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En defensa del ‘buenismo’
"Cada vez somos menos los que creemos que otra Europa y otro mundo son posibles. Somos los 'buenistas', el hazmerreír de las redes sociales y de las tertulias televisivas", opina el autor.
Soy buenista. Creo que los atentados terroristas que sufren Europa, África, Oriente Próximo y Asia tienen un único origen, pero motivaciones muy diversas: desde la pura maldad de unos individuos, hasta los intereses de las grandes potencias y de las grandes fortunas del mundo. Soy buenista. Creo que, si bien algunos de esos atentados, antes de consumarse, han podido ser neutralizados por los cuerpos y fuerzas de seguridad de los Estados, es imposible librarse de ellos empleando solamente medidas policiales o militares. Soy buenista, creo que las medidas que de verdad los erradicarían no tienen un efecto inmediato y no son medidas exclusivamente de carácter militar y policial. Digo que la solución no será militar y por eso seré tachado por algunos adalides de la violencia como buenista. Lo soy, y estoy orgulloso de serlo.
Si abogar por soluciones no estrictamente violentas es buenismo, cabe decir entonces que lo contrario del buenismo es el malismo. Veamos a qué nos ha conducido el malismo, ese que comenzó en los ochenta con el bombardeo de Libia, pasó por los ataques preventivos y los daños colaterales en la Guerra del Golfo en los noventa, y alcanzó su cumbre con la Guerra de Irak (tan jaleada por el PP que hasta sus parlamentarios, entre risas, aplaudían en el Congreso los bombardeos): «En los últimos 15 años, los atentados terroristas han pasado de menos de 2.000 a casi 14.000. Y las víctimas mortales se han multiplicado por nueve», recordaba Moisés Naim el domingo en El País. Si quisiéramos invertir esa tendencia para las próximas décadas, es ahora cuando habría que empezar a implementar medidas diferentes. Esto lo saben perfectamente quienes nos gobiernan. Saben que sus políticas presentes no contribuyen en nada a librarnos de atentados futuros.
La espiral de comportamiento siempre es la misma: Occidente cae en estado de shock por atentados en su territorio. Todos los medios de comunicación se vuelcan en cubrir la noticia. Los gobiernos se movilizan: gabinetes de crisis, cumbres extraordinarias, declaraciones solemnes… Es lo urgente. La atención de la opinión pública se focaliza en ejes muy simples, que todo el mundo pueda entender: los buenos (nosotros) son atacados por los malos (ellos). Aunque no sepamos muy bien quiénes son ellos. Da igual. No estamos para reflexiones. No tardan en llegar los bombardeos a miles de kilómetros de distancia. Eso es, mano dura, braman los malistas. Como si sirviera de algo.
Todos nos identificamos con las víctimas y sus familiares, nos ponemos en su lugar (cómo no compartir su sufrimiento, cómo no pensar que podría habernos pasado a nosotros). Y nos indignamos, genuinamente, por semejante barbarie. No tardan en aparecer quienes, con la cabeza caliente, desean soluciones simples (como si las hubiera). Son los adalides del malismo, esos machotes que enarbolan la palabra guerra. Los que piensan que bombardeando un país a miles de kilómetros se solucionará algo. Entre ellos hay de todo, desde primeros ministros a escritores consagrados, rambitos de tercera. Creen que esto es una guerra contra el terrorismo. Las guerras, señores, se pueden ganar en el terreno militar y esto no es una guerra porque no se puede ganar exclusivamente en el terreno militar. Ojalá fuera así de sencillo. En seguida tardan en surgir los simples de entre los simples: los que a su incultura suman su imbecilidad. Son los que dicen, ridiculizando a los buenistas: ‘Eso, démosles flores y abrazos a los terroristas, a ver si así los vencemos’. Son los malistas a la enésima potencia. Ignorantes peligrosos a los que se identifica rápido porque estigmatizan a grupos enteros de personas, bien por su origen, bien por su religión.
Y, cuando apenas nos hemos sobrepuesto a la urgencia de responder a este atentado (y de digerirlo), otra urgencia informativa, otra última hora, nos volverá a poner en estado de alerta, desviando nuestra atención a cualquier otro punto del planeta. Así, el poder va administrando nuestro miedo y creando, poco a poco, ciudadanos cada vez más dóciles y simples ante el Estado, pero cada vez más proclives a abrazar el malismo, esas pseudo-soluciones que, en realidad, no solucionan nada, que no contribuyen a librarnos de futuros atentados.
Mientras, por culpa del malismo, Occidente va perdiendo su razón de ser. Sin garantías judiciales, se encierra a sospechosos en campos de internamiento y tortura, como Guantánamo. Se supende el habeas corpus. Se ejecuta sin juicio previo, mediante drones, a supuestos culpables. Se recortan las libertades de los ciudadanos. Se generaliza la videovigilancia y el espionaje informático de nuestras vidas privadas. El terrorismo es la excusa perfecta para que los poderes implementen una agenda cada vez más represiva y totalitaria. En aras de nuestra seguridad, Occidente comienza la violación sistemática de todos y cada uno de los derechos humanos, esos mismos sobre los que dice haberse erigido. Qué gran victoria para los terroristas. Agradezcámoselo a los malistas. Qué poca idea tienen de lo que es la auténtica seguridad.
