Opinión
El armadillo y la liebre. Un alto en el camino antes del debate de la convergencia
"Parte de la izquierda vio la crisis como la oportunidad para demostrar que lo que llevaban años predicando en el desierto era cierto. Y allí estaban ellos esperando a impartir su, cierta, clase magistral. La cuestión es que aquello nunca sucedió", opina el autor.
Queréis que haya vida sin muerte, vejez sin arrugas, amor sin entrega. Queréis política sin ideología, pobreza sin amenaza, riqueza sin explotación. Queréis enfados sin ira, rechazo sin odio, actos sin consecuencias. Queréis follar sin mancharos, comer sin matar, defenderos sin violencia. Queréis querer como accionistas. Queréis bebés sin llanto. Queréis morar en la boca del volcán sin preocuparos. Queréis vivir sin conflicto como el cadáver sin aire. Queréis victoria sin derrota. Por eso no me queréis a mí.
‘Manifestación’, de Antonio Berni.
En la época previa a la crisis recuerdo que una de las máximas preocupaciones para cualquiera que hiciera política en la izquierda era el vaciado ideológico de la sociedad. Se instaló la falsa idea de que existía algún tipo de gestión neutra que estaba por encima de lo ideológico, esto es, que se podían tomar decisiones concretas en base a algo llamado sentido común. La idea era falsa: negaba el conflicto entre actores sociales que por su posición en la producción no podían compartir intereses. Pero además era totalitaria, imponía que la sociedad sólo podía organizarse de una forma posible, la que beneficiaba a los propietarios de los medios de producción, en una especie de transposición del derecho divino noble a la burguesía de la sociedad postindustrial.
Esta interesada aberración filosófica se llevó incluso por medio a esa versión del capitalismo que había sido mayoritaria en el mundo occidental tras la segunda guerra mundial, aquella que proponía una redistribución de la riqueza con el Estado como garante de derechos civiles, políticos y sociales. Todo el mundo compró la nueva forma de hacer y organizarse (que provenía de las cloacas de la Escuela de Chicago, una pandilla de extremistas del liberalismo económico, totalmente marginada por la comunidad universitaria en sus inicios y elevada a paradigma gracias al reaganismo). Y cuando digo todo el mundo no me refiero únicamente a los profesionales de la cosa pública. Aquel aforismo de que el pensamiento de la clase dominante es el pensamiento dominante se hizo patente cuando asunciones como que “los empresarios son los que crean la riqueza” o “no existe la derecha ni la izquierda, sólo los negocios” eran tomadas por cualquiera como el movimiento de las mareas o los amaneceres.
Con la izquierda posible noqueada, o bien por la Tercera Vía o bien por el shock soviético, pero sobre todo por una inmediatez que elevaba a fin de la historia quince años de crecimiento económico (no sin sustos premonitorios, miren el hundimiento del Nasdaq), la clase trabajadora quedó huérfana de paraguas ideológico, dejó de percibirse como tal y por tanto de creer en sus propios intereses. Ciento cincuenta años de luchas e identidad se disolvieron como un azucarillo en un espectáculo demasiado caliente. Y en estas llegó la crisis. Entonces el empirismo, forma de educación política popular, empezó a resultar menos atractivo para la clase dirigente. El día que Lehman Brothers cayó simbolizando el fin de la mentira de la infalibilidad del mercado recuerdo verme señalando furioso a la tele, mirando a la gente que me acompañaba en el salón y esperando, en vano, que aquel acontecimiento revelador les iluminara como a San Pablo de Tarso. Por desgracia no hubo ni lenguas de fuego ni caída del caballo. La maquinaria mediático teórica del capitalismo se puso a funcionar al día siguiente: ante la imposibilidad de ocultar a millones de seres humanos -esos que parecían vivir cómodamente- la naturaleza caótica y vil del sistema, había que colocar miles de pantallas entre ellos y su realidad, mediar la percepción sobre sus vidas y sobre todo, buscar culpables de aquello. Y les funcionó; tras ocho ocho años de crisis el pensamiento dominante sigue siendo aquel que provocó este magnífico desbarajuste. Hagamos un alto en el camino ¿cómo se enfrentó la izquierda a la crisis?
Quizá la pregunta debiera ser ¿cómo se había enfrentado anteriormente con la discrepancia entre intereses de clase y su disolución en las formas de pensar impuestas? La forma más clásica había pasado siempre por lo que se podría denominar como hoja de ruta militante. Lo que se proponía era, sobre todo, pedagogía política. Lo podríamos resumir en que un partido organizaba una resistencia ideológica en torno a él; mediante la militancia se enseñaba al trabajador tanto teoría como práctica; el partido conseguía crear una red amplia de consensos en torno a sus ideas, una estructura que era transversal a todos los estratos de la clase trabajadora. El partido era el organizador, pero sobre todo el mediador entre el sujeto y la realidad. Se esperaba por tanto que este proceso fuera seguido, progresivamente y de manera exponencial, por más trabajadores, hasta resultar mayoritario y por tanto decisivo.
