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La industria de la separación
"No recuerdo un solo momento de mi vida donde no me haya sentido ajeno del resto, distanciado, en un estado de aislamiento respecto de lo que me rodeaba", reflexiona el autor.
No recuerdo un solo momento de mi vida donde no me haya sentido ajeno del resto, distanciado, en un estado de aislamiento respecto de lo que me rodeaba. Sin ser esto, por otro lado, el resultado de la falta de empatía y sí precisamente el resultado de la misma, al moverme por el mundo no he recolectado más que incomprensión, frialdad y la sensación de no entender por qué todo sucedía en unas coordenadas tan atroces.
Al sentarme frente a la televisión, encender la radio, abrir un periódico, la sensación se hacía más patente, casi lapidaria. Ninguno de mis valores, expectativas y opiniones tenían un momento de cabida en los medios, al contrario, eran vilipendiados sin descanso. Bajo estas premisas no es raro que a uno le invada ese sentimiento de estar en un momento y en un lugar equivocados, de no pertenecer, de estar separado de todo y de todos.
Por eso se empieza leyendo a Hesse a los diecisiete, buscando algún tipo de respuesta, palpándote la frente para encontrar la marca de Caín, caminando como un lobo estepario, alerta pero esperando no ser visto. Luego llega el resto: la música que no se escucha en tu entorno, la estética de tiralíneas afilado, la mirada arrogante del raro. Y el rastreo de referentes.
Eso no se pierde nunca, la necesidad de reflejo, digo. Lo otro se atenúa, por sociabilidad, por supervivencia, por ideología. No hacerlo sería caer en el elitismo del que prefiere atesorar sus razones antes que enfrentarlas, que es lo mismo que decir underground. Y en esa labor arqueológica, para sentirte menos solo, encuentras huellas que son ejemplo y virtud.
El otro día leía sobre Robert Desnos, el poeta surrealista, el escritor del sueño, una persona que reflejaba en su cara, su mirada, el fin de época que vivió. Con la llegada de la guerra y la caída de Francia, Desnos no escapó, pese a haber podido hacerlo, ni del país ni de su realidad. Pudo callarse, refugiarse en versos leves y palabras huecas. Eligió resistir. Eso le costó, en el 44, la detención de la Gestapo, la tortura, el periplo por varios campos de concentración. Y su muerte por tifus en Terezin, ya exhausto, aunque las tropas del Ejército Rojo le hubieran liberado.
Cuenta la escritora Susan Griffin, a propósito del espíritu surrealista que Desnos mantuvo hasta el final, que en una ocasión en que él y otros prisioneros eran conducidos a la cámara de gas, el poeta salió de la fila y agarró la mano de una mujer fingiendo que leía sus líneas, asegurándole una larga y feliz vida. A continuación se puso a hacerlo con el resto de prisioneros, que aún en tan terrible momento, se sentían confortados por el súbito don precognitivo de Desnos. Los guardias, estupefactos ante la nueva realidad creada, ante la resistencia desde el absurdo, decidieron no ejecutarlos y mandarles de vuelta a los barracones.
Aunque el pasaje resulta increíble -y todo sea dicho, no pude encontrar más referencias al mismo- ejemplifica muy bien el espíritu de alguien que no renunció a su ser, a quien era, hasta el último momento. Retrata a quien eligió no colaborar, pese a las consecuencias.
Hoy, pese a que Europa empieza a mostrar los mismos síntomas preocupantes que dieron pie a aquel desastre, ni los tiempos son los mismos ni nosotros somos los mismos. Quizá por eso no seré yo quien exija a nadie, ni siquiera a mí mismo, ni una mínima parte de lo que muchos dieron en aquella época.
Lo que me resulta raro -por no decir obvio- es que quien escribe, quien se entrega a ese esfuerzo por narrar su realidad, comprenderla, dar un contrapunto a lo esperado y además consigue hacerlo desde esas tribunas donde la audiencia está asegurada, siempre elija enseñar la pata en el mismo sentido. En ese donde el cálculo sobre lo suyo, que coincide siempre con las cuentas de los de arriba, sea lo único que importa.
Nunca, por ejemplo, les veo escribir sobre los trabajadores de Coca Cola y sí mostrarse horrorizados ante la jauría de las redes que ataca al pobre intelectual, que tras soltar alguna soflama clasista, dice sentir cercenada su libertad de expresión pese a contar con una columna semanal en un gran periódico. Nunca les veo interesarse por la mujer que ha sido maltratada y sí lograr la polémica fácil buscándole las vueltas al feminismo desde, eso sí, aquello que llaman lo políticamente incorrecto. Nunca les veo, a la hora del desalojo del CSO, investigar qué de terrible se hacía allí y sí, por contra, les leeré buscando la anécdota chusca que justifique la represión y las detenciones.
Eligen, como Desnos, pero justo en el sentido contrario. Escriben, sí, más como contables que como poetas. Narran, pero siempre con las gafas de lo aceptado, de aquello que finge libre-pensamiento, crítica y mordacidad pero sólo nos entrega seguidismo, complacencia y polémica inane. Se dicen intelectuales, periodistas, escritores, pero no son más que piezas -muy bien pulidas, muy bien pagadas- de la industria de la soledad, de la industria de la separación.
Justo esa que nos hace sentirnos como les contaba al principio, ajenos de todo y de todos, distantes de nuestro tiempo, perdidos en nuestra cotidianidad.