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Tres años del derrumbe en Bangladesh: todo sigue igual

Las instituciones avalan la lógica de la voluntariedad en vez de instaurar mecanismos efectivos para obligar a las grandes compañías a respetar los derechos humanos.

Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro* // “Las empresas son a menudo responsables de violaciones de los derechos humanos. Estos crímenes quedan impunes debido a las lagunas en el derecho internacional, la ausencia o debilidad de políticas nacionales o la corrupción del sistema judicial”. Eso dice el texto de la proposición no de ley que, a propuesta del grupo parlamentario Podemos-En Comú Podem-En Marea y contando con el voto favorable del resto de partidos excepto el PP, fue aprobada por el Congreso de los Diputados el pasado 6 de abril. En ella se insta al Gobierno a “declararse favorable a la creación de un instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre las empresas transnacionales y otras empresas con respecto a los derechos humanos”, así como a “apoyar y colaborar de forma efectiva con el grupo de trabajo del Consejo de Derechos Humanos de la ONU” que hace dos años inició los trabajos para proceder a su elaboración.

Justo tres años después de que en Bangladesh hubiera más de 1.100 muertos en el derrumbe de una fábrica textil que producía para las grandes marcas internacionales, resurge con fuerza una discusión que, en realidad, viene produciéndose desde hace cinco décadas. La asimetría entre los derechos de las grandes empresas y sus obligaciones, la necesidad de mecanismos eficaces para el seguimiento y evaluación de los impactos generados por las multinacionales, las obligaciones extraterritoriales que se derivan de los actos u omisiones de los Estados fuera de sus límites territoriales, la extensión de la responsabilidad de las transnacionales a toda la cadena de valor, la urgencia de formular alternativas concretas para controlar las prácticas de estas compañías… Muchos temas para un debate, el de la pertinencia de establecer una normativa internacional de carácter vinculante para obligar a las empresas transnacionales a respetar los derechos humanos en cualquier parte del mundo, que vuelven a ponerse de actualidad con esta propuesta del Parlamento español.

A principios de los años setenta, la Asamblea General de Naciones Unidas aplaudía puesta en pie el discurso de Salvador Allende en el que afirmaba que “la comunidad mundial, organizada bajo los principios de las Naciones Unidas, no acepta una interpretación del derecho internacional subordinada a los intereses del capitalismo”. A finales de la primera década de este siglo, por el contrario, la ONU pasaba a dar por bueno que su secretario general, Ban Ki-moon, dijera que “ahora, una nueva oleada de crisis exige un sentido renovado de la misión por cumplir” y llamara a sumarse al capitalismo inclusivo: “Una nueva constelación en la cooperación internacional: gobiernos, sociedad civil y sector privado trabajando juntos en pro de un bien colectivo mundial”. Y es que, como se constata al hacer un repaso a lo sucedido en los tres últimos años, las instituciones internacionales y los organismos multilaterales han preferido seguir avalando la lógica de la voluntariedad y de la autorregulación -a pesar de que, como se ha demostrado con el crash de 2008, eso puede tener efectos muy destructivos, incluso para el propio capitalismo- antes que decidirse a instaurar mecanismos efectivos para obligar a las grandes compañías a respetar los derechos humanos.

Enero de 2013: en el Estado español, la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación abre un “proceso de diálogo con la sociedad civil” y convoca a representantes de las organizaciones sociales, sindicales, académicas y empresariales para “desarrollar un Plan nacional para implementar los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre empresas y derechos humanos”. Es el inicio de la transposición del marco Ruggie -un conjunto de principios con un enunciado muy frágil, en muchas ocasiones confuso, que tiene en las prácticas voluntarias y unilaterales de las empresas transnacionales el referente de sus obligaciones- al caso español.

Abril de 2013: En la capital de Bangladesh mueren más de 1.100 personas y otras 2.500 resultan heridas al derrumbarse el Rana Plaza, un bloque de ocho pisos que albergaba varias fábricas textiles donde se hacinaban las trabajadoras de subcontratas de Benetton, Mango, Primark y El Corte Inglés. Esta tragedia sirve para constatar definitivamente el fracaso de la “responsabilidad social” como vía para el fomento de la autorregulación empresarial. Desde ese momento, se evidencia -aún más- que, como afirma Susan George, “necesitamos normas estrictas y de obligado cumplimiento, así como una legislación, preferiblemente internacional, que controle la conducta de las empresas, no soluciones aparentes”.

