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Arbonaidas y senyeras
El autor pide que ondeen arbonaidas por las calles catalanas en la Diada para demostrar "que no usamos las banderas para vendarnos los ojos sino para arropar a quien tiene más frío que nosotros mismos"
Aún no he podido asistir a la celebración de La Diada en Andalucía, pero sí he asistido muchas veces al Día Institucional de Andalucía en Catalunya. Un hecho que explica por sí solo la extraordinaria universalidad de la memoria andaluza y la naturaleza abierta del pueblo catalán. Todos los partidos políticos catalanes, nacionalistas o no, independentistas o centralistas, de derecha o izquierda, de abajo o arriba, realizan la ofrenda floral al monumento a Blas Infante. Después cantan los himnos de Andalucía y Catalunya. Y terminan desfilando por las calles una enorme arbonaida, el nombre mítico de la bandera andaluza. Estas evidencias desmontan cualquier prejuicio sobre la construcción de una identidad catalana excluyente. Como la de cualquier ser humano, las memorias catalana y andaluza también son rizomáticas. Mosaicos compuestos de teselas infinitas. Y eso nos convierte a la par en universales y distintos. Pueblos hermanos, en definitiva.
Sin embargo, la última vez que estuve no regresé con la misma sensación. Estoy preocupado por mis hermanos andaluces de Catalunya. Están desorientados. Perdidos. Desamparados. No encuentran luz que seguir, ni espacio político que los proteja. Me refiero a los andaluces que hace más de treinta años acudieron a las manifestaciones a favor del Estatuto catalán con la verde y blanca, de la misma manera que los catalanes nos apoyaron un 4 de diciembre de 1977 con la senyera. En ambos casos, ciudadanos y políticos estuvieron a la altura de la historia. Pero la dictadura del tiempo es implacable. Y la brecha entre ciudadanía y política se desangra ahora como la herida de un hemofílico. Los descendientes de aquellos andaluces son ciudadanos catalanes. La demostración humana de la pertenencia pacífica a dos memorias colectivas.
El proceso hacia una declaración de independencia en Catalunya es irreversible. Hablo del camino, no necesariamente de la meta. Hace demasiado tiempo que Artur Mas hizo suyo el proyecto “estatalista”. En contra de la percepción sesgada que se transmite desde muchos medios de comunicación, Artur Mas alcanzó un importante respaldo social al identificarse personalmente con la causa, representando un papel que recuerda muchísimo al de Rafael Escuredo en el proceso autonomista andaluz. El enroque político de Escuredo, dejando de ser un socialista andaluz para ejercer de andaluz socialista, le sirvió para erigirse en una especie de tótem, aglutinar a la mayoría del movimiento ciudadano y, de paso, fagocitar a la opción ideológica con la que compartía iniciales. Pero cuando el PSOE alcanzó el poder en Madrid, su discurso andalucista chocó de bruces con el de sus compañeros González y Guerra. Y dimitió. Colocaron en su lugar a un señor que no tiene ningún pudor en llamar “región” a Andalucía, traicionando la voluntad expresada por el pueblo andaluz en las calles y en las urnas. Rafael Escuredo perdió la batalla. Pero se salvó para la historia.
También Artur Mas ha dimitido. Y como Escuredo, se ha salvado para la historia. Pero no ha perdido la batalla. Todo lo contrario. La política es la ciencia de la traición y de la amnesia. Y Mas ha conseguido sortear a las dos colocando en su sitio a alguien que piensa y siente exactamente igual que el movimiento que lidera. Siempre me ha llamado la atención que en Andalucía no existan calles ni plazas con el nombre de Rafael Escuredo. Sin duda, el propio PSOE tiene buena culpa de este olvido. Sin embargo, que nadie dude que Catalunya no olvidará a Artur Mas. Porque el proceso hacia la independencia continúa intacto y más fuerte que antes. Gracias a su dimisión. Y a la percepción social del proceso como “causa” y no como monopolio de un partido.
Después de la ofrenda, regresé para despedirme de Blas Infante. El mismo que llamó “hermano” a Lluis Companys cuando fue a visitarlo en 1934 al Penal del Puerto de Santa María. Me quedé solo. Regresaba de exhortar a mis hermanos andaluces que se aglutinaran en torno a una voz propia. La suya. Lo hice delante de todos los partidos políticos catalanes. Y les pedí a todos que volvieran a estar a la altura de la historia. Mis hermanos andaluces me entendieron con el corazón. Aplaudieron con los ojos incendiados de esperanza. Una mujer se acercó emocionada y me dijo: “Te voy a cantar el Himno Nacional de Andalucía por una media granaína”. Dijo “nacional” con toda naturalidad. Sin los miedos inducidos por el nacionalcatolicismo español. Abrió la boca y se me desencajaron los cimientos del alma. Lloré. Lloramos. Gritamos Viva Andalucía Libre y Visca Catalunya Lliure. Pero después, agacharon la cabeza. Son valientes. Lo demuestran cada día. Se sienten orgullosos de su identidad andaluza en Catalunya. De ser una de las piezas fundamentales en el funcionamiento del mecano catalán. Pero se sentían tan solos como una estatua rodeada de flores. Y aún así, otro año más, pasearon la arbonaida por las calles de Catalunya en el Día de Andalucía.
Lo que tenga que ocurrir en el futuro no puede hacerse despreciando la memoria andaluza en Catalunya, ni prostituyendo la identidad andaluza como paradigma del nacionalismo español. España no es Andalucía, ni Andalucía es enemiga del Catalunya. La solución pasa porque ondeen arbonaidas por las calles catalanas en la Diada, demostrando que no usamos las banderas para vendarnos los ojos sino para arropar a quien tiene más frío que nosotros mismos. Porque España es una “noción” diversa, que siempre fue diversa, y que sólo tendrá sentido si admite que lo que nos une es el respeto por la diferencia.