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Ropa de marca e “izquierda” emergente
La apelación al valor de marca, una de las más viejas estrategias de los mercados para estimular el consumismo, se abre camino, definitivamente, más allá de las órbitas de la derecha
Fue a mediados de los años ochenta cuando, por primera vez, sentí la necesidad de tener una prenda de vestir de una marca determinada: era una camiseta azul con la palabra y el logotipo de Nike perfilados en una fina línea blanca. No podía ser más simple. Se la había visto a algunos compañeros de clase y yo quería la misma. Necesitaba ese símbolo sobre mi pecho para molar tanto como ellos. Abruma recordar hasta qué punto llevar una u otra prenda de vestir podía suponer un retroceso en la jerarquía de los compañeros de clase o de los amigos del barrio. Luego llegaron las zapatillas Karhu, el plumífero bicolor marca Rock Neige y de ahí… boom: caí, como casi todos, en el marquismo. Un marquismo del que, me temo, nunca terminamos de desembarazarnos del todo. Ni siquiera los que pasan por ser íntegros militantes anticapitalistas.
Algunos caímos en el marquismo hasta el fondo, porque podíamos. Hay quienes, por ingresos familiares, teníamos acceso fácil a bastante ropa de marca y quienes, sin embargo, tenían que ahorrar una paga irrisoria, hacer trabajos domésticos y rogar durante semanas para que sus padres les comparan una prenda de marca (o al menos sufragasen parte). No era lo mismo llevar unos pantalones vaqueros que otros. No era lo mismo llevar unas zapatillas que otras. Los uniformes en el colegio mitigaban un poco las diferencias sociales; pero incluso vistiendo de uniforme uno podía saber la extracción social de un compañero. No era lo mismo un polo con un cocodrilo y unos zapatos de firma, comprados en el Corte Inglés, que un polo con una pantera y unos zapatos adquiridos por el barrio. Era (y es) raro encontrar a un chaval al que le dé absolutamente igual la marca de la ropa que viste.
Los niños más pequeños son introducidos en la dinámica del consumo de la mano de los juguetes; aunque a ciertas edades todavía no sepan muy bien qué es el dinero. En pocos años, cuando el niño ha crecido, empiezan a pedir juguetes no tanto porque sean más o menos divertidos sino porque «todo el mundo los tiene». Ese «todo el mundo», por supuesto, es el reducido grupo de gente al que queremos pertenecer o en el que queremos mantenernos. En seguida se suma la ropa a los juguetes, videojuegos, consolas y otros objetos de consumo. El atuendo introduce desde etapas muy tempranas el concepto de pertenencia a un grupo y, con ese concepto, se inocula un matiz inquietante: el del estatus.
Muchos padres transfieren a sus hijos, a través del atuendo, la idea de que pertenecen a una determinada clase social incluso desde antes de que los niños tengan uso de razón. Son esos padres que se gastan sumas desproporcionadas en ropa infantil de marca que se quedará pequeña en unas semanas; esos padres que quieren que sus hijos vayan vestidos como lo hacen sus mayores: que la pertenencia al clan quede marcada desde el origen.
Aunque nos pueda parecer estúpido, aunque no queramos admitirlo por irracional y pueril, llevar una u otra marca sirve para que los miembros de uno u otro estrato social se identifiquen entre sí, y esto ocurre casi a cualquier edad. Es más evidente entre los adolescentes y los jóvenes que se adscriben a una u otra tribu urbana, e incluso para los que se adscriben a la tribu de los que no tienen tribu. Pero, insisto: esas pautas de conducta y esa identificación con el grupo no nos abandonan con la edad. Aunque cambiemos de grupo; aunque al madurar algunos cada vez demos menos importancia a lo que vestimos; aunque sepamos que el hábito no hace al monje y que no hay que guiarse por las apariencias: a nuestro pesar las apariencias importan y más en este mundo en el que lo que manda es la imagen. Esto es especialmente notorio en la política.
Marcar la ideología a través del atuendo es algo frecuente y normal entre los adolescentes y los jóvenes. Desde los Red Skins y los Skinheads hasta los borrokas, los perroflautas, los nacional-bakaladeros, los pijos y un larguísimo etcétera: todos recurren a ciertas marcas, ciertas estéticas y ciertos símbolos para adscribirse a una u otra ideología. En 2007, un vídeo de Juventudes Socialistas se mofaba, imitando el programa Pasapalabra, de un supuesto militante de Nuevas Generaciones que vestía un polo color rosa con un enorme cocodrilo sobre el pecho. Lacoste no dudó en lanzar un comunicado diciendo que sus prendas de vestir no tenían ideología e incluso amenazó con acciones judiciales contra el PSOE. Así de delicado puede llegar a ser el tema de las marcas y la política.
Cada franja del espectro político lleva asociado un cliché en la indumentaria, cliché que varía, además, con la edad de los sujetos. Es un hecho que, entre las filas de la derecha, se lucen marcas, logotipos y estilos con menos complejos y hasta con mayor intención (la intención de dejar clara la pertenencia a una élite). Lo llamativo es que, en la derecha, esto sucede con independencia de la edad. Incluso puede exacerbarse con la edad.
