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Cínicos
El autor reflexiona sobre los cínicos de la antigua Grecia, que trataban de ser honestos, y los cínicos del siglo XXI, con Mario Conde a la cabeza.
José María Agüera Lorente* // Hay palabras cuyo significado cuesta trabajo explicar. Los profesores lo sabemos muy bien. Las hay –las de elevado grado de abstracción, sobre todo– que se hallan preñadas de matices y esconden escotillones semánticos que únicamente cabe aprehender y abrir dotados del preciso conocimiento de su historia y sin perderle nunca la cara a la realidad a la que, en cualquier caso, las palabras refieren. Tomemos, pongamos por caso, la palabra cínico. Hagamos por rebuscar en los antecedentes que conforman su génesis. Quién sabe si en el proceso aprendamos algo acerca de la propia naturaleza del espíritu que anima nuestra cultura y, más profundamente, de las raíces de la condición humana.
El vocablo cínico proviene de kynikos, término griego parido por la antigüedad helena, reconocida hasta la saciedad como uno de los progenitores de la egregia civilización europea. kynikos deriva de kynos, que significa perro en castellano. Antístenes de Atenas (444-365 a.C.), que se reconocía seguidor del venerado Sócrates, fundó una de las variadas escuelas orientadas a ofrecer directrices sobre la vida buena en un momento de cierta desorientación social –el llamado período helenístico– en el que se puso de moda lo que hoy sería calificado como una especie de coaching existencial. La estableció en el Kynosarge (Mausoleo del Perro) de la polis del Ática. Básicamente proponía tomar ejemplo de la naturaleza y de los animales; exhortaba a un pensamiento individual y a llevar una vida sencilla, autosuficiente y alejada de los placeres materiales.
Matthew Stewart, en su popular libro La verdad sobre todo, y que según reza su propio subtítulo es Una historia irreverente de la filosofía, califica a los cínicos como «los hippies del mundo antiguo» (o los «perro flauta» de entonces, que diría más de uno). Igual que los jóvenes de la contracultura de los sesenta aquellos filósofos melenudos propugnaban la liberación respecto de las convenciones sociales. Éstas son, a fin de cuentas, el producto moral (mores) de la sociedad que en ellas plasma su carácter (ethos), el cual para los discípulos de Antístenes –como para, por cierto, los que creyeron siglos después en hacer el amor y no la guerra– se hallaba esencialmente corrompido y desnaturalizado. Eran espíritus libres que merecieron a criterio de sus conciudadanos el nombre de cínicos, de perros, principalmente porque los griegos antiguos concebían a los perros como criaturas desvergonzadas.
Así veían a Diógenes de Sínope (404-323 a. C.), el más célebre de los cínicos, ya saben, el que vivía en un tonel y del que se han servido para poner nombre al dichoso síndrome de la acumulación de trastos inservibles y basura, lo que él nunca hizo, y menos de forma patológicamente compulsiva, pues defendía la vida despegada de las cosas materiales. Tampoco era hombre afecto al poder, ya fuese político o económico, según se desprende de algunos episodios biográficos que de él se conservan. Véase la anécdota de las lentejas: Diógenes vivía de manera muy sencilla, y comía de lo que le daba la gente. Un día estaba almorzando un plato de lentejas. En ese momento llegó Aristipo, otro filósofo, quien trabajaba para el rey, y le dijo: «Mira, si tú trabajaras para el rey, no tendrías que comer lentejas». A lo que el habitante del tonel le replicó: «mira, si tú comieras lentejas, no tendrías que trabajar para el rey».
El mentado Matthew Stewart ve en las historias de este filósofo el talento propio de los cómicos actuales que, con su afilado humor, denuncian el engaño y la hipocresía. En efecto es lo que nos dicen las historias que de su vida nos han llegado, y que nos muestran a un Diógenes que vagaba por las calles y usaba a la menor ocasión su mordaz ingenio para desvelar a la ciudadanía sus enfermedades morales. Así se veían los cínicos a sí mismos: como una especie de médicos del alma. Como desempeño de este oficio cabe interpretar muchos de los episodios que de Diógenes recopila su homónimo de Laertes en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. En esta obra se cuenta –entre otras sabrosas anécdotas– que el de Sínope fue visto en cierta ocasión caminando por las calles de Atenas con una lámpara encendida a plena luz del día. Cuando alguien le preguntaba por qué tenía la lámpara prendida Diógenes contestaba: «Estoy buscando a un hombre honesto». He aquí la quintaesencia de la condición del cínico: la necesidad de ética unida –ay– a la carencia de fe en la humanidad.
