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Ganarse la vida

"Sólo somos unidades de producción y como tal no tenemos derecho al tiempo libre (de producción) si no producimos", reflexiona el autor.

“Se decía que esta competición traería bienestar para todos. Curiosa competición esta, en la que hay ganadores y perdedores, hay que evitar a toda costa ser perdedor pero el que haya ganadores y perdedores nos hace ganadores a todos”

Antonio Antón

Uno de los giros periodísticos más usuales en los últimos tiempos es ese de “se ha incendiado twitter”. Ya saben, tras las declaraciones poco afortunadas de un personaje público respecto a un tema sensible los usuarios de la red social muestran su indignación de forma ostensible. A menudo, tras la primera ola, los medios recogen la noticia iniciando una retroalimentación del suceso, el incendio, apenas yesca, se aviva definitivamente. Luego, por esa presión de la imagen pública, el personaje suele pedir disculpas, mal y tarde, a medias y pensando más en salvar la cara que en corregir la ofensa infligida. Las lecturas del suceso son variadas, desde la dependencia mutua de redes y medios, el carácter voluble y pasajero de la indignación o la desfachatez habitual de quien contando con altavoces y tribunas se comporta más como un coro de corral que como alguien con cierta responsabilidad.

Sin embargo, lo más relevante de este tipo de hechos es que se suele pasar por alto la verdadera razón del conflicto entre declaración y oyentes: que el discurso dominante que subyace en el pensamiento impuesto, extendido y generalizado de las élites choca, encuentra resistencias, aún instintivas, con una gran parte del cuerpo social.

Quizá, dentro de este epígrafe del despropósito hegemónico, una de las líneas más dolorosas y ofensivas es el de los ataques a los desempleados. La línea argumentativa general suele ser la siguiente:

El parado tiene esta condición derivada de una voluntad individual, o mejor, de la falta de voluntad para encontrar un trabajo. Se diría que ejerce su libertad para el escaqueo y la vagancia, para borrarse de la naturaleza social del trabajo. Si en la empresa se invierte, en las prestaciones por desempleo se gasta. Hay que establecer toda una serie de medidas de vigilancia, control y coerción para que el parado, si cobra subsidio, no se abandone a la molicie.

El parado se queja de su situación, lo que es una pérdida de tiempo, en vez de dirigir sus energías a reformarse como trabajador y aprovechar las oportunidades que brinda una crisis. Es ofensivo que el desempleado disfrute de su tiempo de ocio como mejor disponga. Al no estar trabajando parece no tener derecho al tercio del tiempo libre. Del de sueño no se dice nada.

En el fondo, tras este argumentario, lo que subyace no es una preocupación por el desempleo o los problemas sociales que acarrea, sino un modelo de sociedad, precisamente el de esos que expresan que la sociedad no existe, el neoliberal.

Si en el consenso europeo de posguerra se llegó a un acuerdo tácito entre socialdemócratas y liberales fue el de que los primeros renunciarían un control directo de la propiedad de los medios de producción por parte del Estado a condición de que los segundos permitieran unas políticas sociales correctoras de las desigualdades inherentes a una economía de mercado. Detrás estaba el enfrentamiento entre bloques y la pujanza, tanto material como ideológica, de la Unión Soviética en un momento en que las poblaciones de Europa Occidental aún sabían quién había ganado, realmente, la guerra. La destrucción de este modelo de sociedad no es tanto progresivo como brusco, disfrutando de una estabilidad relativa durante al menos tres décadas. Es el ejemplo británico del thatcherismo el que da la salida no tan sólo a un nuevo modelo económico y social que rompe el consenso de posguerra, sino a un nuevo modelo ideológico de entender las relaciones sociales y por ende laborales, modelo que se inicia pero que es culminado, contradictoriamente por el blairismo, el ala de derechas del Partido Laborista. En el resto de Europa los tiempos y los apellidos cambian, pero siguen la misma línea. Si es una crisis económica intrínseca al modelo capitalista, la de los 70, la que da pie y posibilidad al neoliberalismo es otra, la del 2008, la que, paradójicamente de nuevo, lo refuerza como único referente totalitario para el entendimiento del modelo de sociedad.

Toda esta cuestión histórica, en apariencia alejada de la vida cotidiana, es la que al final la afecta dramáticamente, en cada momento y en cada rincón. Quien carece de un techado sólido siempre debe ser cauto con las tormentas, por muy altas que parezcan las nubes.

Que se insista en que el desmpleo es una condición intrínseca a la persona, una decisión individual por acción u omisión, tiene un objetivo exculpatorio, el de trasladar el peso de enormes deficiencias sistémicas al individuo. Y esto considerándolo desde una óptica neutra respecto a los objetivos últimos de un modelo de sociedad. Siendo exahustivos podríamos decir que no hay tales deficiencias, que lo que para la mayoría es un problema, para la élite es la forma buscada, última, de manejar la sociedad.

De ahí la culpabilización constante. Tras la sumisión de la política a un modelo económico -uno como cualquier otro, arbitrario y elegido, no una imposición natural- la única respuesta que queda es la de proporcionar consejos cercanos a la autoayuda de una utilidad mínima y un insulto a la inteligencia máximo. Reinvéntate a ti mismo, como procacidad voluntarista, presentando esa fantasía de la libre elección de empleo como una realidad, y no como lo que es, un resultado entre las necesidades generales de quien posee la propiedad empresarial y el más puro azar.

Por eso se insiste en ese nada casual término de “gastos en política social”. Debemos deducir por tanto que el resto de políticas no son sociales, sino que van en contra de la propia sociedad. Debemos deducir, correctamente, que lo que antes se consideraba una corrección de las desigualdades, un derecho del propio ciudadano, no es hoy más que una dádiva a retirar que se ofrece para evitar explosiones no deseadas.

No hay sociedad, sólo concurrencia libre de individuos. Pero se insiste, aún negándolo, en los grupos sociales sin citarlos. Casi se construye un arquetipo imaginario del desempleado, una caricatura de clase para retratar a lo imprescindible como accesorio, para robarle su dignidad e identidad, para dejarle solo a la intemperie rodeado de otros millones de solos a la intemperie. Se busca la ruptura de las solidaridades mediante la competitividad, en un doble juego tanto material (trabajar más por menos, básicamente) como ideológico (el de al lado es el enemigo, el de arriba es mi esperanza).

En realidad no se busca siquiera que haya más trabajo, sino menos desempleo reconocido, ya que el único problema que necesita ser considerado, exagerado y expuesto es el dinero público empleado en prestaciones, que podría, buenamente, subvencionar a las compañías eléctricas, rescatar bancos en quiebra o, lisa y llanamente, acabar en Suiza o Panamá. En un capitalismo abandonado a la especulación lo único que se necesita es un gran ejército de trabajadores desesperados dispuestos a laborar donde sea y cuando sea.

Es más, de los anteriores argumentos, el menos trabajado y el más vulgar, aquel de mirar con lupa qué hace en su ocio el desempleado, es el que mejor expresa en último término el actual estado de cosas, la restauración victoriana que estamos viviendo. Sólo somos unidades de producción y como tal no tenemos derecho al tiempo libre (de producción) si no producimos. Un reflejo siniestro pero sincero, un ganarse la vida, que es como se llama al trabajo, que debería explicarnos, de una vez por todas, cuál es el fin buscado de nuestra existencia.

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