Por el contrario, eso no ha pasado tradicionalmente entre la izquierda mediática española más reconocible (la de los llamazares, anguitas, cayos lara, cándidos méndez, etcétera). En ella no se había detectado una voluntad ni de exhibir ni de ocultar determinadas marcas. Más allá de la consabida chaqueta de pana de Felipe González en los ochenta, o de la chaqueta de cuero de Trinidad Jiménez a principios de los años dos mil, la cuestión del atuendo entre la izquierda oficial siempre ha sido tema marginal, a pesar, incluso, de aquel célebre posado en la revista Vogue de las ministras de Zapatero.
Las nuevas vanidades
Por primera vez entre los nuevos líderes de la izquierda emergente detectamos una intención marquista y ciertas concesiones a la vanidad (no soy yo, desde luego, el que está libre del pecado de la vanidad y, el que lo esté, que tire la primera piedra). Así, vemos al líder de Izquierda Unida, Alberto Garzón, enseñando tatuaje en un baño, en una genial fotografía de Uly Martín para El País. No nos imaginamos a ningún líder de la izquierda tradicional haciendo semejante concesión, pero tampoco esos líderes del pasado han crecido rodeados de redes sociales (ni habían interiorizado las técnicas del llamado personal branding).
También hemos visto últimamente a Íñigo Errejón lucir un anorak de una marca madrileña que se vende en todo el mundo y fabrica sus prendas a partir de materiales reciclados (redes de pesca, botellas de plástico…). Esta marca lleva meses logrando colocar productos en cadenas de televisión (no es raro ver a los rostros más famosos de La Sexta luciéndola), desconocemos si en el marco de una campaña de product placement. Otro caso peculiar es el de determinada marca zapatillas de deporte originarias del Estado de Massachusetts. Cada vez más habitual verlas entre personajes mediáticos (el periodista Jordi Évole, el cineasta Cesc Gay…). Es otra de esas marcas frecuentes entre los que se tienen por representantes de una izquierda emergente. Alguna concejal del Ayuntamiento de Madrid las calza a menudo. Reconozco estas marcas porque yo también consumo algunas. También a mí me han acabado derrotando (con su mensaje subliminal de compra esto para molar más) y me han llevado hasta la línea de cajas registradoras para pagar religiosamente, como cuando era un chaval que suspiraba por una camiseta concreta.
Pero el caso más llamativo es quizá el de la marca de ropa 198. Es frecuente encontrar dirigentes de Podemos luciendo prendas de vestir de esta firma madrileña: Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Irene Montero… Aunque nunca deja de ser inquietante la uniformización en el atuendo de los cuadros dirigentes de un partido político –los precedentes son poco tranquilizadores–, la omnipresencia de la marca 198 en Podemos se debe seguramente a que sus fundadores son viejos conocidos de la cúpula de Pablo Iglesias. Entre ellos Juan Manuel del Olmo, socio fundador de 198 (tal y como figura en su perfil de LinkedIn), responsable de actividades internas de la Secretaría General de este partido político y diputado por Valladolid en el Congreso.
La propia página web de la marca (con el mismo color de fondo, morado, que la web de Podemos) utiliza para promocionarse la imagen de los líderes de esta formación política. Los componentes de la cúpula de Podemos, siguiendo una de las más novedosas técnicas de mercadotecnia, se han convertido en lo que en márketing se llama brand advocates (embajadores de marca). La reiteración en el uso de estas prendas de vestir por parte de personajes públicos, cuya presencia en los medios es constante, supone una prescripción activa e implica un subtexto de intercambio semántico: ‘Llevo esta marca porque tengo estos valores y tengo estos valores porque llevo esta marca’. De hecho, en la web de 198 se puede leer lo siguiente: “198 es el símbolo de la victoria del poder civil. Somos 198 los que luchan en la primera fila por un cambio. Somos los defensores de la alegría. #SoloPodemosVencer”.
El fenómeno 198 comenzó con la mercantilización de los símbolos republicanos, cuando crearon una camiseta tricolor de la selección española de fútbol (hoy incluso se puede adquirir una manta de viaje). Ese éxito comercial les permitió diversificar catálogo. Hoy, prendas de esa marca son lucidas con orgullo por grupos musicales como Boikot, Ska-P y Chikos del Maíz. Los responsables de la firma de ropa en alguna ocasión han asegurado que su marca no es exclusiva de ninguna ideología política. Justo lo mismo que tuvieron que hacer desde Lacoste cuando se los quiso identificar con el PP.
La mercantilización de símbolos como los colores de la República no es nueva. El merchandising de izquierdas tiene décadas (basta con visitar cualquier mercadillo para encontrar una enorme variedad de productos). Sin embargo el caso de 198 va más allá: por primera vez introduce el factor marca con una firma española, algo que hasta ahora estaba limitado a firmas foráneas orientadas a la estética skin, tanto de izquierdas como de derechas (Fred Perry, Ben Sherman, Lonsdale, etc). Todo sea en aras de reconocerse como miembro de un grupo, todo sea para satisfacer la condición gregaria del ser humano, todo sea para intentar recorrer esa distancia que separa el cómo somos del cómo nos gustaría ser. La apelación al valor de marca, una de las más viejas estrategias de los mercados para estimular el consumismo, se abre así camino, definitivamente, más allá de las órbitas de la derecha.