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El relato del éxito
El autor alerta sobre las fantasías que moldean el sentido común desde programas donde la ideología parece entretenimiento y por tanto las precauciones, aun existiendo, desaparecen.
Hace unas semanas acabé de leer El tiempo amarillo, el libro sobre la vida de Fernando Fernán Gómez escrito por él mismo. Sus años fueron los años del S.XX en este país, una época de mediocridad con destellos de genio, un sitio donde el frío sólo se vencía en conversaciones con amigos, un lugar donde la opacidad creó demasiadas sombras en los muros.
Su narración no era la de un santo, sino la de un hombre, con todas las dudas, errores y caídas que nuestra naturaleza falible nos empuja a tener. Por contra, en cada párrafo, se apreciaba una reflexión profunda, meditada, sabia y certera, con convencimiento pero sin arrogancia, sin heroísmo pero con humanidad. Con Fernán Gómez se podía estar o no de acuerdo, pero no respetarle -incluso como cronista involuntario de nuestra historia reciente- sería no respetar a nuestra contemporaneidad.
Siempre que leo un libro pienso en tomar notas de las partes que más me han gustado, pero, supongo, mi inclinación a la literatura catártica y no al periodismo ordenado, hace que la memoria sea la única garante del recuerdo de la turbación. Por eso, creo tan sólo recordar que en uno de los pasajes, Fernán Gómez, hablando del triunfo, del éxito profesional, contaba que era algo que, aun dependiendo del esfuerzo y el talento, tenía mucho de azar y fortuna, de concatenaciones irreproducibles que nos hacen elegir un camino y no otro, de situarnos en ese momento y ese lugar donde nada aún ha sucedido pero todo está a punto de suceder. Y eso, en boca de alguien que rodó más de 150 películas o llegó a cumbres importantes como autor teatral, literario o fílmico, que sabía de sobra qué era el talento y el esfuerzo, merece ser tenido en cuenta. Quizá, porque como él insiste a lo largo del libro, alguien dedicado a la cultura en España nunca puede escapar de la sombra del paro y de la ruina. Quizá porque nos quería advertir de que no hay mayor fantasía que pensar que el futuro está en nuestras manos y no en las manos de los que se han apoderado del futuro de de todos.
Observando el sentido común, que a menudo se confunde con la lógica, la mesura o la templanza, cuando no es más que una construcción ruinosa entre nuestra limitada percepción de la inmediatez y los intereses de los que tienen nuestro futuro en sus manos, veo que está empapado de la fantasía de la que hablaba Fernán Gómez. Por eso el sentido común es un buen indicador de nuestra salud como clase en la medida que, a pesar de sus barreras, refleje más nuestras experiencias que las fantasías creadas por los relatos impuestos que nos las hurtan.
Cuando nos ponemos delante de la prensa, un telediario o un ensayo, activamos nuestras precauciones, intuyendo que lo que allí se nos cuenta puede tener que ver con la alteración del sentido común, siendo conscientes de que quien publica periódicos, emite telediarios o edita ensayos, en muchos casos, lo hará desde unos intereses o aspiraciones muy diferentes a los nuestros. Y eso siendo generosos. No tanto porque la mayoría de la gente no lea ensayos o tan sólo se quede con el aspecto más superficial y anecdótico de la información -y a menudo el más procaz- sino porque la mayoría ni siquiera obtiene esos relatos, esas fantasías que moldean su sentido común, por esos medios, sino allí donde la ideología parece entretenimiento y por tanto las precauciones, aun existiendo, desaparecen.
Que el sentido común, aquí y ahora, crea en el éxito no como un resultado deseable (fugaz, huidizo y azaroso, pero deseable) sino en el éxito como un mantra religioso, un paraíso a alcanzar a toda costa, algo que si no se consigue anula nuestros esfuerzos, talentos y aspiraciones, un éxito, además de ficticio, inalcanzable, no tiene que ver con que un privilegiado de cuna salga en la tele escribiendo en una pizarra sociopatías económicas una noche de sábado, al menos no del todo. Y sí, por ejemplo y entre otras muchas cosas, con esos programas que son la actualización gritona, colorista y estroboscópica de los concursos de talentos de los años 40.
Unos programas donde nuestra relación con lo visto o es de burla rabiosa o es de admiración absoluta, donde la empatía horizontal es sustituida por la piedad vertical ante el discapacitado o el pobre, donde la fugacidad de los acontecimientos nos impide plantearnos el porqué de nuestras querencias, donde las emociones, marcadas con músicas efectistas, nos dan el pie para reír o llorar supliendo su carencia en nuestra vida anémica, donde el suspense no es más que un sustitutivo para lo previsible de nuestra rutina, donde nuestra visión del espectáculo es omnisciente, implicándonos al punto que lo haría el productor del programa, donde todo depende de un sí o un no, donde todo se desarrolla en etapas metáfora de la escalada social, donde la competitividad se intuye en cada abrazo. Lo peor es que nada de esto ha sido pensado políticamente, no hay conspiración ni notables científicos sociales tramando la representación, sino inercia, repetición de lo ya visto, oportunidad y reflejo.
Por eso la única verdad en toda esta fantasía flota esperando a ser vista, casi como una burla. Y es la de que el futuro de los concursantes, tan sólo piezas sustituibles que trabajan sin pensarlo no para su éxito sino para el de los dueños de la cadena, será determinado no por su esfuerzo, ni sus capacidades, sino por la levedad, a menudo insultante, de quien ha sido erigido como jurado sin que nadie se pregunte por qué.