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Cuando cae el telón

"Los medios generalistas son una apisonadora implacable, pero esa no puede ser la excusa cuando no hace tanto la nueva política se jactaba de haber sabido aprovecharlos en su beneficio", expresa el autor

La gente andaba por la calle mirando para el cielo, como debió andar, efectivamente, cuando el cometa Halley, y ahora el cometa Carrero nos tenía a todos con la tortícolis puesta, en un descabezamiento colectivo pintado por Magritte. (…)

Empezó a reunirse personal en las azoteas. Todo el mundo tenía un catalejo de su abuelo, de mirar a distancia el desembarco de Alhucemas, y acababan sacándolo. Las marquesas del franquismo, ya repuestas del susto, subían a la tronera de la criada y miraban al cielo con sus impertinentes de teatro, de haber ido toda la vida a la Zarzuela a ver zarzuela.

– ¿Se ve algo, Petra?

– Antes ha volado una cosa, señorita marquesa, pero era una avioneta anunciando el nescafé. (…)

Se esperaba que a última hora de la tarde, cuando el cuerpo astral/gubernamental hubiese caído en algún sitio, el Caudillo hablaría por televisión para precisar el sitio y tranquilizar a los españoles.

Así lo hizo, efectivamente, e incluso dijo una de sus frases galaico/goethianas:

– No hay mal que por bien no venga.

Hace unos meses, en una de mis visitas a esos remansos dentro de esta realidad asfixiante llamados bibliotecas, me topé con una obra de Francisco Umbral titulada A la sombra de las muchachas rojas. El libro, de título proustiano, es un escrito poco conocido de Umbral donde pasea su mirada por un Madrid inmerso en la Transición, no dejando títere con cabeza. Desde la izquierda divina a los falangistas reconvertidos en demócratas, desde los pistoleros de ultraderecha a los camellos de Desengaño que empiezan a traficar con heroína. Hay, de hecho, todo un capítulo donde el protagonista es el cuerpo “altísimo, vertiginoso y macizo” de Carrero Blanco, que convertido en una especie de satélite, sobrevuela la Villa y Corte para asombro de los vecinos.

Estos días a todos nos sobrevuela otro tipo de fenómeno astral, desde que el Ilustrísimo Señor juez de la Audiencia Nacional Don Ismael Moreno (como verán no sobra nunca el trato cortés cuando de lo que se trata es de nombrar a personas con tan alto poder sobre la libertad de los demás) decidió mandar a prisión por enaltecimiento del terrorismo a los dos integrantes de la compañía Títeres desde abajo, en un singular auto donde, su señoría, a modo de avezado crítico literario, descubrió que tras el muñeco había una mano.

Como ya les supongo debidamente informados sobre el asunto no entraré en detalles, más allá de insistir en el esperpento de que se encarcele a dos artistas que denunciaban en una obra precisamente el motivo de su incriminación: la falsa acusación de connivencia con el terrorismo como herramienta para coaccionar las voces críticas.

¿Merece Umbral el mismo trato que los titiriteros o Baroja por dar voz a anarquistas dinamiteros en La lucha por la Vida, quizá Quevedo? ¿Puede un autor ser condenado por sus ficciones, por las palabras y acciones de sus personajes? (1. Ver nota al pie)

En 1981 el clima político y social en España es, tras el golpe de estado y siendo ligeros, de permanente infarto. ETA asesina en ese mismo año a 30 personas. Sin embargo A la sombra de las muchachas rojas es publicado en junio de ese mismo año por una editorial convencional como Cátedra y escrito por un autor ya consagrado que incluso había sido recibido por el Rey en Palacio años antes. No es un libro poco usual, al revés, no es más que un ejemplo en todo un océano de creaciones literarias, dramáticas o musicales que ponen en cuestión lo establecido o que simplemente utilizan el colmillo para narrar su momento.

La clave para entender esta paradoja temporal, la de que hoy sea delito lo que hace 35 años no lo era, es sobre la que tiene que bascular el debate tanto para poder defender la libertad de los detenidos sin ambages como para poder aprender algo de todo este despropósito.

