Opinión | OTRAS NOTICIAS
Brasil: ¿impeachment o golpe?
"A pocos parlamentarios les importa que exista una base legal o no para cesar a la mandataria y el nivel político de gran parte de ellos roza el ridículo", escribe el autor
La histórica jornada del pasado domingo 17 de abril en la Cámara de diputados brasileña, en la que se aprobó por goleada (367 a favor, 167 en contra) la apertura del proceso de impeachment o destitución de la presidenta Dilma Rousseff, fue una performance, un circo, un cachondeo de lo más trágico que escenificó lo que muchos ya sospechaban: que a pocos parlamentarios les importa que exista una base legal o no para cesar a la mandataria y que el nivel político de gran parte de ellos roza el ridículo.
Enganchados a sus televisiones, ordenadores e incluso pantallas gigantes instaladas en las calles del país, millones de brasileños siguieron con la pasión propia de una final de fútbol una sesión que duró todo el día. En ella, muchos de los 511 diputados que sabían que tenían su minuto de fama dieron un espectáculo grotesco, cuando no lamentable, antes de emitir sus votos. “Por dios”, “por mi familia”, dedicaron algunos sus discursos, “por el cumpleaños de mi nieta”, “por la paz de Jerusalén”, “por los masones de Brasil”, “por tal de que los niños no puedan cambiar de sexo en la escuela” fueron los más sorprendentes. Muy pocos, casi ninguno, argumentaron por qué las maniobras fiscales cometidas por Rousseff para maquillar las cuentas de 2014 y 2015 a través del retraso de préstamos a bancos públicos suponen un crimen de responsabilidad, que es el motivo legal en el que se basa el proceso. Muchos también clamaron contra la corrupción en sus declaraciones, aunque la presidenta a la que intentan destituir no está siendo investigada y 298 de ellos (o sea, un 58%) responden a algún tipo de proceso ante la justicia.
El diputado que faltó a más sesiones en 2015 sin justificar sus ausencias, Wladimir Costa, del partido Soliedaridade, disparó un cañón de confetis antes de emitir su voto y Raquel Muniz, diputada del PSC (Partido Social Cristiano) que repitió “sí, sí, sí, sí” gritando de alegría como una decena de veces y que dedicó el voto a su familia y contra la corrupción, vio al día siguiente cómo su marido, alcalde de la ciudad de Montes Claros, era detenido por desvío de fondos.
Pero ni siquiera esos fueron los momentos más tristes de la votación. El diputado Jair Bolsonaro (también del PSC), que fue el más votado en Rio de Janeiro en las elecciones de 2014, se confirmó como la versión brasileña de Le Pen, Donald Trump o algo peor al ensalzar los años sombríos de la dictadura brasileña e incluso a un difunto torturador de Sao Paulo. “Perdisteis en el 64 y volveréis a perder”, le dijo a los gobernantes del PT en clara alusión a la versión que Rousseff y sus defensores vienen sosteniendo de que el impeachment es un «golpe» soft confabulado entre las elites, medios de comunicación (en especial el grupo Globo), opositores y parte de la justicia para derribarla a cualquier coste. Bolsonaro dedicó su voto a Carlos Alberto Brilhante Ustra, torturador reconocido por la Comisión Nacional de la Verdad (que investigó la memoria histórica de la dictadura), “al que Rousseff tiene pavor”, según sus propias palabras. Su discurso fascista, que se suma a un amplio acervo de declaraciones machistas, racistas y homófobas, fue denunciado por el departamento de Derechos Humanos de la ONU.
El anecdotario de la sesión en la Cámara sirve no sólo para expresar su vena conservadora y la baja estofa de muchos de sus miembros, sino también como reflejo de que se ha cocinado en el legislativo una alineación de intereses contra la mandataria más bien basada en la falta de ‘feeling’ con la presidenta y en su ineficiencia política, en seguir una corriente de opinión para su cese y en ceder ante unos opositores que probablemente hayan ofrecido cargos y alianzas de gobierno a los indecisos de cara a un futuro gobierno. Mientras Rousseff defiende que sus maniobras fiscales tuvieron una motivación “técnica” para beneficiar al país equilibrando el déficit fiscal, los juristas se dividen entre quienes creen que esta práctica es habitual e insuficiente para cesar a una mandataria y quienes opinanque claramente fue una jugada ilegal e ilegítima para llegar a las elecciones de 2014 con un déficit público menor y más opciones, por tanto, de ser reelegida. Pero de eso apenas se habló en la sesión de la Cámara.
