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El humano arte de la guerra
Tal vez lo más sensato sería decirle a los alienígenas que los humanos somos capaces de lo peor y enviarles un compactado con imágenes, por ejemplo, de inmigrantes muriendo en el Mediterráneo a las puerta de Europa.
Andan los astrobiólogos un poco revueltos con la posibilidad de que en la próxima década encontremos vida más allá de la Tierra. No será como a muchos, fans de la ciencia ficción, nos gustaría: parece que de momento, al menos en nuestro vecindario cósmico, seguiremos sin seres cabezudos entrañables, y que habrá que conformarse con bacterias marcianas. Pero quién sabe si en otros mundos años luz más lejanos haya vida inteligente.
Así es que, y por si acaso, llevamos arrojando botellas al Universo desde que inventamos la radio y en los años 70, cuando se puso en marcha la misión Vogayer, de la NASA, el popular astrónomo y divulgador Carl Sagan incluso reclutó a un equipo de mentes brillantes que escogieron qué información se debía enviar a posibles alienígenas para que se hicieran una idea lo más fiel posible de lo que era la Tierra, de lo que eran los seres humanos. Y tuvieran ganas de conocernos. Y venir a visitarnos.
Curiosamente, en ese disco de oro que enviaron incluyeron música de Oriente y Occidente, sonidos de la naturaleza, saludos en 55 lenguas, esquemas del hombre y de la mujer, pero decidieron no poner ninguna referencia a la violencia, a la guerra, al hecho de que llevamos matándonos unos a otros miles y miles de años. ¿Pero no es eso, acaso, una de las cosas que también nos define como especie?
Hace unos días la revista Nature publicaba los resultados de una investigación realizada por científicos de la Universidad de Cambridge que han descubierto en Kenia, en sedimentos de 10.000 años de antigüedad, la que parece ser la primera escena de guerra de la historia: los esqueletos de doce personas brutalmente asesinadas y restos de otras quince que, muy probablemente, corrieron la misma suerte.
A partir del estudio de las marcas en los huesos, la disposición de los cuerpos y los restos hallados, los investigadores han sido capaces de reconstruir ese episodio: un pequeño grupo de cazadores-recolectores, hombres, mujeres, niños, vivían junto al lago Turkana, un buen emplazamiento que les permitía el acceso a comida en abundancia. Estaban bien, tranquilos, hasta que un grupo foráneo armado con flechas, palos y armas afiladas los cogió desprevenidos y los masacró. Así. No hay más.
¿El motivo? Sorprendentemente -por aquello de que parece que no hemos aprendido demasiado-, el mismo que nos sigue empujando a despellejar al vecino sin piedad: querían acceder a sus recursos.
Se conocen episodios más antiguos de violencia e incluso se han descrito casos de violencia entre grupos de animales, por ejemplo de chimpancés, pero no así, no como un ataque premeditado y planificado como éste. O como la infinidad de guerras que llevamos librando desde que somos seres humanos.
Y eso es justo lo que no queremos que sepan los alienígenas que reciban nuestros mensajes. La verdad, poco honesto por nuestra parte empezar una relación con seres que aún no hemos conocido y que esperamos que vengan en son de paz, contándoles una medio mentira.
Tal vez lo más sensato sería decirles que los humanos somos capaces de lo peor -y enviarles un compactado con imágenes, por ejemplo, de inmigrantes muriendo en el Mediterráneo a las puerta de Europa, Siria, Ruanda, los Balcanes, Boko Haram, Guantánamo, los campos de exterminio nazis o los bombardeos sobre Gaza-, pero también de lo mejor. Y para que nos creyeran y confiaran en nosotros podríamos explicarles una de las lecciones más bellas que enseña Atapuerca, el yacimiento prehistórico arqueológico más importante del mundo, y que el codirector de este proyecto, el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, no se cansa de repetir: la historia de la humanidad no es un relato de lucha encarnizada por la supervivencia, en el que sólo sobreviven los más fuertes. No. La historia de la humanidad tiene que ver, también y sobre todo, con la cooperación, la solidaridad, la empatía, el amor.
Como ejemplo, algunos de los habitantes de la sierra burgalesa hace 450.000 años eran enfermos o discapacitados, y aún así no los abandonaron, los cuidaron. Se han encontrado los restos de un individuo que tenía las vértebras lumbares herniadas y seguramente no se podía mover por sí mismo; otro que padeció unas terribles infecciones bucales que le llegaron a perforar la mandíbula; o alguien le masticaba la comida antes de dársela, o hubiera muerto de hambre. E incluso están los restos de una niña que nació con una lesión craneal y padecía un retraso mental.
Un documental en televisión recogía la historia de un grupo de socorristas de Badalona que habían cogido todos sus ahorros y se habían ido a ayudar a Lesbos, una de las islas griegas a la que cada día intentan arribar barcas, lanchas, repletas de personas que huyen de la barbarie. Cada día se juegan su vida por salvar la vida de otros. Y me hizo pensar en aquellos parientes humanos de Atapuerca y en Arsuaga. Y en la guerra, y en que, nosotros, los humanos, somos capaces de lo mejor y de también de lo peor. No estaría mal que entre los mensajes que se incluirán en las próximas sondas que lancemos al espacio, lo añadamos, a modo de posdata.