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Comunismo costumbrista
La apelación al comunismo, agitado como elemento estructural de la nueva campaña del miedo contra la izquierda
Un grupo de pobres avanza por una calle de una capital de provincia del norte de España montando un revuelo considerable. Pobres de toda la vida, aquellos llamados menesterosos, que formaban parte del fresco de las calles en piedra, frío y blanco y negro. A saber, el trapero y su familia, tiznados y con los hierros de remover basuras, el ciego mendicante de iglesia, un gitano y el cojo, al que todos aclaman, que perdió la pierna en una guerra. La algarabía se debe a que les ha tocado la lotería, porque es Navidad y, a veces, los milagros suceden. Unas señoras de la alta sociedad, mientras que toman el café, les ven pasar y horrorizadas comentan: “¡Ay, Dios mío, ha estallado la revolución!” La escena no ocurrió nunca -que sepamos- más allá de darse en las páginas de una colección de cuentos que Rafael Azcona publicó a principios de los sesenta. La tragedia se expresa más a menudo de lo que creemos a través del absurdo. O al revés.
La estupefacción de las damas -las imaginamos dejando caer el monóculo en el café- vuelve hoy a recorrer titulares, platós y micrófonos a raíz del inicio de la “campaña” electoral, que se anticipa tan rastrera como polarizada. Arena en los ojos y todos (el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes) al grito de: “Ay, Dios mío, regresan los comunistas”. Y todo, como ya supondrán, por el pacto entre Podemos e IU. La cosa no ha hecho más que empezar y el mes y medio hasta las elecciones promete dejarnos algunos episodios memorables.
Esta estrategia del miedo resultaba esperable, como no se cansaron de argumentar los teóricos de la transversalidad. Lo que nos falta por ver es si es tan efectiva como se supone y pretende. En principio, la sensación, es que basta con un reconocimiento diáfano de la acusación para que el asunto, retóricamente, no vaya mucho más allá. El Excusatio non petita, accusatio manifesta es lo que sucedía cuando ante la pregunta se respondía con evasivas, cabriolas y significantes flotantes. Cierto es que para una parte decreciente de la población conservadora -la edad no perdona- el comunismo es como el sexo, por no nombrarlo se le llama “eso”. Como no es menos cierto que para otra mucha gente el comunismo no es más que un concepto entre críptico y exótico, que dependiendo de la edad refiere desde Víctor Jara hasta Iván Drago, algo que está dando el salto de los documentales de historia a la actualidad. Y eso entraña tantos riesgos como oportunidades, dependiendo del lado desde el que se mire.
Lo que sí resulta sorprendente es lo claro que, de repente, tienen los todólogos el concepto de comunismo. A menudo sobre lo que más se ha escrito, pensado y argumentado es lo más difícil de definir. Hagan la prueba: sienten a cuatro comunistas en torno a una mesa y pregúntenles qué es el comunismo, a ver si obtienen una definición clara antes de que vuelen los platos y los tenedores. Los Jemeres Rojos se decían comunistas, a pesar de sus buenas y fluidas relaciones con el Foreign Affairs británico y sus tendencias genocidas. Comunistas también eran los vietnamitas, que después de derrotar al Imperio, tuvieron que intervenir en Camboya para pararles los pies. Comunista se dice Corea del Norte, donde, como en España, el cargo de jefe de estado es hereditario. Comunista se dice China, mientras que debajo de la efigie de Mao desaparecen los libros rojos y se acumulan los yuanes, los inversores del mundo libre y unos cuantos millones de explotados. Comunista era el Ché, Allende, Chávez y es Fidel, lo que no quita para que cada uno pensara y actuara de formas tan equivalentes como alejadas. Picasso, Godard, Gorki o Hernández eran, más o menos, comunistas, siendo bastante complejo sistematizar sus propuestas artísticas en una sola. Y esto sin meternos en el asunto teórico, casi familiar, en hilos que pueden pasar por Albania, la Escuela de Frankfurt o el trotskismo. A mí, si me preguntan, les diré que me agrada más Vázquez Montalbán que de Stajanov, por una cuestión, más que de pereza, de sobremesa.
En esto, como en casi todo, el debate público no trata de establecer un acercamiento sosegado, una confrontación honrada de ideas, un intento de aproximación formativo. El comunismo no es más que el arma arrojadiza de los que, habiendo predicando el fin de la historia, se encuentran con que a la serie aún le quedan unas cuantas temporadas. Algo muy descriptivo de este fango discursivo es que al que se dice comunista se le exige responsabilidad por todo lo sucedido bajo la bandera del comunismo en toda su historia, forma y lugar. Algo así como si a Albert Rivera le preguntaran en cada entrevista si se identifica o condena la hambruna de Etiopía, las bombas nucleares sobre Japón, los genocidios de la Reina Victoria o el sistema de maquilas de Bangladesh. La honradez intelectual cuando de lo que se trata es de conservar privilegios ni está ni se la espera.
Y luego llegan los que se enfadan mucho cuando escuchan utilizar el nombre del comunismo en vano, que suelen coincidir con esa tipología de personas que, siendo cuidadores del museo, han acabado creyéndose los héroes que aparecen en las pinturas. Lo cierto es que ni los programas de IU ni Podemos pueden ser calificados de comunistas globalmente – son bastante más tímidos que el del laborista Clement Attlee en el 45, por poner un ejemplo- sino un recetario de urgencia con medidas de corte socialdemócrata. Y ante esto caben dos preguntas. Una muy concreta: ¿cómo pueden evadir la trampa crediticia con la que se dobló el brazo a Syriza? La otra, de corte más teórico, queda pendiente para los que utilizan el calificativo de reformista o revisionista (dependiendo de la potencia calórica del desayuno, imagino) y es si alguien dispone de una teoría acabada para transitar del actual estado de cosas al siguiente aplicable en un mes y medio. Cuestión de plazos, momentos y objetivos. Y también de postergar, indefinidamente, qué se considera horizonte y cómo llegar a él. A veces no es tan importante lo que se dice ser como lo que se puede (llegar a) ser.
Para bien o para mal, lo cierto, es que por muchas alusiones al comunismo que surjan en campaña, este concepto tan concreto y a la vez tan difuso no tiene ninguna responsabilidad en la política mundial de los últimos 25 años y mucho menos en la situación del país en la última legislatura. No han sido los comunistas quienes han empezado a legislar para recortar libertades civiles, no han sido los comunistas los que han echado a la gente de sus casas, ni quienes se quedaron con el dinero de las acciones, ni quienes hundieron los negocios de barrio. No han sido los comunistas los que robaban mientras que consideraban imprescindible recortar en dependencia, educación o sanidad. No es el comunismo el que prometió unos cuantos millones de puestos de trabajo y sólo ha sido capaz, sistémicamente, de ofrecer paro endémico o precariedad de por vida. Las incógnitas se admiten, faltaría, lo que no caben son las acusaciones y menos de los mismos que lo que buscan desesperadamente es una coartada para sus desmanes.
Aunque es posible, que además de la evidente excusa, el comunismo siga dando mucho miedo, no tanto, hoy, por la revolución, sino por aquello que decía Walter Benjamin respecto al mismo: “Dios nos conserve siempre el comunismo para que, ante él, aquella chusma no se vuelva aún más desvergonzada; para que la sociedad de aquellos únicos autorizados a disfrutar, se vea al menos, cuando va a dormirse, atenazada por una pesadilla. Para que al menos pierdan el deseo de predicar moral ante sus víctimas e incluso hacer chistes sobre ellas”.