Esto no es un debate judicial, o al menos no del todo. La justicia, no como idea general, sino como un sistema de leyes concretas en un momento y un lugar determinados, nunca es reflejo de ninguna objetividad. Ni siquiera de un baremo ético. Las leyes y su aplicación estricta expresan la correlación de fuerzas en la lucha de clases, esa que vamos perdiendo por goleada desde hace mucho. ¿Alguien puede pensar que el poder judicial era más progresista en aquel momento que en el nuestro? ¿O que la preocupación por el terrorismo en el 81, con más de dos atentados al mes, era menor que ahora con ETA desaparecida? Evidentemente no. La diferencia es que en aquel momento, la restauración borbónica y el proyecto político de las élites económicas para España requerían, ante las aspiraciones generales de democracia y más concretamente ante la enorme fuerza del movimiento obrero organizado, andarse con cuidado a la hora de coartar libertades.

He leído que este suceso no era más que una cortina de humo para entorpecer la labor del Ayuntamiento de Madrid así como para ocultar los casos de corrupción de Valencia. La lectura es parcial, cuando no pobre y autosatisfactoria. Esto es mucho más que una distracción puesto que afecta a elementos sustanciales de las libertades democráticas expresando nuestro presente con claridad.

Resulta tan sorprendente como esclarecedor que metan a dos personas a la cárcel por hacer teatro y lo primero que hagamos sea ¡ponernos a discutir del contenido de la obra! (Creanme que es la primera vez, desde hace mucho, que utilizo signos de exclamación en un artículo).

Lo que sí es una cortina de humo es todo ese debate superfluo acerca del público infantil. Aquello era una obra de teatro callejero, nadie era obligado, ni siquiera por el pago de una entrada o las paredes de un recinto, a permanecer viéndola. No hace tanto tiempo el escándalo no hubiera sido la representación, sino que simplemente la policía hubiera llegado para interrumpirla. Cuando no, dejémoslo a un lado por falta de espacio, el hecho de que retorne la socialización de la delación, de que los propios ciudadanos, algunos, representen el papel de inquisidores espontáneos.

La pregunta es la siguiente: ¿Cómo es posible que la primera reacción ante tal atropello por parte de la alcaldesa Carmena o la parlamentaria Bescansa, por citar los ejemplos más visibles, haya sido la de calificar la obra de deleznable, lamentable y deplorable?

Sabemos que los medios generalistas son una apisonadora implacable, pero esa no puede ser la excusa cuando no hace tanto la nueva política se jactaba de haber sabido aprovecharlos en su beneficio. No es el miedo, no tan sólo, sino una forma de entender la política, aquella que sitúa la evitación del conflicto como principio rector de su acción, creyendo que se puede sortear el mismo con piruetas en el lenguaje. El problema, ya no hipotético, ya sin la excusa de lo electoral como frontera inmediata, es que cuando el conflicto aparece, lejos de crear un nuevo sentido común, se acepta el existente y en términos televisivos se agacha la cabeza ante Inda.

No se trata de pasar la nota del “te lo dije”, se trata de que en términos reales esto se traduce en algo mucho más grave. Significa que aunque no se apruebe, tímidamente, el encarcelamiento de los artistas, se transige, se aprueban los motivos de su acusación, dejando en la opinión pública un poso que viene a decir que aunque a lo mejor los jueces exageran, existen expresiones artísticas aceptables y otras deleznables, situando la vara de medir en manos de la moral dominante.

Corría una especie de chiste de que un día la serie Cuéntame superaría a nuestro presente. Parece que ese día llegó hace tiempo. Y esto de lo que nos debería advertir es de que la idea de que el progreso va unido a la caída de las hojas del calendario no es más que una mentira indulgente.

La cultura ya estaba sometida a censura, una mucho más eficiente que la anterior llamada demanda de mercado y 21% de IVA. Hoy, ya, el encarcelamiento de la compañía Títeres desde abajo tendrá un efecto demoledor en los técnicos de las administraciones públicas e incluso en el miedo de los propios creadores.

No les dejemos solos. Que alguien se tome tantas molestias para silenciar a dos desconocidos artistas es prueba suficiente de que, unos simples títeres, tienen más poder del que pensamos.

1. El autor quiere señalar, para ahorrar un posible trabajo a los señores de la fiscalía, queUmbral, Baroja y Quevedo ya han fallecido.

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