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Noche oscura de Bautzen
Habrá quien crea que la democracia está consolidada, que la educación (aunque sea siempre mejorable) garantiza que no vuelva a prender la llama del totalitarismo en la vieja Europa. Habrá quien esté convencido de que hemos aprendido de nuestros errores.
El resplandor de las llamas ilumina las caras desencajadas y sardónicas de un puñado de vecinos en la noche oscura de Bautzen, Alemania. Festejan el incendio de un albergue para refugiados. Palmoteos, risas, gritos. El vaho de sus bocas desdibuja las facciones… Algunos respetables conciudadanos de esta villa fundada en el siglo XI en el corazón de Europa han bebido más de la cuenta. Sus rostros se desquician, atravesados por el deseo, el odio y el alcohol: el fuego del fanatismo excita las figuras torvas de estos europeos. Balbucean una parla confusa, como endemoniados. Uno de los danzantes intenta cortar el suministro con el que los bomberos se afanan por aguar la fiesta. Hay niños entre los congregados. Sus mayores los han llevado a ver las llamas que devoran la esperanza de esas gentes llegadas de lejos, que son distintas y, por lo tanto, sospechosas. Lección aprendida. El acta policial es concluyente: “Varias personas hicieron comentarios perniciosos y no ocultaron su alegría”. Las sombras se agigantan sobre las fachadas de los caserones de esta tranquila barriada centroeuropea.
No es el primer ni el último acto racista y xenófobo registrado en los últimos meses en nuestro continente, y más concretamente en Alemania. En 2015, más de 250 albergues para refugiados han sido atacados y 126 edificios dañados. Sin ir más lejos hace pocos días, a 100 kilómetros de Bautzen, en Clausnitz, los respetables vecinos cruzaron coches en la calle para que no pudieran avanzar los autobuses con refugiados. En ese caso no está claro si los policías defendieron a los refugiados o más bien se unieron a la turba para hostigarlos. Las versiones son contradictorias.
Todavía, pese al goteo creciente de este tipo de sucesos, habrá quien no se alarme; quien ni siquiera sepa de ellos, quien no tenga la menor inquietud y piense que las sociedades europeas están vacunadas contra el virus del nacionalismo excluyente, del racismo y la xenofobia. Habrá quien crea que la democracia está consolidada, que la educación (aunque sea siempre mejorable) garantiza que no vuelva a prender la llama del totalitarismo en la vieja Europa. Habrá quien esté convencido de que hemos aprendido de nuestros errores.
Este lunes se cumplieron 74 años del suicidio del escritor austriaco Stefan Zweig. En su obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Ed. Acantilado), Zweig describe lo que él denomina «la edad de oro de la seguridad». Es la que vivió aquella Europa previa a 1914 donde la humanidad parecía haber alcanzado la perfección. El nivel de vida crecía por momentos, el Estado del bienestar se consolidaba, la alfabetización y una educación cada vez más completa se generalizaban, las sociedades, en fin, eran cada vez más abiertas y cosmopolitas… Parecía de todo punto imposible que en semejante contexto pudieran enraizar el nacionalismo, el antisemitismo y el populismo; pero Zweig, que era judío y tuvo que huir del nazismo, vio cómo ese mundo perfecto se convirtió en un abrir y cerrar de ojos en algo del pasado, en un mundo de ayer.
Pocos como él han sabido reflejar la fragilidad absoluta de las sociedades democráticas: basta una mínima dosis inicial de fanatismo para acabar tumbando décadas de progreso. Y esa dosis inicial de fanatismo es difícil de detectar: “Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa disfrutó de su juego de colores calidoscópico. Y nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida. (…) ¡Ah, todos amábamos nuestra época, que nos llevaba sobre sus alas, todos amábamos a Europa! Pero esa fe ingenua en la razón, de la que esperábamos que evitaría la locura en el último momento, fue a la vez nuestra única culpa. Cierto es que no examinamos con suficiente desconfianza las señales escritas en la pared, pero ¿acaso no es propio de la juventud el no ser desconfiada, sino crédula? (…) Nuestro idealismo colectivo, nuestro optimismo condicionado por el progreso nos llevó a ignorar y despreciar el peligro”.
Hoy nos enfrentamos a parecidos fantasmas y además lo hacemos sin idealismo alguno, con el sueño de la unión política prostituido por la dictadura de los mercados, en un extremo, y el provincianismo nacionalista en el otro; todos olvidando los valores que un día le dieron su razón de ser a este proyecto de país llamado Europa. El suceso de Bautzen es uno más, pero no es uno cualquiera: se trata del primero en el que se constata que algunos europeos han celebrado en público la derrota de los débiles. Es una nueva «señal crítica» de esas que, citando a Zweig, en el pasado «no supimos examinar con desconfianza».
El 22 de febrero de 1942, exiliado en Brasil huyendo del Tercer Reich, el escritor ingiere una dosis letal de veronal junto a su segunda esposa, Lotte Altmann. Mueren convencidos de que no había escapatoria para ellos: pensaban que el fanatismo se extendería por todo el mundo y los alcanzaría. Siempre he creído que Zweig se equivocaba en el diagnóstico. Estos días basta con leer los periódicos para empezar a dudarlo.