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El extrañamiento. Tradición y aplicaciones

"Somos un país de tradiciones y pantallas encendidas, como Japón, para sentirnos más importantes y menos solos. Así se entiende el éxito que tienen los móviles actuales", afirma el autor.

Una de mis lecturas preferidas en la infancia, por extraño que parezca, era una especie de publicación promocional turística que mostraba la inigualable belleza de los lugares y la excepcional calidad de las gentes de España, creo recordar que en un tono parecido al de esta frase. No es que yo fuera un niño especialmente nacionalista ni entregado a la patria, sino que disfrutaba de una sensación muy especial al imaginarme que así nos verían los extranjeros, que para un niño periférico en el 85 era casi igual que decir los extraterrestres. Luego, más tarde, supe que aquello se llamaba extrañamiento, y que era la forma literaria de verse a uno mismo desde los ojos de otro, de observar tu cotidianidad con la claridad del que nunca la ha experimentado. Por lo demás, del libro, lo que más me gustaba era el capítulo titulado España, país de tradiciones, porque salía una mujer haciendo encaje de bolillos que yo creía tía de mi madre, aunque al final resultó no serlo.

De aquello, supongo, me quedó la sensación de que efectivamente somos un país de tradiciones y creo que no soy el único. Un país que ha carecido tantas veces de futuro acaba encontrando una especial afición por regodearse en su pasado, nombrando gloriosa tradición milenaria a todo, aunque el hecho no sea ni vetusto ni especialmente relevante. Es verdad que los castillos ayudan, así como las extendidas costumbres populares, desde honrar al santo haciendo volar cabras hasta mantener la televisión encendida siempre, incluso en ausencia de espectadores, especialmente en esas dos instituciones tan nuestras llamadas comedor y bar de la esquina.

Somos un país de tradiciones y pantallas encendidas, como Japón, para sentirnos más importantes y menos solos. Así se entiende el éxito que tienen los móviles actuales, esos que permiten desde el estatismo sedente -cuerpo en el sofá, pies en la mesa, tele al fondo con lo que sea- poder hacer de todo. El único momento en que encontramos digno levantar la vista de una pantalla a otra es cuando salen los anuncios. La publicidad televisada, ese lugar donde unos fideos precocinados en un cacharro de plástico saben deliciosos, donde todo lo inútil se hace necesario. Allí también anuncian ahora aplicaciones para móviles, programas con diferentes utilidades, todos tan imprescindibles que necesitan ser promocionados.

En un anuncio, por ejemplo, una mujer joven, sonriente y muy segura de sí misma consulta la calidad de los restaurantes a través de su móvil, que es a lo que se dedica el urbanita medio con posibles la mayor parte del tiempo. No ir a restaurantes para comer, sino ir para criticarlos y poder hacer notar así su criterio y sofisticación al resto. Esto, sospecho, es culpa de tantos programas de cocina y tantas series protagonizadas por neoyorkinos, que son el icono a seguir en estos temas, es decir, los de transformar las cosas buenas, bonitas y sencillas en un complicado sistema de exclusiones, amaneramiento y puntuación. “Compara opiniones de gente como tú”, dice el anuncio mientras que aparecen caras que dan la sensación de ser muy de clase media, muy de centro, muy de entender la aventura como la variación del índice bursátil. Es lo bueno de esto del móvil, que te ahorras las opiniones de los que no son como tú y además te advierte para no entrar en ese restaurante donde hay gente sólo comiendo, sin criticar.

En otro anuncio se nos presenta una aplicación para ayudarte con tus problemas financieros del día a día. Yo me asusté ya que no sabía que la gente tuviera de eso, finanzas, aunque por el desarrollo del spot comprendí que se referían tan sólo a cosas del dinero: lo que tienes, lo que te gastas y tal. Me sentí un poco, también, como aquellas pobres señoras que desconocían el orgasmo y seguí atendiendo, por aprender algo. A través de una instructiva cancioncilla se presentaban situaciones donde se alternaban los efectos entre el antes y el después de instalar el ingenio. Un chico, de hecho, pasaba de ser una especie de sucio y descamisado barbudo sin liquidez a un próspero hipster sonriente que diseñaba tablas de surf. Nunca supuse que los problemas económicos de los trabajadores fueran cosa de gestión financiera, pensé que, quizá, el desempleo, los sueldos de miseria o la carestía de la vida tenían algo que ver. Y no, la respuesta estaba en la palma de nuestra mano.

La siguiente aplicación que me sorprendió debió de haber sido programada en el Caribe, por la música de estilo tropical que sonaba en el anuncio. Su existencia parece facilitar la compraventa de objetos de segunda mano entre particulares para que así “se saquen un dinerito”. Quién pensaría que en los primeros años del siglo XXI la chamarilería volvería con fuerza entre las actividades preferidas por la juventud. A lo mejor es tan sólo cosa de coleccionismo o de un repentino interés ascético por deshacerse de las posesiones materiales acumuladas. Pero parece que lo del dinerito es porque no se llega, por mucho que se corra, y hay más de un aguijerito que tapar. También somos un país de diminutivos, que es como se habla cuando algo duele y quieres que lo haga menos.

El dinero parece ir unido a estos nuevos inventos, igual que los juegos de azar, que es justo lo que más necesita un país con millones de parados. Supongo que la legalización del juego telemático, a mediados del 2012, justo en el momento más duro de los recortes, fue toda una graciable medida del ejecutivo pensando en dar posibilidades de enriquecimiento para la población. Póker para todos, clama uno de estos anuncios, casi en la senda del 15M. En otros aparecen estrellas del balompié disfrutando de la emoción de las apuestas, las tragaperras o la ruleta, también desde su sofá. Todo un nuevo mundo de posibilidades a su alcance, una diversión sin peligro alguno.

Y es que el futuro era esto. Ni siquiera la letanía con la que empezaba Trainspotting, la novela de Welsh, que fue llevada al cine justo ahora hace veinte años, pudo haber previsto tal cosa. Elige la vida, elige una familia, elige una carrera, elige una aplicación de móvil que convierta tu vida en una encuesta de satisfacción o que maquille como oportunidad individual la carencia social que más te duela. Elige incluso ser partícipe de una gran broma siniestra, esa que te ofrece una app de nombre suizo y que vale para especular con acciones a futuro. Elige un empleo chateando con tu jefe, uno por unas horas y sin contrato. Elige el mejor paso de Semana Santa, un santo al que rezar, puntuado por gente como tú. Elige una pareja, con buenos genes, fértil, con sus finanzas saneadas. Elige a tu candidato, para el gobierno o el reality. Elige una enfermedad mental y su psicofármaco. Elige una minoria a la que odiar. Elige tus tradiciones. Elige nuestra no ideología, elige nuestra no vida, elige que nosotros elijamos por ti.

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