En una segunda fase, posiblemente identificada con la ola revolucionaria de los 60, coexistiendo con la anterior forma, surgió un movimiento, más vinculado a la intelectualidad subversiva, el arte y el activismo en base a cuestiones concretas, que donde ponía el foco era en los procesos que legitimaban culturalmente al estado de las cosas. Es decir, lo que se trataba no era de formar cuadros (militantes de partido con capacidad de organizar lo práctico y extender lo teórico) sino de buscar los engranajes que hacían brotar la discrepancia entre el sí mismo y el para sí mismo. Se consideraba a la clase trabajadora lo suficientemente formada, lo único que hacía falta era destruir la pantalla que ocultaba a la vez que emitía falsedad.
En una tercera fase -y perdonen de antemano el esquematismo- quizá desde los 80 y con un estallido posterior a la caída de muro, surgió una nueva visión de la izquierda que se planteaba si la sociedad postindustrial había cambiado lo suficiente para reformular sus categorías de análisis, e incluso reformularse a sí misma como categoría. Quizá la clase obrera estaba tan fragmentada que había que agrupar a los actores de otro modo; era posible que para plantear y visualizar correctamente el conflicto hiciera falta prescindir del arco ideológico surgido en la Convención Nacional francesa. Son por tanto estas categorías, mucho más al menos que las de reformistas o revolucionarios, las que han marcado la actitud de la izquierda ante la crisis actual, que más que crisis (momento de cambio brusco) ya es realidad permanente, sin vuelta al tiempo precedente, al menos por el propio devenir económico y político.
¿Han fracasado estas tres formas de enfrentarse al modelo de pensamiento capitalista? Sí, de momento. ¿Por qué lo han hecho? Fundamentalmente por una cuestión semántica, bien atribuyendo una cualidad mágica al lenguaje, fetichizándolo, bien por su desprecio absoluto, creyendo que el cambio de significantes nunca afecta al significado. Parte de la izquierda vio la crisis como la oportunidad para demostrar que lo que llevaban años predicando en el desierto era cierto. Por fin, tras años de desideologización existía espacio e interés entre los trabajadores en el debate político, en las ideas. Existía un hambre de explicación, la ruptura de certezas requería de guías. Y allí estaban ellos esperando a impartir su, cierta, clase magistral. La cuestión es que aquello nunca sucedió. Si en un primer momento Marx volvió a los anaqueles de las librerías como superventas pronto fue sustituido por la televisión, que en un pornográfico cambio de máscara, transformó sin rubor el modelo de tertulias del corazón en debates políticos. La izquierda pedagógica asumió que las nuevas -realmente viejas- contradicciones darían a los trabajadores el impulso para seguir el camino marcado, para convertirse en militantes, formarse y extender a su alrededor la simiente roja. Esta izquierda volvió a confundir que tener razón en algo no siempre coincide con saber expresarlo, pero que sobre todo, incluso pasándolo por el tamiz pedagógico, con que quizá ya no haya nadie que te quiera escuchar.
Las ideas combaten entre ellas, pero sobre todo, en este momento, pugnan por el espacio para sobrevivir, para tomar cuerpo en la sociedad y no quedarse como ecos lejanos recitados entre un pequeño núcleo incapaz de influir en nada. Importa tener razones, casi tanto como un lugar social para que se repliquen. Por otro lado esa izquierda despojada de cualquier tradición, la que optó por sacrificar su identidad histórica para intentar funcionar con mayor efectividad en una comunidad de individuos con problemas concretos y mutables, es la que quizá ha obtenido un mayor éxito en cuanto a la visualización del descontento. Sí consiguió articular unas formas que se han expresado en grandes multitudes transversales que sabían qué no querían, pero que difícilmente consiguieron organizarse para enfrentar la cuestión globalmente. Quizá si se renunciaba a las grandes narrativas también se hacía a las grandes soluciones. De ahí que el mayor éxito se haya conseguido en ámbitos específicos.
