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Las buenas maneras

"El público aspira a líderes infalibles, no a políticos honestos. Honestos para explicar que la política, y más si pretende ser política a contracorriente, requiere de algo que necesita sobrepasar la estética del libro de autoayuda", sostiene el autor.

¿Es la pereza de imaginación o de raciocinio que nos impide investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza en tener una muletilla siempre a mano con que responderse a sus propios argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general?
Larra

 

Sigo en twitter, a modo de perversión secreta, varias cuentas cuya principal motivación consiste en acotar qué es el buen gusto y los correctos modales. Lo hago por ese placer extraño que da el contraponer las ruinas de un mundo que nunca existió con la ansiedad de miles de seguidores empeñados en prepararse para una recepción en la embajada de Lichtenstein que, seguramente, nunca llegue a suceder. Los tuits que allí se escriben son una colección de aforismos, mandatos y reglas que giran en torno a cuestiones tan ligeras como el uso de la cubertería, los binoculares para la ópera o el modo correcto de reverenciar ante un obispo. Al margen de la afición estética por lo verdaderamente antiguo, lo que me resulta enternecedor del asunto es la completa arbitrariedad de los mandatos, ese esfuerzo absurdo por encontrar una coherencia, una totalidad, a unas formulaciones que no son más que la alucinación clasista de señores con la piel cerúlea que murieron hace mucho tiempo.

Cada día se vierten toneladas de palabras sobre la escena pública a la escena pública. Un esfuerzo por comprender nuestro momento que, al menos de inicio, es reconfortante. Periodistas, escritores, contertulios, intelectuales y, afortunadamente, cualquier persona con acceso a un teclado e internet expresan análisis, juicios y opiniones acerca de eso llamado sociedad. Casi ninguna es desinteresada, la verticalidad domina como ha hecho siempre y la parcialidad, que no es más que la forma pacata de nombrar a las posiciones, se hace patente en cada conflicto. Puede que el debate público no haya sido nunca una escuela de corrección y maneras, pero siempre es preferible un país de deslenguados a uno de mudos.

Sin embargo, este debate público, en una extraña imitación contemporánea, se parece cada vez más a esos tratados del gusto de los que les hablaba al principio. Y no, no es que de repente se estén recuperando las formas versallescas, sino que la arbitrariedad en el pensamiento público es cada vez mayor. El problema no es que lo que se diga sea erróneo o acertado, el problema es que lo dicho se parece cada vez más a la compra de un pack indivisible y no a la puesta en práctica del pensamiento estructurado.

Leía a Esperanza Aguirre, condesa consorte de Bornos y experta nadadora de naufragios, escribir sobre la insoportable superioridad moral de la izquierda española. El problema no es nuestra izquierda, que algo de insoportable tiene, sobre todo cuando se viste de primera comunión para ir a las instituciones, sino que si resplandece moralmente es en comparación con la abismal bajura moral de nuestra derecha. Remitiéndonos tan sólo a Madrid, lugar de retiro táctico de Aguirre, vemos que el partido político del que forma parte abrazó la depredación económica neoliberal con un ímpetu tal que estuvo a punto de llevarse por medio consensos tan básicos como la sanidad pública, que utilizó la corrupción a unos niveles que prometen desvelarse aún más escandalosos de lo que ya lo han hecho, o haber manejado la mentira con el pudor propio de un vendedor de coches usados en Las Vegas. “Prefiero tener un compañero que haya robado a uno que ponga bombas”, decía un tal Fanjul, concejal popular, hace nada en referencia a Ahora Madrid.

Y a mí, lo que me inquieta, no es la superioridad mística de Aguirre, ni esa ridícula mentira sobre otros pero verdad sobre sí mismos de los ladrones y las bombas (una o dos de estas por semana), ni siquiera ver a Peter Percival perdiendo los papeles, literalmente. No, lo que me extraña es que sea tan difícil localizar a un votante popular que te mire y te diga entre sincero y avergonzado: “esto no es”, aunque sea por imitar a Ortega con un poquito de vergüenza torera. El problema, al menos para mí, no es que alguien sea conservador, sino que sea incapaz de distinguir entre la defensa de unas posiciones políticas de derechas y una política de derechas radioactiva para todos.

Pero lo que también me inquieta es que en la izquierda no veo una mejor pinta al enfermo. Por poner un ejemplo en desarrollo tomemos el asunto de la huelga de transporte público en Barcelona. Sin entrar a fondo en el problema, el ayuntamiento de Colau, alcaldesa y patrona del activismo reciente, ha utilizado en el conflicto la tópica serie de argumentarios de la patronal: los trabajadores que hacen huelga son unos irresponsables, no se puede negociar sin servicio o incluso, la filtración de sueldos, parciales e inflados, para tachar de privilegiados a los operarios. Lo preocupante es que un ayuntamiento que se dice del cambio afronte un conflicto laboral de esta manera, pero más aún, que algunos de sus votantes compren estos argumentos de manera tan acrítica. El debate sobre el conflicto del transporte es posible y deseable, sin hacer una enmienda a la totalidad del gobierno municipal barcelonés, pero también sin acusar de desleales y pueriles a los que señalan que la forma en que Colau ha enfrentado la huelga perjudica a todos al socavar los principios de la misma. Se diría, que por muy de izquierdas o del cambio que nos declaremos, nos molesta que la realidad venga a ensombrecer lo que pensábamos era una santidad política.

El público parece no querer ideas, sino aforismos cerrados sobre qué opinar. Tratados de buenas maneras para saber comportarse en tal recepción determinada. No quiere incertidumbres, sino caminos marcados, aunque estos no conduzcan a ninguna parte. No desea razones, sino sermones. Aspira a líderes infalibles, no a políticos honestos. Honestos para explicar que la política, y más si pretende ser política a contracorriente, requiere de algo que necesita sobrepasar la estética del libro de autoayuda.

Sin embargo, culpar tan sólo de esta epidemia a los que reciben las frases en el papel, el sonido del altavoz o la luz de la pantalla sería de un corporativismo atroz, cuando no mostraría una irresponsabilidad funcional a lo establecido. España es así, se dice, pensando que un país es y no se hace, a golpe de tertulia, de editorial y columna, número tras número, programa tras programa. Para el que escribe es siempre más cómodo refugiarse en esa procacidad de la genética negra nacional que repasar su trabajo y el de sus pares, que reconocer que se busca el aplauso o la algarabía, pero raramente el silencio. Ese que queda cuando alguien queda pensando. Aún en tiempos de escasez, donde la audiencia lo es todo, un medio, y más si pretende ser un medio a contracorriente, requiere de algo que necesita sobrepasar lo que se debe, lo que se espera.

El que escribe, el que participa en el debate público, nunca puede participar del lugar común, nunca puede reducir su discurso a la ocurrencia, nunca puede ser cómodo para su grupo, para su lealtad o fe. Del que coloca el espejo en el que mirarnos nunca se deberían pedir, ni esperar, buenas formas.

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