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La crisis del cine en sesión continua

La gran apuesta y La ley del mercado entran en la cartelera para brindarnos dos puntos de vista demoledores sobre la crisis económica que arrancó en 2008.

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Recuerden aquellos cines de sesión continua que proyectaban una o varias películas desde por la mañana hasta la noche en un misma sala, cimentando la vida de los barrios, sirviendo de refugio para cinéfilos y advenedizos, señoras, señores, niños y adolescentes en pantalón corto. Desde luego que son una estampa del pasado, pero imaginemos que siguieran existiendo y que en la cartelera de febrero de un cine de barrio de cualquier ciudad la programación incluyera dos títulos, que vistos uno detrás del otro, incluso en loop, nos sirvieran una lección de cine edificante y demoledora sobre la crisis económica que arrancó en 2007 con el estallido de las hipotecas basura en EEUU. Pues bien, aquí una invitación: vean en sesión doble La gran apuesta, estrenada el pasado 22 de enero, y La ley del mercado, que llegará el 12 de febrero.

Si las leyes de la cartelera no son inclementes, ambos títulos coincidirán para brindarnos una sesión continua de cine político esclarecedor. Dos caras de la moneda de la economía mundial: por un lado, los despiadados agentes del fraude económico desde los despachos de la gran banca; por otro, el ciudadano que pagó los platos rotos, sometido a una vigilancia y humillación a la vez sutil y atroz.

¿Es posible hacer una película sobre la crisis financiera de EEUU –y replicada en el mundo entero– que sea divertida, didáctica, de ritmo enfurecido y profundamente agria y funesta al tiempo? La gran apuesta, producida y coprotagonizada por Brad Pitt, trata de hacerlo con bastante acierto, bajo los mimbres de una comedia absurda y frenética, que deja sin aliento al espectador. En realidad que su director sea Adam McKay, alguien conocido hasta hoy por su maridaje con Will Ferrell en una larga cadena de comedias al servicio del histriónico cómico estadounidense, tiene más sentido del que puede aparentar en principio. La gran apuesta pone el acento en el absurdo de la gran comedia de la economía global, el disparate sobre el que se cimenta el mercado, el timo y la timba al que jugaban desde sus despachos los responsables del sistema bancario global. Aún hoy.

Galimatías financiero

Basado en el libro The Big Short, de Michael Lewis, La gran apuesta cuenta cómo una serie de personajes marginales del mercado de valores de Wall Street vaticinaron los impagos de las hipotecas subprime (o basura, otorgadas sin garantía alguna) y apostaron contra el mercado inmobiliario, presagiando su desplome cuando nadie quería verlo, algo que ocurriría finalmente a partir de 2007. A la cabeza de ellos, y bajo otros nombres ficticios, están Michael Burry –interpretado por Christian Bale– y Steve Eisman –por Steve Carrell–, dos directores de fondos de inversión de segunda que compraron CDS (seguros frente al impago de las hipotecas de alto riesgo) y se enriquecieron con la debacle del sistema inmobiliario.

Pero paremos un momento. ¿Cuántos palabros imposibles han detectado hasta el momento? ¿Subprime? ¿CDS? ¿Seguros frente al impago de hipotecas? En efecto, el galimatías terminológico del mercado financiero, uno de los baluartes de un sistema que aspira a oscurecer sus prácticas bajo un lenguaje críptico y la desregulación total de sus actividades, es uno de los puntos fuertes del film. La gran apuesta juega a desencriptar este lenguaje oscuro, con numerosos paréntesis didácticos, donde celebridades como el cocinero Anthony Bourdain o Selena Gómez explican en otros términos los mecanismos del juego del stock market. Si no fuera por estas acotaciones, estaríamos viendo una película en sánscrito sin subtítulos. Ininteligible. El esfuerzo de McKay pasa por tratar de hacer entender al ciudadano común el disparate y las dimensiones de la locura que sirvió de antecedente a la debacle económica. «Por desgracia, muchos americanos todavía no saben qué pasó en 2007. Y hay mucha gente que se siente culpable. Y eso no es casual, hay toda una cultura de presión política y mediática para que la gente se sienta mal cuando es pobre», ha apuntado McKay en una entrevista promocional.

Si lo que quería Mckay entonces era divulgar la gran mentira y hacer un ejercicio de educación masiva al respecto, no va desencaminado. Sin llegar a ser un blockbuster, ha cosechado ya unos 50 millones de dólares en la taquilla estadounidense y ha recibido cinco nominaciones a los Oscar, con el empujón promocional que conlleva. Sin el brillo, la cocaína, y el derroche de El lobo de Wall Street, de Scorsese, la película de McKay llega a las mismas conclusiones: un puñado de años después de la crisis estamos igual o peor, los responsables no han pagado por sus nefastas prácticas, sino que, muy al contrario, continúan haciendo de las suyas con otros «valores», pongamos el agua. «No hay ninguna duda de que todo sigue igual. En EEUU los bancos y las agencias de rating son hoy aún más grandes que en 2007 y no hay nada que regule el sistema», recuerda el director.

La otra cara de la moneda

En este contexto, resulta trágico pasar al otro filme de nuestra sesión doble: La ley del mercado, del francés Stéphane Brizé, película humanista y amarga, a la altura del cine de los hermanos Dardenne, que brindó a su actor protagonista, Vincent Lindon, un premio a mejor interpretación en el pasado Festival de Cannes. La ley del mercado es la otra cara de la moneda, la del ciudadano llano, trabajador esforzado, mindundi de la macroeconomía global sobre el que ha caído la responsabilidad de los desmanes de más arriba.

La película se abre con su protagonista, cincuentón en paro, con un hijo dependiente a cargo y diversos ahogos económicos, sentado frente a un funcionario de las oficinas de empleo, a quien enfrenta, con el gesto de rabia interna y la resignación que lo acompañará el resto del metraje, por haberlo metido en una situación absurda: hacerle perder dos meses en un curso del que le confirma no saldrá ningún puesto de trabajo. La película lo meterá en diversos túneles sin salida de este tipo: entrevistas de trabajo humillantes, regateos bochornosos, o un nuevo empleo donde debe denunciar a sus compañeros, ser el vigilante y el chivato de unos grandes almacenes. Una vez más, la cámara de vigilancia se ha enfocado en los ciudadanos, pero no en los que apuestan desde sus despachos.

La cámara lo sigue paciente en su epopeya trágica. De hecho, el director alarga las secuencias hasta que parecen sketches de la vida real sin editar. De tal manera, el agotamiento sale a la superficie, lo absurdo y humillante de los mecanismos sociales, los límites que se pueden soportar para seguir dentro de un mercado de trabajo empecinado en deshumanizar a sus miembros, y aplanarles la dignidad.

Si después de este empacho de cine, llegamos a los datos que acaba de arrojar Intermón Oxfam en su informe Una economía al servicio del 1%, la tomadura de pelo acaba de cerrarse con un lindo lazo. Como muestra un botón: en España sólo 20 personas concentran ya tanta riqueza (115.000 millones de euros) como el 30% más pobre. Durante los últimos 15 años, el 30% de los activos netos de la población más pobre apenas ha crecido un 3%, cuando el del 10% más rico se ha disparado un 56%. ¿Repetimos sesión continua?

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