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Historias de los que sabían observar

La observación desempeña un papel protagónico en la investigación hasta el punto de ser el elemento fundamental de la ciencia, la puerta de entrada del mundo exterior hacia nosotros mismos

“Una de las mejores cosas de ser naturalista es que se nace con todo el equipo básico: sus ojos, sus oídos y sus sentidos de olfato, gusto y tacto. Es desde luego posible ampliarlo mediante instrumentos manufacturados, pero un naturalista habría de disfrutar trabajando desnudo y en una isla desierta”

Gerald Durell & Lee Durell. Guía del Naturalista (1982)

La observación desempeña un papel protagónico en la investigación hasta el punto de ser el elemento fundamental de la ciencia, la puerta de entrada del mundo exterior hacia nosotros mismos. No obstante, la capacidad de observación del ser humano es limitada; por lo general, cuando su atención no se concentra deliberadamente sobre los fenómenos, no puede percibirlos con exactitud. Pero los hay quienes poseen una extraordinaria habilidad para contemplar y comprender la naturaleza, observadores natos que establecen fácilmente una conexión con el entorno y los seres vivos que lo habitan. En definitiva, personas con una sobresaliente «inteligencia naturalista», término que alude a una de las ocho inteligencias del modelo propuesto por Howard Gardner en la Teoría de las Inteligencias Múltiples.

La observación de la naturaleza ha apasionado al ser humano desde los tiempos más remotos, conservándose aún hoy testimonios de la fascinación que producían los animales ya en la prehistoria, como las pinturas de Altamira o de Lascaux, en España y Francia, respectivamente. Desde Aristóteles -paradigma de la polimatía y padre de las ciencias biológicas- a nuestros días ha habido individuos singulares con ese don natural para escudriñar y comprender la naturaleza, personajes embebidos por la belleza de una biosfera palpable y hasta del cosmos más etéreo, fascinados por los misterios vitales. Observadores excelsos que consagraron su existencia a la comprensión de los fenómenos naturales, obstinados en cuestionar el mundo y dotar de explicación cualquier prodigio natural, desde el frenético aleteo del minúsculo colibrí zunzuncito hasta el movimiento magnánimo de los astros y las estrellas circumpolares.

Para los estudiosos de la vida, especialmente para los zoólogos, con objeto de descubrir el modo en que se comporta un animal o los detalles de una pauta de comportamiento es preferible comenzar con lo que sucede en su hábitat, aunque sólo sea para tener un punto de referencia. En muchas ocasiones, fruto de esa comunión con la naturaleza, del éxtasis observacional, pueden llegar a producirse situaciones surrealistas y hasta caricaturescas, peripecias que todo aficionado al placer contemplativo y a la interacción con el medio alguna vez ha podido experimentar en sus carnes. El anecdotario es prolijo, sobre todo entre los precursores de la etología -o ciencia del comportamiento animal- y la divulgación científica.

Estos sabios consideraban que era tan importante desentrañar los secretos de la conducta animal como poder hacer llegar estos conocimientos al público no experto, con el objetivo de difundir los nuevos avances científicos y ayudar a la comprensión básica de ciertos hechos y mecanismos. Sin embargo, ni los más ilustres observadores se han librado de los recurrentes gajes del oficio. He aquí una pequeña selección de cuatro divertidas anécdotas que, junto con sus célebres protagonistas, son parte ya de la historia de la ciencia.

Sobreponiéndose a no pocas dificultades durante toda su vida, Jean-Henri Casimir Fabre (1823-1915) experimentó precozmente la pasión por la observación de los tesoros naturales en su Occitania natal. Sus progenitores, en un alarde de torpeza desmedida, consideraron el amor de su hijo por el campo como signo de pereza, y su avidez como coleccionista de minerales, nidos de pájaros e insectos, síntomas inequívocos de idiotez. Poeta enamorado de la Provenza, este francés fue un observador empedernido al que el mismísimo Charles Darwin llegó a calificar como «El observador inimitable», un anacoreta normalmente ataviado de un peculiar sombrero de ala ancha y que durante buena parte de su existencia vivió, cual funámbulo, haciendo equilibrios entre la inicua pobreza material y la más absoluta de las riquezas sapienciales. Celebérrimos son sus estudios sobre los insectos en su medio natural -sobre todo los Recuerdos Entomológicos (1879-1909)- que plasmó en textos sencillos, interesantes y cargados de humanidad, permitiendo divulgar nuevos conocimientos sobre entomología -hasta entonces una materia reservada a los académicos- y postulándose como uno de los iniciadores de la etología.

