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De palabras y dolor
"Me da miedo que la ideología, al final, sólo valga como ansiolítico frente a las frustraciones de lo real", reflexiona el autor.
¡Qué extraño es verme aquí sentado,
y cerrar los ojos, y abrirlos, y mirar,
y oír como una lejana catarata que la vida se derrumba,
y cerrar los ojos, y abrirlos, y mirar!
Gabriel Celaya
La actualidad es una imposición de prioridades, la cadena de mando de la opinión, nuestro ventrílocuo particular. Y es muy difícil escapar de ella. Me propongo, un día más, no gastar una sola palabra en las redes sociales -simulacro de vida- dando una réplica que no pasa de rumor lejano frente al estrépito de una locomotora. No lo consigo. Hoy, además, estoy furioso, en ese estado que da la impotencia de la razón frente a la manipulación desmedida y me dedico a soltar frases como golpes en la barra de un bar. Los que ya pensaban como yo aplauden, mi madre, creo, desconoce mis soflamas.
Me aterra ser una máquina de opiniones que se disuelven como un azucarillo en café demasiado caliente. Me da miedo que la ideología, al final, sólo valga como ansiolítico frente a las frustraciones de lo real. Me entristece la ética de la negación, el permanente juego al contraataque, que me devore el personaje atribulado. Sobre todo porque dudo, seriamente, que todas las toneladas de signos tecleados apenas tengan una mínima repercusión en la vida de la gente que me rodea. Les hago una confesión, de mis amigos -esas personas delante de las que se puede llorar sin sonrojo- creo que apenas me leen, esporádicamente, un par.
Y les entiendo, no se crean. Lo de transformar la historia me parece un gesto heróico y, tal como se está poniendo Europa de parda, necesario. Pero a veces pienso que la vida es tan corta que me conformaría con saber esquivar a la historia, al menos por un rato. Creo que por eso juego a la Primitiva, una ridícula tradición que me hace sentir parte de lo aceptado, del consenso, de la amabilidad de lo que todo el mundo hace. Por un euro compro la ilusión de un improbable paraíso, pero sobre todo sentirme ausente de conflicto. No me toca nunca, claro. El problema es cuando, en una inversión de incapacidades, no son ya tus textos sobre conflicto los que no tocan a los más cercanos, sino el conflicto de los más cercanos el que te pasa desapercibido a ti.
Sabes que alguien necesita de tu ayuda, de tu comprensión, cuando su tristeza no es coyuntural, sino cuando se vuelve angustia y ocupa horas, días y meses, brotando como un reguero entre las grietas de una presa mal construida. Sabes que alguien está mal cuando te explica todo en el momento más extemporáneo, porque el conflicto, y más cuando es personal, no entiende de etiqueta, horarios y formas. Y lo peor, en estos casos, es la inutilidad de la respuesta, una mezcla de palabras torpes, buena intención y racionalidad de saldo. La gran tragedia de las grandes frases es que nunca están cuando se las necesita. Y casi mejor.
Porque la palabra, aquí, da forma a esta historia por lo que leen, pero también por lo que subyace. Lo primero porque algunos dependemos en exceso de la misma y cuando no surge se vuelve sombra para lo que debería ser evidente: el silencio prolongado como refugio, la mirada lejana más allá de las paredes, el sueño huidizo que deja los ojos ribeteados. Lo segundo porque la palabra, para otros, es alimento, asidero en un mundo hostil, necesaria huella de lo que llevan dentro. Por eso, para quien escribe, para quien escribe como respira, el no poder hacerlo otorga a la cotidianidad el peso de unas cadenas de calabozo. Tercero porque la palabra, cuando la herida está abierta, tiene el mismo valor que el dinero en la República de Weimar, porque describir las cosas no significa curarlas.
Al final todo se resume en que podría hacer una extensa disquisición sobre el trabajo asalariado, el mercado cultural o el sector del libro y todo eso, aunque cierto, no valdría de nada para paliar el dolor cercano. Porque cuando la palabra no paga alquileres o llena neveras, cuando no cancela facturas de la luz, toma la consistencia del humo. Las únicas palabras que ahora me valdrían serían las que por su valor de cambio pudieran comprar algo de tiempo, unas horas al día, para permitir que otras palabras, de otra persona, afloraran a la superficie y se llevaran eso que les contaba de los silencios, las miradas y el insomnio.
Porque es injusto que, al final, la capacidad para tener tiempo liberado es lo que determine quién puede disponer de su creatividad o ahogarse en ella. Porque no estamos tan sobrados de personas que miren a la realidad al margen de provecho, tendencias y réditos. Porque, aun no pudiendo transformar un oficio en profesión, nadie debería estar condenado al silencio. Porque no se puede esquivar a la historia ni a los grandes temas, pero tampoco olvidar cuidar a quien queremos.