Nada más lejos de lo que actualmente significa el cinismo. Si tratamos de acotar su sentido acudiendo a la definición que de él se da en el diccionario de la RAE, encontramos la siguiente acepción como la primordial: «Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables». Si uno repara en su uso habitual en nuestros días va asociado al reconocimiento de actitudes deshonestas que se justifican con el mayor descaro (casi siempre cabe echar mano de la legalidad como amparo). En cuanto a conductas concretas que cuadren con el diccionario, en los últimos días hemos sido bendecidos pródigamente con un excelso surtido de comportamientos muy útiles para el profesor que quiera ilustrar a sus alumnos de parco vocabulario sobre el preciso sentido de lo que quiere decir ser cínico. El destape (ríanse ustedes del de aquellas señoritas del cine de la rijosa España de la transición tardofranquista) de los papeles de Panamá muestra meridianamente los matices de impudicia y obscenidad que se hallan en la entraña del cinismo contemporáneo y que, desde su expresión abstracta, no se llega a apreciar nítidamente. Seguramente nadie como Mario Conde para ejemplificar la «desvergüenza en el mentir» que recoge la entrada del DRAE; pontificando en las tertulias de la caverna platónica mediática sobre la ética que ha de gobernar la vida pública, mientras él –tras su licenciatura carcelaria– se ha dedicado pertinaz y alevosamente a blanquear el fruto financiero de sus delitos durante años –presuntamente–. A su lado, casi parece un pobre aprendiz de cínico –según la noción actual– el ya dimisionario ministro José Manuel Soria, capaz de defender, a pesar de sus clamorosas contradicciones, que no había mentido respecto del culebrón derivado de los archifamosos documentos del bufete de abogados Mossack Fonseca.
Igualmente es menester una buena dosis de cinismo versión siglo XXI para dedicarse presuntamente a la extorsión –de acuerdo con lo revelado por las recientes indagaciones judiciales– siendo el gerifalte de un supuesto sindicato que lleva por nombre nada menos que Manos limpias. Y lo que ya es de aurora boreal es que el presunto culpable, el señor Miguel Bernard, secretario general del dicho sindicato en prisión incondicional ahora, en su declaración ante el juez justifique su conducta en su irrefrenable pasión por servir a España (desde el siglo XVIII sabemos por el Dr. Samuel Johnson que «el patriotismo es el último refugio de los canallas»). Cínica también la (des)Unión Europea en su pacto con el turco para deshacerse de los molestos peticionarios de refugio que se empeñan, de manera impertinente, en venir a ahogarse a sus costas.
Pobres cínicos de aquella Grecia de los filósofos. Si levantaran la cabeza Antístenes o Diógenes comprobarían entre perplejos y estupefactos la deriva degenerativa que ha sufrido a lo largo de los siglos el sentido de la palabra que ellos honraron con su pensamiento y su ejemplo. ¿Cómo ha ocurrido que una expresión nacida de una interpretación del ideal socrático haya caído tan bajo? Los cínicos de la antigua Grecia creían en la virtud (areté), es decir, en el ideal de la excelencia humana, no en las convenciones sociales que tenían por la huera mímica de una moral carente de espíritu. A su modo trataban de ser honestos, aun al precio de ser vituperados por quienes se arrogaban el papel de guardianes de las buenas costumbres. Los que ahora reciben ese nombre, como los presentados en apretado ramillete en el párrafo anterior, no son en puridad cínicos, sino destructores de la ética. Ellos son peritos en guardar las apariencias, convenientes estilistas del siempre lábil criterio moral que orienta al rebaño, en el que también hay que reconocer que se cultivan sus vicios.
* José María Agüera Lorente es catedrático de Filosofía de Bachillerato y licenciado en Comunicación Audiovisual.