FABRE

Los trabajos de Fabre fueron especialmente reveladores para explicar el comportamiento especies como el escarabajo pelotero.

Cuenta la hija de «El ermitaño de Serignan», apodo con el que lo conocían sus convecinos, que cierto día de verano mientras el genio se encontraba sentado en el borde de un camino bajo un sol abrasador, durante horas aparentemente absorto y mirando a la nada, un guarda trató de arrestarlo por conducta sospechosa. Fabre, paciente y seguro, le explicó que se encontraba observando a las abejas y avispas de la zona, explicación que, aunque en principio no pareció satisfacer demasiado al agente de la ley, finalmente le permitió tenderse de nuevo en el suelo para reanudar sus apasionadas observaciones sobre los himenópteros.

Dentro de la larga tradición del género documental como vehículo de divulgación científica, uno de los temas más frecuentes, tratado desde la misma génesis del séptimo arte, es la descripción de la naturaleza y la vida animal. Los hermanos Richard Kearton (1862-1928) y Cherry Kearton (1871-1940) son considerados como los primeros fotógrafos profesionales de la vida salvaje. Estos naturalistas ingleses desarrollaron una serie de sistemas innovadores para obtener ángulos poco habituales para sus instantáneas, utilizando escaleras, trípodes especiales y tácticas de camuflaje poco ortodoxas que incluían árboles falsos y cueros elaborados a partir de animales muertos. Con el advenimiento de las técnicas fílmicas, Cherry se convirtió en uno de los camarógrafos y productores más prolíficos del género, viajando por los cinco continentes y compartiendo su pasión por el mundo natural a través de sus numerosos libros, programas de televisión y películas etnográfico-naturalistas como Roosevelt in Africa (1910) y A Primitive Man’s Career to Civilisation (1911), mientras que Richard continuó consagrándose a la investigación.

En sus primeros años de trabajo conjunto los hermanos pusieron a punto toda suerte de disfraces, desde una falsa oveja con una cámara integrada que disparaban por control remoto desde un escondrijo hasta la famosa vaca de madera, con espacio interior suficiente para acomodarse una persona y su equipo fotográfico. Un día, tras despedirse Cherry de su hermano, que se encargaba de dejarle instalado, tuvo la mala suerte de volcar, con lo que hubo de pasar varias horas atrapado dentro del rumiante simulado antes de que Richard volviera y le enderezara nuevamente, no sin tomarse previamente unos minutos éste último para inmortalizar la estampa con una divertida fotografía que pasaría a los anales de la fotografía documental.

Cuando durante su jornada diaria paseaba, se sentaba, nadaba o remaba en su canoa en Altenber, a Konrad Zacharias Lorenz (1903-1989) podía vérsele seguido o rodeado de una rara y aparentemente casual selección de los más diversos animales que había elegido para estudiar. Es más, su método de estudio más común, el troquelado o impronta, tenía por fin que los animales le aceptaran como uno de ellos. Tal fue la repercusión de sus estudios en este campo que en 1973 recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina, cuyos hallazgos se integrarían posteriormente en la teoría del apego humano. Las fotografías de Lorenz acompañado por bandadas de gansos, animales sobre los que este etólogo austríaco realizó importantes investigaciones, son fotogramas imprescindibles de la biología del siglo XX. Al finalizar la secundaria estaba tan interesado en la evolución que quiso estudiar zoología y paleontología, pero obedeciendo a su padre y siguiendo sus pasos optó finalmente por la medicina, aunque posteriormente retomó su pasión.

Gracias a los textos de Konrad Lorenz, podemos maravillarnos de las facetas de la vida social de muchos animales, especialmente de aves como las grajillas.

Gracias a los textos de Konrad Lorenz, podemos maravillarnos de las
facetas de la vida social de muchos animales, especialmente de aves como
las grajillas.

Antes de sus años gansos y al tiempo que obtenía su título de doctor en medicina, fue una grajilla la que lanzó a Lorenz hacia su carrera como estudioso del comportamiento animal. En el verano de 1928 sus observaciones sobre la vida social de estos córvidos -que más tarde plasmó en El anillo del Rey Salomón (1952)- ocupaban enteramente su tiempo, haciéndose con una gran colonia de aves en su desván, lo que le permitió analizar su fuerte impulso de defensa comunitaria. Tanto era así que la manipulación de cualquier individuo desencadenaba automáticamente un ataque masivo de toda la colonia y la hostilidad eterna para con el presunto atacante, por lo que tenía que ser muy cauteloso para que no aconteciera tal fatalidad. Para evitarlo -y a riesgo de granjearse una reputación de excéntrico entre sus vecinos- Lorenz se encaramaba habitualmente a su tejado ataviado con un ridículo disfraz de demonio, cuernos y cola inclusive, y así poder anillar a los polluelos sin peligro de obtener el rechazo eterno de sus queridas aunque rencorosas grajillas.