Aunque todos esos atentados estén relacionados, aunque todos tengan una causa común, aunque en todos mueran seres humanos, a la opinión pública europea sólo le duelen de verdad los más de 35 muertos en los atentados de Bruselas del pasado día 22 de marzo. No tanto los 34 muertos de Ankara, el día 13, o los 25 muertos en una mezquita de Nigeria el día 16, o los 30 muertos en un campo de fútbol de Bagdad del día 22. La consternación, en Europa, no es comparable. Ni siquiera por la masacre de Pakistán aunque ésta, quizá por estar tan cercana temporalmente a la de Bruselas, sí ha acaparado más titulares (también porque se ha producido en un contexto de escasez de noticias, en plenas vacaciones y sin pulso político). En general, por los atentados que suceden fuera de Occidente los primeros ministros no suspenden sus agendas, ni se llenan las puertas de las embajadas de velas y flores, ni hay minutos de silencio frente a los ayuntamientos y en los centros de trabajo, ni los malistas preñan las redes sociales de mensajes descerebrados de odio y violencia. Raro es que Ankara o Bagdad sean trending topic en Twitter.
Esta indiferencia hacia lo que sucede fuera de Occidente se mueve en el mismo ámbito conceptual (aunque de manera comedida) en el que lo hace un rampante nacionalismo paneuropeo de raíz populista e islamófoba, como el de Pegida en Alemania o el que vimos el domingo en Bruselas. Un nacionalismo que choca frontalmente con los auténticos valores europeístas, esos que nuestros dirigentes se han encargado de pisotear a conciencia. Los valores europeístas (la materialización de los ideales de la Ilustración, de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad en una unión política y ciudadana) ya sólo los defendemos una minoría acorralada entre los ultracapitalistas que sólo buscan construir mercados, los populistas paneuropeos islamófobos y los provincianismos nacionalistas anclados en la preservación o en la creación de nuevos Estados-nación. Cada vez somos menos los que creemos que otra Europa y otro mundo son posibles. Somos los buenistas, el hazmerreír de las redes sociales y de las tertulias televisivas.
Los más de 35 muertos de Bruselas se convierten en algo urgente y en lo único importante, cuando en realidad todos los muertos son igual de importantes y es igual de urgente evitar que se vuelvan a cometer atentados en cualquier lugar: en Oriente Próximo, en África, en Asia, en Europa… Y precisamente porque es urgente erradicar los atentados son necesarias medidas con efecto a medio y largo plazo, medidas que vayan más allá de lo policial y lo militar. Es necesario, pues, poner entre paréntesis la actualidad más acuciante -lo urgente- y enfocarse más en lo que, de fondo, también es importante: la intrahistoria de los atentados, sus causas profundas, sus raíces multiformes.
Se dirá que la única causa de los atentados es la maldad y la crueldad de unos individuos. Es cierto. Nada los justifica. Pero hay que preguntarse por las causas de esa maldad y esa crueldad. La respuesta no es tan fácil como decir que se debe a su religión. Los atentados mal llamados yihadistas matan a ocho veces más musulmanes que a personas de cualquier otro credo (entre otras cosas porque la mayoría de ataques se producen entre musulmanes suníes y chiíes). ¿Cuáles son, pues, las causas de esa maldad y esa crueldad? Ésta es la pregunta que nadie quiere hacerse (entre otras cosas porque quien se la haga en seguida será acusado de justificar los atentados).
¿A quién beneficia que no nos hagamos preguntas? ¿A quién beneficia que no nos preguntemos por el tráfico de armas y la venta ilegal de petróleo? ¿A quién beneficia que nuestra única respuesta institucional provenga desde el malismo? ¿A quién beneficia, en definitiva, que nada cuestione el modelo de crecimiento basado en el maldito petróleo y en el productivismo, pese a los infinitos peajes en vidas humanas que ya nos ha hecho pagar y que seguiremos pagando en el futuro? ¿A quién beneficia que se ridiculice el buenismo?
Sigamos así. Sigamos matando y dejándonos matar por el petróleo. Sigamos matando y dejándonos matar por mantener este ultracapitalismo salvaje para el que la democracia, los derechos humanos y la protección del Medio Ambiente sólo son un estorbo. No tomemos medidas diferentes. Intentemos paliar los estornudos con estornudos mayores y no hagamos nada por curar el resfriado.
Recortemos libertades en Europa, instauremos un Estado policial y bombardeemos por enésima vez al enemigo (aunque no nos interese preguntarnos quién es el enemigo). Bombardeemos, como hemos venido haciendo desde los años noventa y, con especial énfasis, desde la Guerra de Irak.
Bombardeémosles, a ver si así dejan de odiarnos.