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Sánchez, Iglesias y Rivera están jugando con fuego (y no lo saben)

"Quizá alguno piense que la reciente escasez de movilizaciones contra los recortes es síntoma de una recuperada paz social o de cierto cansancio en la protesta. Se equivocan: la tranquilidad en las calles es provisional", opina el autor.

¿Son conscientes nuestros líderes políticos de que están jugando con fuego? No lo parece, a juzgar por lo exultantes que se pasean por el Congreso, y cómo zanganean de micrófono en micrófono y de tele en tele, encantados de haberse conocido. La tranquilidad relativa que hasta ahora hemos vivido en las calles, incluso en los períodos de máxima movilización social, puede perderse si los ciudadanos perciben que su voto no vale para nada. Nuestros líderes políticos, todos ellos, tienen una enorme responsabilidad si se vuelven a convocar elecciones y, de nuevo, fracasan en el intento de formar un gobierno de cambio: cuando la vía electoral se muestra como una vía muerta, el extremismo y la frustración se alían para incendiar la calle.

Muchos ciudadanos frustrados llegarán entonces a la conclusión de que el último recurso que les quedaba (votar contra el austericidio) no ha servido para nada. Eso mismo ocurrió en Grecia y por eso allí las protestas han sido mucho más violentas. Quizá alguien se preguntaba por qué España no había estallado como Grecia. La respuesta es fácil: nos quedaba una baza electoral. En Grecia ya se ha demostrado que votar una cosa u otra no ha valido para nada. En España aún está por ver. Es esa incertidumbre la que mantiene a las calles en calma.

Pero no es descartable que sea precisamente un brote violento lo que desea el poder político. Tensar todavía más la cuerda, cegar las esperanzas y precipitar una erupción violenta. Eso daría argumentos para una (nos tememos que ansiada) gestión más represiva de la vida cotidiana. Al fin y al cabo, el terreno ya lo han abonado con la entrada en vigor de la llamada ley mordaza. Si la ciudadanía percibe que votando no se arregla absolutamente nada, cabe esperar que se desplieguen dos escenarios paralelos. Por un lado, una conflictividad inaudita en las calles; por otro, el crecimiento exponencial de las simpatías hacia las formaciones ultras; los populismos de izquierda y de derecha.

Quizá alguno piense que la reciente escasez de movilizaciones contra los recortes es síntoma de una recuperada paz social o de cierto cansancio en la protesta. Se equivocan: la tranquilidad en las calles es provisional. Es un compás de espera, de expectación. Esa tranquilidad responde a una incertidumbre que debía haber sido resuelta por las pasadas elecciones. Habrá quizá una segunda oportunidad, pero me temo que no una tercera.

Esperemos, por el bien de todos, que nuestros líderes políticos interioricen que deben pactar y que deben desalojar del poder a las personas y a las políticas de la derecha. Porque el paro (especialmente el juvenil) continúa sin solucionarse. Porque los desahucios, la malnutrición de niños y ancianos, la pobreza energética y el abandono de los dependientes siguen a la orden del día.

Y sí, las calles están tranquilas. España no ha estallado, de momento. Pese a que los escándalos de corrupción diarios van calando como una lluvia fina en la paciencia de las personas. Pese a que el llamado colchón familiar se esté agotando. Pese a que el recurso a la economía sumergida y a la emigración haya hecho digerible la indigencia y deslocalizado el sufrimiento (la emigración, como bien sabía el franquismo, contribuye a eliminar presión del país emisor de emigrantes). Pero sobre todo España no ha estallado porque existe todavía un poso de confianza en el poder del voto para cambiar las cosas.

Si esa confianza se ve de nuevo traicionada por unos líderes políticos incapaces de ponerse de acuerdo, absortos en aritméticas partidistas y despistados en aventuras nacionalistas, va a ser muy difícil que puedan justificarse ante los votantes. Rajoy sigue en el poder. Y cada día que pasa el PP se ve reforzado. Si nadie lo remedia, los ciudadanos tendremos que volver a votar. Si después de unas segundas elecciones nada cambia, asistiremos al fin de esta falsa tranquilidad. Y la culpa será de los violentos, claro está; pero los que pudieron evitar esa violencia no podrán escapar a su parte de responsabilidad.

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