión de clase ante la zona, sobre todo al ver barreras de paso en calles públicas, demasiado ejecutivo y tener grabado el sonido de las escopetas y los porrazos con los que allí se recibió a los mineros. Además, ni Azca ni las Kio ayudan, que desde El Día de la bestia todos sabemos quién habita allí.

Si Velázquez y Goya son un intento de París con complejos, la Castellana son unos Campos Elíseos muy terrenales, que siguen avanzando hasta Chamartín, ya a la sombra de ese cuádruple capricho vertical, monumento inesperado a la época del ladrillazo. Quién les iba a decir a los crupieres del mercado, las finanzas y el fisco, que un grupo de periodistas sin casi medios pero con mucho oficio, les iban a empezar a sacar los colores. Es lo que tiene, supongo, estar a tanta altura del suelo: que las caídas cuando son inesperadas son aún más sonoras.

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