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Esto estuvo aquí siempre
Las libertades civiles que parecían asentadas -dejando a un lado a los vascos- han empezado a evaporarse a golpe de porra y sentencia.
MADRID// En el pensamiento político, como en la industria textil, también hay modas. Estas tendencias, en vez de mostrarse en la pasarela, lo hacen en su espacio natural, el debate en sociedad, en una línea que va de las revistas teóricas a las tertulias de actualidad que, como tiendas de provincias en los cincuenta, se enteran tarde y mal de todo.
Este mercado de creaciones, da igual vestidos que ideas, sigue patrones muy parecidos. Su éxito se mide por su replicación, no por su calidad y, a menudo, que sean el valor más repetido tiene que ver con factores alejados de las cualidades de las mismas: dónde se lucen, quién las lleva o cuál es su punto de estridencia sin alejarse demasiado de la convencionalidad.
La moda dice mucho de nosotros, pero casi nunca como esperamos. Un blazer azul de botones dorados es como decir gobernanza, se cree aparentar elegancia o intelectualidad, pero fuera de los contextos determinados (mansiones de revistas eróticas o charlas del FMI) no hace más que dibujarnos como a pretenciosos. Les hablo de todo esto porque si para algo sirven las columnas de opinión es para detectar este tipo de milagros de la imitación humana.
Los columnistas serios, mesurados, responsables (esto es, los que viven de ello o están opositando a tal efecto) están en plena moda de defender el 78. Los más torpes a voces, que aun escritas, suenan más a marqués ofendido que a intelectual atribulado al que le duele España. Los otros, los que cuentan con algo más de talento en su haber, prefieren el papel de profesores severos pero indulgentes, que aleccionan a sus lectores en un discurso que, pretendiendo mostrarse elevado, no deja de ser una ampliación de ese refrán pacato y asustadizo de más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.
Esta tendencia se echó de menos cuando las calles estaban llenas de indignación, cuando alguno, incluso, fingió empatía con los pobrecitos de las pancartas. No sé si era humanismo condescendiente, simple oportunismo o es que pensaron que los manifestantes iban a colocar la guillotina en Sol. Lo que parece es, que tras la tormenta, la oficialidad de las letras y el periodismo corre a situarse donde debe, donde siempre estuvo, en ese lugar a medio camino entre la reprimenda a los díscolos y la comodidad con los obedientes.
El último ha sido Marías, Javier, en su columna de El País Semanal de este 14 de febrero donde, una vez más, nos leía la cartilla diciendo que le parecía que tachar nuestro sistema político de régimen era “injusto, burdo y despreciable” y que, además, quien lo hacía se situaba al lado de la extrema derecha. El resto lo conocen. Qué sí, que esto tiene muchas imperfecciones, “defectos, carencias e injusticias”, pero que ya no somos una anomalía como en el 78. Que en aquel entonces hubo generosidad y amplitud de miras y que los grandes hombres y aquel histórico momento no merecen el vituperio al que nosotros, niñatos cargados de ingratitud, le sometemos.
Más que una respuesta a Marías -dudo que escuche otra cosa que su voz, no en vano presume de no leer, desde hace años, nada escrito por un contemporáneo- lo que viene ahora es una conversación con nosotros mismos, no sea que, deslumbrados por las formas parlamentarias, acabemos aceptando, entre cabizbajos y resignados, alguna de las lecciones del maestro.
Llamar régimen al periodo constitucional actual es casi una paradoja que como todas explica sorpresivamente el asunto sobre el que gira. Un régimen político no es más que un sinónimo de sistema, de organización determinada. Que para nosotros tenga una connotación negativa tiene que ver con esa tendencia periodística tan acusada al eufemismo que hizo que a la dictadura fascista se le llamara el régimen del General, que sonaba más aséptico entre tanto fusilado y tanto hueso. No en vano, y de eso en el periódico donde escribe Marías saben un rato, cuando un país es considerado no afín (al otanismo o a sus negocios, yo qué sé) rápidamente es tachado de régimen, sin importar demasiado el carácter democrático del mismo. Lo de llamar régimen al 78, y ahí tiene razón en su artículo, tiene intención despectiva, pero no sólo, ya que tras décadas de documentales de Victoria Prego y consensos editoriales lo que refleja es un ajuste de cuentas entre la ansiedad de verdad y el mito.