La cuestión es que bajo ese cierto éxito no se ha influido netamente en la comprensión y percepción que la mayoría tiene de la situación general. No es una aseveración a la ligera -y aquí ya volvemos a la parte donde hicimos un desvío en el camino- sino la constatación de que la forma de pensar general que existía hace veinte años sigue vigente y sin haber sufrido un gran desgaste. Los culpables han sido los políticos. Si existe una aseveración hegemónica hoy en día es esa. Obviamente, nuestros políticos, no han hecho nada digno para no ganarse el odio de todo el mundo. Han hecho, efectivamente, lo que tenían que hacer, para lo que fueron elegidos (y no por nosotros en las elecciones, precisamente). La comprensión de que la mayoría de políticos no son más que funcionarios aventajados del gran capital sigue siendo minoritaria y residual. Esto lleva a que ese odio ante el gran desastre haya sido fácilmente manipulado: si ya tenemos a alguien a quien partir la cara, ¿para qué buscar a los verdaderos culpables y beneficiarios de la crisis?
Esto lleva a la aberración escandalosa de ver a defensores a ultranza del capital jactándose de que precisamente ha sido “lo público” lo que nos ha llevado a la crisis; “las malas decisiones de los políticos, su pésima gestión” ¿recuerdan? El conflicto ideológico se sigue negando, se sigue reduciendo todo a una gestión pretendidamente neutra, salvo que, en este caso, como ejemplo negativo. Además, la asunción de que se sabe identificar a eso llamado clase política, es como poco optimista. Quizá a lo que se echa la culpa es a la propia política, situándonos ante una paradoja que revuelve el estómago: precisamente una crisis que fue el resultado del abandono de la economía a una sola forma de hacer política, la de derechas, es la que se va a llevar por delante a toda la política -y no hablo de un parlamento- sino del propio concepto de ideología, esto es, la forma ordenada de enfrentar unos intereses en base a una forma concreta de pensar y hacer.
Otro de los sangrantes ejemplos es la enésima fantasía de horizonte que el capitalismo ha ideado para proporcionar, además de culpables, esperanzas. El mito del emprendedor. Digo fantasía de horizonte porque es un lugar que se atisba, que impulsa a andar, pero al que es imposible llegar. Es absurdo, además de suicida, pretender que la salida a la crisis se encuentre en la creación de pequeños negocios innovadores. Absurdo porque no se puede vender cuando no hay dinero para comprar (vender productos, servicios, ideas, lo que sea); suicida porque el nivel de cierre de pequeñas empresas iguala casi al de creación, dejando a muchos con deudas que les lastran (a ellos y a todos) aún más. Pero además es una fantasía de horizonte sucia. Sucia porque bajo el emprendedor, el autónomo, se trata de ocultar la mayor pérdida de derechos laborales de la historia reciente: ¿para qué contratar a nadie si ellos mismos se pueden auto-explotar vendiéndonos sus servicios? parecen decir los empresarios. El capitalismo ha elevado a categoría de teoría cuatro aforismos propios de un libro de autoayuda para justificarse.
Por otro lado, la creación de identidades artificiales, aunque exitosa, deja muchas dudas en el camino. Obviamente hablo de la casta y el pueblo, conceptos que ayer usaban los ultras mediáticos, hoy personas bien intencionadas y mañana quién sabe. Los juegos de reapropiación es lo que tienen, puedes acumular muchas cartas pero, en la siguiente jugada, quizá se las quede tu enemigo. Aún así el problema es, sobre todo, que al final el lenguaje acaba de modelar las formas de pensar. No basta con repetir “clase trabajadora” para que por sí mismo esto opere un cambio. No decirlo, al final, hace olvidar -o quizá nunca conocer- cuál es ese concepto que lleva haciendo avanzar a la historia desde hace siglos. No es casual, por tanto, que desde estas posiciones a veces se exprese como salida la subvención al pequeño empresario: no es una cuestión de maldad o ética, es, simplemente, que al final se acaba pensando como se habla. No construimos narrativas para impresionar a un gran auditorio social, lo hacemos para poder representar la realidad de una forma exitosa, para guiar nuestras acciones, para ayudarnos a decidir.
Por un lado quienes creen tener una respuesta estructurada al actual estado de cosas han sido incapaces de llegar a influir en los trabajadores. No han llegado siquiera a visualizarse como una alternativa que merezca la atención, y eso, tras esta sangría descomunal (no es dramatismo, las cifras son de guerra) es para replantearse un par de cosas. Por otro, quienes sí han conseguido conectar lo hacen de una forma superficial, encarnando un papel en un juego de roles fácilmente modificable, dependiendo de una figura carismática, siendo, más que una esperanza por ellos mismos, una herramienta que ha encauzado el odio a lo existente. La encrucijada es importante, pero de difícil encaje. Yo, al menos, desconozco la respuesta. Y quizá en la asunción de esta incertidumbre se halla una forma de actuar: hacer el menor ruido necesario para poder escuchar, y dejar, sobre todo, que el debate se desarrolle en las mejores circunstancias posibles.