Sus expediciones por países de todo el mundo y sus trabajos por la preservación de especies en peligro de extinción fueron internacionalmente conocidos, en parte gracias a su precoz activismo conservacionista y una excelsa labor de divulgación científica. Gerald Malcolm Durrell (1925-1995) nació en la India, donde vivió tres años antes de volver con su familia a Inglaterra, trasladándose posteriormente a Corfú de 1935 a 1939. Este intervalo de tiempo en la isla griega sería más tarde la base para su prodigiosa y tiernamente delirante trilogía de Corfú, compuesta por Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses, narración autobiográfica de una infancia envidiable, con el campo y el mar Mediterráneo como única escuela, donde pronto el joven Durrell comenzó a desentrañar los misterios de su entorno.

Gerald Durrell visitó Madagascar para iniciar la cría en cautividad de algunas especies endémicas, como el aye-aye, que más tarde inmortalizó en su libro 'The Aye Aye And I', traducido al castellano con el título 'Rescate en Madagascar'.

Gerald Durrell visitó Madagascar para iniciar la cría en cautividad de
algunas especies endémicas, como el aye-aye.

Dentro de este variado terreno tan accesible encontró muchos amigos, como las cetonias, las azules abejas carpinteras, las mariquitas, las mígalas y otros animales de los que ocuparse. Un día descubrió una hembra de escorpión revestida por una masa de bebés diminutos agarrados al dorso. Embelesado ante la familia arácnida, decidió llevar a todos sus miembros consigo para poder estudiarlos de cerca utilizando una caja de fósforos como morada provisional. La situación se tornó caótica cuando su hermano mayor Larry, tras un almuerzo y dispuesto a disfrutar de un cigarrillo en los postres, echó mano de los fósforos equivocados. Al abrir la caja de Gerald, la hembra trepó rauda al dorso de la mano de Larry junto con su prole, quien, al sentir su presencia, de un golpe esparció a los escorpiones cual confeti contra la mesa en donde se encontraba toda la familia, que entró en pánico. Tras recuperar a todo el rebaño, el pequeño Gerald depositó a los escorpiones de vuelta en el jardín, con gran pesar y recibiendo fundadas acusaciones de salvajismo por parte de su madre. Y es que su familia le tenía prohibido meter escorpiones en casa, a pesar de sus argumentos a favor.

Comoquiera, el entusiasta de la naturaleza sabe disfrutar especialmente del deleite de los sentidos, acaso por estar dotados de una cosmovisión alejada del antropocentrismo occidental y su cultura hiperasfáltica imperante. Sólo cuando uno entiende que no existen criaturas horribles, que todas son parte de la naturaleza y que tienen el mismo derecho que nosotros a estar en el mundo, sólo en ese preciso instante se puede gozar plenamente del arte de la observación y de las fantásticas aventuras que conlleva nuestro vínculo con el medio.

El poeta inglés Lord Byron, uno de los máximos exponentes del Romanticismo y gran aficionado a los animales, escribió en una ocasión: “El arte, la gloria, la libertad se marchitan, pero la naturaleza siempre permanece bella”. Así pues les invito a que se deshagan de los prejuicios, a que destierren las fobias infundadas, a que se alejen por un día -o por una vida- de sus junglas de concreto, a que agudicen los sentidos y simplemente observen a su alrededor. Entonces reconocerán la verdadera belleza y disfrutarán de historias que, como las anteriores, merecerán ser contadas.

Pedro María Alarcón-Elbal es especialista en entomología sanitaria y trabaja actualmente en la Universidad Agroforestal Fernando Arturo de Meriño de Jarabacoa, República Dominicana.

Para saber más:

ANDERSON, M.J. 1997. Children of Summer: Henri Fabre’s Insects. Farrar, Straus and Giroux, 100 pp.

NISBETT, A. 1985. Lorenz. Salvat Editores, 227 pp.

DURRELL, G. 2010. Mi familia y otros animales. Alianza Editorial, 416 pp.

DURRELL, G. & DURRELL, L. 1982. Guía del Naturalista. Hermann Blume, 319 pp.

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