Sí, España fue durante muchas décadas una anomalía, entre otras cosas porque en el 45 los aliados occidentales, ya más pendientes de la URSS que del fascismo, acordaron que sus tanques no cruzarían los Pirineos. Que la península ibérica fuera una anomalía respondió a que los mismos que dejaron caer la República tenían ya suficiente lío en Grecia, Italia y Francia, apaciguando a tiros a los comunistas o amañando elecciones, para enfrentarse a uno más en el extremo occidental de Europa. Luego, en los setenta, tras los abrazos de Eisenhower, las miradas de soslayo a la represión y mucho turisteo al sol, cuando el edificio franquista empezó a tambalearse, decidieron que era el momento de que en España hubiera rosas, para evitar los claveles.
La forma del fin fue impuesta, con dinero e ingeniería desde Washington y Bonn, pero el momento, el propio fin, fue producto de mucha gente, reducida hoy en esa gigantesca cuenta de resultados que es la historia a apenas bruma en la memoria. La extendida idea de que el devenir es producto de las decisiones de los grandes hombres es una mentira fatalista y complaciente con el poder ya que deja al protagonista colectivo reducido a una comparsa.
No se trata de que la contemporaneidad airada no reconozca determinados avances de la dictadura al 78, se trata de que esos avances se produjeron como consecuencia de la presión popular e, incontenibles, no hubo más remedio que transigir con ellos. No se trata de hablar de generosidad, así en abstracto, sino de entender que la misma vino sobre todo de la izquierda, especialmente de los comunistas, que imbuídos por aquello del compromiso histórico entregaron mucho más de lo que la clase trabajadora recibiría apenas un lustro más tarde. Aquello salió como salió, la historia no admite arrepentimientos, pero sí manipulaciones, que son las que pintaron en el imaginario colectivo esa mentira de la transición modélica, cuando lo que hubo fue una restauración -otra más- de corte claramente lampedusiano.
Lo interesante es ver que pese a que se admiten los errores actuales estos siempre aparecen como desviaciones aisladas de la matriz. Que el país sea hoy lo que es, y ahora entraremos someramente en ello, no es una situación coyuntural, sino el producto directo de este régimen político, de una forma concreta de organización social.
El modo particularmente doloroso, por ejemplo, en que la crisis afecta a nuestro país se debe, en su raíz, a lo que muchos sospechamos que realmente significaba el proyecto de construcción europea: el dominio germano del continente, sin blitzkrieg pero con bancos. Una Europa en la que la integración española era necesaria en unas condiciones muy determinadas de sumisión soberana. Unas condiciones a las que este régimen no puso un solo reparo.
Podríamos hablar, ahora sí, de todas aquellas figuras que pasaron del franquismo a la democracia incólumes y que hoy, casi en un trazo genético perfecto, siguen ocupando los resortes de poder efectivo del país. La corrupción, ese fenómeno que ha afectado hasta a la familia de la jefatura del estado, es parte indisoluble de este régimen, tanto en su faceta política como económica. Las libertades civiles que parecían asentadas -dejando a un lado a los vascos- han empezado a evaporarse a golpe de porra y sentencia.Y todo esto siendo breves, que el que coge el metro y anda atento no le hace falta regodearse en la miseria.
La miseria de moda de la que hablamos, esta sí, es aparentar sensatez y ecuanimidad cuando de lo que se está hablando es de conservadurismo y continuidad. De la incapacidad de asumir, como víctimas de un trilero, que todo lo que nos habían contado no fue más que el producto narrativo de una complacencia, casi generacional, de pensarse por encima de esa inercia que nos lastra desde Fernando VI. De la especulación, no sólo económica, con una idea de democracia que sólo ha valido mientras que todo funcionaba bajo el anestesiante chirriar de la alternancia.
Hoy, eso llamado régimen, está mucho más cerca de un lavado de cara que de la caída de su máscara. Algunos ocupan su lugar, el papel asignado, el de cronistas de la normalidad deseada, el de escribas de lo razonable. Otros, los menos, se dedicarán a colocar el espejo donde nadie quiere mirarse, ese que nos devuelve el reflejo de lo que somos, no de lo que nos gustaría ser.