El senado deberá confirmar en una votación doble (primero por mayoría simple, después con dos tercios del Senado) el cese de la mandataria abierto por la Cámara. En caso de que eso suceda, Rousseff permanecerá alejada del cargo durante 180 días en los que preparará el juicio final que el Supremo Tribunal Federal (STF) llevará a cabo. Durante ese periodo de tiempo (y hasta 2018 si el Supremo emite un veredicto contrario a Dilma), el vicepresidente Michel Temer asumiría la presidencia y el actual presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, sería su número dos. Esto es lo más sorprendente de todo el proceso, pues Temer formaba parte del gobierno que aprobó las mencionadas cuentas y el partido de ambos, el PMDB, apoyó a los cuatro últimos gobiernos del PT antes de abandonarle hace algo más de un mes. Y Cunha, uno de los más citados en las investigaciones por corrupción en el caso Lava Jato, tiene una investigación en su contra abierta en el STF y también un proceso de cese en la Cámara por haber mentido sobre la posesión de cuentas en Suiza que él mismo se está encargando de trampear con su poder como presidente. Los mercados, en cualquier caso, parecen ver con mejores ojos un gobierno de Temer y Cunha que el actual.
El origen real del proceso de impeachment no hay que buscarlo tanto en esas maniobras fiscales como en el escándalo de corrupción en torno a Petrobras, conocido como caso Lava Jato y que ha sido el verdadero detonante de la crisis política, e incluso de la económica, que agita el país. En marzo de 2014, a partir del descubrimiento del sobrecoste de una refinería de Petrobras en Pasadena, Estados Unidos, empezó a descubrirse una enorme trama de corrupción que desvió miles de millones de euros de las arcas del Estado para pagar sobornos a cargos políticos de varios partidos, entre ellos miembros de gobiernos de Lula y Rousseff, así como a directivos de la estatal y empresarios de las mayores constructoras del país.
Cuando Rousseff empezó su segundo mandato en enero de 2015 tras imponerse en las elecciones por tres puntos porcentuales en segunda vuelta ante Aécio Neves, del más conservador PSDB, su legitimidad y apoyo popular ya se tambaleaba y la oposición a su gestión iba al alza. La corrupción había hecho mella en su imagen, pues a Rousseff se le atribuyó en su día haber sido una de las impulsoras de Petrobras cuando era Ministra de Minas y Energía y la empresa subía como la espuma hasta convertirse en la mayor de América Latina. Tan sólo tres meses después de asumir el mandato, parte de los centenares de miles que salieron a las calles pidieron el impeachment de Rousseff basándose en la cercanía con la trama corrupta. Cuando el pasado mes de marzo Lula fue llamado a declarar por sospechas de haber recibido fondos de la trama (aunque aún no ha sido acusado por ningún cargo), la crisis acabó de incendiarse y el proceso de ‘impeachment’ se aceleró.
Dilma intentó a la desesperada nombrar a Lula Ministro de la Casa Civil (una especie de superministro con más poder que el resto) para recuperar la capacidad de negociar con el legislativo que nunca tuvo ella y de paso blindar al ex presidente ante el juez Sergio Moro que le investigaba y al que el gobierno acusa de persecución selectiva. Por ahora, Lula no puede ejercer porque la justicia canceló su nombramiento y el cese de la mandataria ha avanzado a un ritmo que jamás se vio en otros juicios brasileños. El gobierno y Lula, que pese a todo intentó intermediar con los diputados, llegaron demasiado tarde a intentar recuperar el gobierno, puesto que Rousseff nunca tuvo la habilidad de escuchar y negociar con diputados de la coalición y siempre fue más gestora que dialogante. Esa carencia ya le impidió durante todo 2015 contar con apoyos necesarios para muchas medidas que debían paliar la crisis económica que cerró el pasado año con un 3.8% de recesión. Su ineficiencia para revertir esta situación también ha sido clave para que su destitución avance y cuente con el apoyo de la patronal de Rio y sobre todo la de Sao Paulo, FIESP, que se gastó hace unas semanas un dineral en apoyar el impeachment en decenas de páginas de los principales diarios de Brasil. A la izquierda, de todos modos, también le crecen críticos a Rousseff por haber entregado su política económica a los mercados en este inicio de mandato y haber iniciado un agresivo paquete de recortes.
De todos modos, es muy raro encontrar a alguien ubicado a la izquierda del PT en el espectro político que defienda el impeachment de la mandataria. Al fin y al cabo, por mucho que se habla de corrupción (que no es un fenómeno partidario en Brasil y sí generalizado) o de balances fiscales, la línea divisoria entre quienes quieren o no el cese de la presidenta es ideológico. A un lado, quienes defienden la legitimidad de la victoria obtenida en las urnas son mayoritariamente los mismos que elogian el legado de un partido que sacó a millones de brasileños de la pobreza e invirtió en las áreas más pobres del país y quieren que se profundice en este modelo intervencionista con gran calado social que aumenta la capacidad de consumo de las masas. Por el otro, quienes creen que el modelo se ha agotado y los altos impuestos que pagan los brasileños no se traducen en buenos servicios públicos y, mirándose en Estados Unidos, preferirían un país con una economía más liberal para enjuagar las deudas y estimular la recuperación de la inversión privada y, así, de la economía. Lo que pasa es que esa discrepancia no está recogida en la Constitución brasileña como camino para tumbar a una presidenta.