Junio de 2014: Tras un proceso de elaboración que duró año y medio, el resultado final de la aplicación de los Principios Rectores de la ONU al marco español es el Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos. Es un texto que comienza con una llamada al “diálogo con la sociedad civil” y termina sin tener en cuenta ninguna de las aportaciones realizadas por parte de las organizaciones sociales. A pesar de que supuestamente se partía de un diálogo en igualdad de condiciones con todos los actores sociales y grupos de interés implicados, la realidad es que en el documento tuvieron mucho más peso los argumentos económicos que las cuestiones relativas al cumplimiento de los derechos humanos. En todo caso, el Plan lleva dos años en la mesa del consejo de ministros y todavía, a día de hoy, no ha sido aprobado.

Junio de 2014: El mismo día que el texto definitivo del Plan Nacional es remitido al Gobierno español para su aprobación, en Naciones Unidas se adopta la decisión de “establecer un grupo de trabajo intergubernamental de composición abierta sobre las empresas transnacionales y otras empresas con respecto a los derechos humanos, cuyo mandato es elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para regular las actividades de las empresas transnacionales y otras empresas en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”. Es la resolución 26/9, aprobada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU a pesar de contar con la oposición de EEUU, la Unión Europea, Canadá y Japón. La iniciativa es respaldada, en cambio, por más de 600 organizaciones de todo el mundo que representan a un amplio conjunto de movimientos sociales y víctimas de las prácticas de las multinacionales.

Julio de 2015: En la primera sesión del grupo de trabajo de la ONU sobre transnacionales y derechos humanos, Rosiane Mendes, habitante de una comunidad de pescadores del Estado brasileño de Maranhão que sufre los impactos de la compañía minera Vale, toma la palabra para explicar qué piden las organizaciones sociales de la campaña Desmantelando el poder corporativo: «Estamos aquí, como afectados por las transnacionales, para presentar propuestas a los Estados para llevar a las empresas a la justicia por las violaciones de nuestros derechos». Sus propuestas se condensan en ocho puntos que exigen, entre otras cuestiones, la primacía de los derechos humanos sobre los tratados comerciales y la exigencia de responsabilidades civiles y penales tanto a las multinacionales como a sus directivos.

Abril de 2016: La embajadora de Ecuador ante Naciones Unidas en Ginebra y presidenta-relatora del grupo de trabajo intergubernamental, María Fernanda Espinosa, visita Madrid para presentar los avances en la creación de normas vinculantes sobre derechos humanos para las empresas transnacionales. “Hay que aprovechar el momento actual para avanzar y decir nunca más un Rana Plaza; nunca más un Chevron-Texaco en Ecuador, u  Shell en Nigeria”, dice Espinosa, que agradece el apoyo recibido por parte de diferentes organizaciones sociales del Estado español y valora positivamente la PNL aprobada en el Congreso, llamando a que se siga ese mismo camino “desde las Naciones Unidas y como un pacto de responsabilidad de los Estados”.

Octubre de 2016: En otoño de este año se realizará la segunda sesión del grupo de trabajo intergubernamental y previsiblemente se pondrán en marcha, como en la sesión anterior, diferentes estrategias de las grandes potencias y los lobbies empresariales para obstruir el proceso. Así que, de nuevo, habrá que sumar fuerzas, tanto desde el ámbito institucional como desde la presión social, para enfrentar los intentos de bloqueo de los debates, las dinámicas que ralentizan hasta la eternidad las decisiones, las campañas de deslegitimación del proceso y los intentos de cooptación por parte de las grandes empresas. Lo que está en disputa, al fin y al cabo, es la posibilidad de subordinar los intereses privados de una minoría a los derechos fundamentales de las mayorías sociales.

* Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro (@pramiro_) son autores de “Contra la ‘lex mercatoria’” (Icaria, 2015).

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