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La delgada línea roja
"Estar expuestos a los bandazos de los notables y a la política del susurro de los elegidos es el resultado del fin del protagonismo popular en la misma", sostiene el autor.
Eso llamado los políticos, en el imaginario colectivo, define algo más que las personas encargadas, tras un proceso electoral, de administrar lo público. Define, más bien, una especie de grupo profesional cuya actividad principal es mirar por sí mismos, perderse en debates abstractos trufados de mentiras y desconocer el precio del café con leche. Si cierran los ojos, posiblemente, incluso les venga la imagen arquetípica de uno: señor de avanzada edad, traje azul oscuro y gesto circunspecto salvo cuando toca besar a niños y abrazar a votantes.
En esta construcción social de la imagen del político el empirismo juega un papel determinante, o dicho de forma menos filosófica, los que se han dedicado a la política han hecho muy poco por no cimentar su estereotipo negativo. Sin embargo, creo que eso llamado los políticos responde también, en un curioso juego de identidades, a lo que la gente ya esperaba de ellos: de tanto asumir el carácter mezquino generalizado en política se hacía difícil distinguir las excepciones, por brillantes que fueran, dándose vía libre a una decepción asumida de antemano.
La imagen pública de los políticos sirve para conocer su naturaleza general, pero también dice mucho de la sociedad a la que pertenecen y sus limitaciones para detectar lo que se sale de la norma.
Quizá, el momento reciente en que se fraguó este desapego fue en la última etapa del felipismo, donde, recordamos, ante la situación de crisis económica y descrédito institucional, la salida no fue la de aquellos que advertían, por ejemplo, que Maastricht era una trampa de deuda y fin de la soberanía, sino Aznar (que como sabrán es toda una categoría en sí mismo). Luego, aunque los políticos seguían siendo esa gente con la que rellenar espacios de imitaciones y humor blanco, la sociedad española entró en ese dulce sopor crediticio donde casi todo el mundo prefirió no mirar quién llevaba el timón del barco y hacia dónde nos dirigíamos.
Se cerraba así un ciclo, el que empezó con las ilusiones democráticas del 78, esto es, las ilusiones en la política y en quien la llevaba a cabo, que acabó en aquella trampa de la gestión neutra, el apoliticismo y el capitalismo popular, migajas ideológicas que caían de la gran comilona.
Hoy estamos en una encrucijada parecida, sobre todo en el sentido de ver qué es lo que esperamos de la política y de quien la lleva a cabo. Y este comienzo de legislatura está siendo revelador para conocer a representantes pero también representados, así como para comprobar el calado de los cambios que, en teoría, han sucedido en España desde el 2011.
La expresión líneas rojas se repite incesantemente como símbolo de entereza, de compromiso con lo prometido en campaña. Esta insistencia recuerda a cuando en un bar el camarero te dice repetidamente que el pescado del menú es fresco, sin haber sido siquiera preguntado por ello. Si un tema es irrenunciable en el ideario de un partido todo el mundo debería saberlo de antemano. Algo con lo que no se piensa transigir, no por una cuestión de cerrazón, sino de importancia, nunca debería ser expuesto en el mercadeo de una negociación, si no, no ya la propia importancia del asunto es puesta en duda, lo que se empieza a poner en duda es la coherencia de la organización que lo defiende.
Al parecer, y así lo he leído y escuchado repetidamente en las elecciones generales, los electores consideraban un elemento primordial el obligado cumplimiento de aquello que se prometía. Ahora, a algo más de un mes de las votaciones, empieza a calar un espíritu justificativo de los representados hacia los representantes, llegando al paroxismo con la expresión: “Bueno, ya sabemos que todo lo que se promete en campaña no se puede cumplir”, en una especie de mezcla que compara descubrir la naturaleza del cuento infantil con la adultez y la sagacidad, en vez de con la complacencia y la abnegación.
El léxico debería ser una prueba de honradez por sí mismo, los idiomas disponen de muchas y muy variadas palabras para describir grados y expresar si algo es contingente, deseable, interesante, necesario, importante, fundamental o irrenunciable. Si no se utilizan y se envida siempre a grandes lo que yo entiendo es que ya hay una asunción social que deja en mal lugar a quien declama, pero también a quien aplaude.
¿Qué marca entonces lo que es aceptado cumplir y lo que no, lo que se puede decir públicamente y lo que se guarda en el cajón, lo que se expresa en la tribuna y lo que queda en el reservado? Nuestras querencias, aquellas que transforman lo intolerable en otros en asumible en los nuestros.
Y en política nuestras sólo deberían ser la ideas, nunca quien dice llevarlas a cabo.
Por otro lado encontramos ese fetiche llamado diálogo puesto en cuestión por quienes decían echarlo de menos. ¿No recuerdan ya aquella petición insistente a los políticos para que dialogaran y no se echaran los trastos a la cabeza? Ahora, en un momento en el que el diálogo no es sólo deseable, sino necesario, parece que se ha instalado una ansiedad de orden, una premura en que todo vuelva a los cauces habituales (que si se paran a pensar son los mismos que nos han traído hasta aquí). Precisamente es esto, el reconocer el diálogo como una necesidad, no como un fin en sí mismo, lo que le resta el carácter de fetiche, de encumbramiento tramposo que pretende sustituir la puesta en claro de la discrepancia por las tediosas maneras de salón. No se trata de la necesidad de hablar, se trata de que siempre se habla de algo para algo y venimos de una legislatura donde se ha hablado muy poco porque no se ha necesitado.
El tercer y último pilar exigido, tras coherencia y diálogo, ha sido el de la participación. No en vano habrán notado en este texto la insistencia en separar representantes y representados, políticos y gente, plebe y sus tribunos. La propia forma en que se estructura el juego político exige del mismo una elitización, un distanciamiento, que salvo momentos puntuales, se acepta con normalidad y costumbre.
Y perdonen, pero es que hemos pasado de rodear el parlamento a asistir entre expectantes, atónitos y desencantados (esto depende de la candidez del sujeto) a las noticias diarias sobre el momento como disciplinados espectadores que, a lo sumo, juegan al fino análisis de táctica, algo así como soldados napoleónicos tiznados de hollín comentando bajo el fuego enemigo la finura de movimientos del emperador.
No existe una concepción de la política menos útil para los que nunca seremos invitados a Davos que la de entenderla como un esotérico juego para iniciados donde nuestra única función es la de comparsa, bien crítica, bien amable. Entre otras cosas porque estar expuestos a los bandazos de los notables y a la política del susurro de los elegidos es el resultado del fin del protagonismo popular en la misma.
Y esa sí que debería ser una cuestión irrenunciable, una línea roja que nunca se debería volver a cruzar: la de la política como elemento ajeno a nuestras vidas cotidianas, como algo que suena distante a la hora del informativo, como las decisiones esenciales que fingimos no nos importan como si nunca nos fueran a afectar.
Tras cruzar esa línea el arquetipo del político nefasto del que hablábamos al principio toma cuerpo, haciéndose regla y mayoría. El político nefasto no tan sólo como el que acepta el chantaje de los mercados con gusto, roba a manos llenas o utiliza la sinécdoque de los intereses del país para definir los de su oligarquía, sino también como el que marca la retirada, el cinismo o el desánimo de aquellas personas para las que la política debería ser una frontera irrenunciable a conquistar.