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Sobre el delito fiscal: Al Capone en Madrid
Un artículo sobre las paradojas del delito fiscal en España
Ricardo Rodríguez* // Con frecuencia el debate ciudadano se ve conducido por los asuntos que se presentan como de mayor interés por los grandes medios de comunicación, lo que hace que también a menudo pasen inadvertidas reformas de enorme trascendencia acometidas por los gobiernos.
En el ámbito fiscal es éste un mal más usual tal vez que en otras esferas de la vida pública. Todo el mundo habló de la que se popularizó como «amnistía fiscal» del ministro Montoro, lo que no está mal, pero se ha reparado bastante menos sin embargo en dos decisivas reformas de nuestro Código Penal que abren una cómoda vía de impunidad a los procesados por delito fiscal, sean aún presuntos o hayan sido ya condenados. La izquierda política sigue repitiendo la trillada reclamación de aumento de penas y rebaja del umbral de la cuantía para que exista delito, reclamación que no digo yo que sea injusta, pero que quizá debería ser precedida de la exigencia de que, al menos, las penas en la actualidad vigentes se apliquen.
En nuestro país, la historia del delito fiscal como figura jurídica es relativamente reciente. Hasta 1977, ya iniciada la Transición, no existió propiamente un delito con tal nombre, si bien había un denominado delito de ocultación fraudulenta de bienes e industrias, que careció de verdadera aplicación práctica. Fue en este año, dentro de la Ley sobre medidas urgentes para la reforma fiscal, cuando se tipificó por primera vez el delito fiscal, persiguiéndose con ello dos objetivos básicos: castigar con mayor severidad de la que permite el derecho administrativo las conductas defraudadoras más graves y concienciar a la ciudadanía de la importancia de contribuir al mantenimiento del gasto público con el pago de impuestos justos y equitativos. Parecían tiempos más prometedores.
Después de sucesivas reformas, la regulación fue ampliándose y sistematizándose, hasta alcanzar la regulación actual, en la que el viejo delito fiscal se integra en un conjunto de delitos contra la Hacienda Pública, cuyos tipos se describen en el título XIV del libro II de nuestro vigente Código Penal (aprobado por Ley Orgánica 10/1995), junto a los delitos contra la Seguridad Social. Son delitos contra la Hacienda Pública el delito de defraudación tributaria, el de fraude en ayudas o subvenciones públicas, los de fraude contra la Hacienda o los Presupuestos de la Unión Europea (se refiere el primer grupo de éstos en esencia a fraude en los tributos que conforman la deuda aduanera) y el delito contable, que se castigará por separado si su comisión no fue mero instrumento para la realización de otros delitos del mismo título.
Llamamos por lo común delito fiscal al primero de los enumerados, el de defraudación tributaria, que dispone de un tipo general y de un tipo agravado. El general se contempla en el artículo 305 del Código Penal, que alude a quien, por acción u omisión, defraude a la Hacienda Pública (estatal, autonómica, foral o local) dejando de pagar la deuda tributaria, o de ingresar las cantidades retenidas o que hubiese debido retener o ingresar a cuenta, o bien obteniendo de manera indebida devoluciones o beneficios fiscales, siempre que, fuere cual fuese la modalidad de fraude, se superasen los 120.000 euros. La pena que se impondrá es de prisión de uno a cinco años y multa del tanto al séxtuplo de la cuantía defraudada (es decir, desde el mismo importe que el defraudado hasta seis veces ese importe), a la que se añadirá la pérdida de toda posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y de disfrutar de beneficios o incentivos fiscales y de Seguridad Social por un periodo que oscilará entre los tres y los seis años.
Aparte de que la cuantía de 120.000 euros ha de traspasarse en cada periodo fiscal (no pueden sumarse las cantidades dejadas de ingresar de diferentes periodos para que den el umbral de delito), el mero hecho de haber dejado de ingresar o haberse percibido devoluciones o beneficios por importe de 120.000 euros no es condición suficiente para que nos encontremos ante la posible comisión de un delito. Dicho con otras palabras, la cuantía no es la única diferencia entre el ilícito administrativo y el ilícito penal. Tanto para que exista infracción administrativa como para que haya delito es imprescindible que concurra algún grado de culpabilidad. Si se puede justificar que se ha dejado de pagar basándose en una «interpretación razonable» de la norma, no cabrá apreciar ni infracción administrativa ni delito. Pero, mientras para la primera es suficiente la simple negligencia (artículo 183 de la Ley General Tributaria), para que apreciemos que se ha cometido delito la culpabilidad tiene que llegar a grado de dolo, ha de haber un ánimo defraudador probado. Se ha de diferenciar de este modo la cuota tributaria de la «cuota penal». En cualquier obligación tributaria cabe diferenciar distintos elementos (deducciones de cuota o de base, ajustes, minoraciones, módulos). La cantidad a tomar como referencia del delito no es el total de la cuota tributaria eludida, sino la que provenga de aquellos elementos en cuya elusión ha concurrido dolo. Es evidente que si una persona física cuya declaración de la renta arroja un resultado a pagar de 200.000 euros no presenta declaración difícilmente podrá alegar ignorancia del deber de declarar. Pero cabe pensar en supuestos más complejos, en los que el total detraído a la Hacienda Pública no es cuantificable como delito.
El artículo 305 bis del Código Penal regula un tipo agravado del mismo delito, para el supuesto de que a la conducta fraudulenta se añada cualquiera de las siguientes circunstancias: que la cantidad defraudada supere los 600.000 euros, que el fraude se cometa en el seno de organización o grupo criminal (lo que habitualmente se conoce como «tramas de fraude») o que se recurra a personas o entidades interpuestas («testaferros»), o cualquier otro instrumento fiduciario, o bien a paraísos fiscales o territorios de nula tributación. En tal caso, la pena de prisión será de dos a seis años y la multa del doble al séxtuplo (es decir, dos veces la cuantía defraudada como mínimo), aparte de que, como consecuencia directa de la elevación de la pena de prisión, se aumentará también el plazo de prescripción del delito de cinco a diez años.
Hasta aquí la exposición del crimen y el castigo. Ahora veremos de qué modo puede escamotearse el castigo.
Desde 1995, nuestro Código Penal ha sido objeto de diversas modificaciones de las que, para lo que nos interesa, son destacables la introducida por Ley Orgánica 5/2010, de la Ley Orgánica 7/2012 y la de la 1/2015, es decir, del año que acaba de terminar. Nos ocuparemos de las dos últimas.
En materia de delitos contra la Hacienda Pública, la reforma de 2012 introdujo varios cambios de entidad y no todos censurables. Se incorporó, por ejemplo, el tipo agravado del artículo 305 bis que hemos explicado y también el principio general de no paralización de los procedimientos administrativos de liquidación y cobro de la deuda tributaria, vieja reivindicación de los profesionales de la Agencia Tributaria. Hasta entonces, uno de los mayores inconvenientes de la regulación penal estribaba en que si la Administración Tributaria apreciaba indicios de delito debía pasar el tanto de culpa a la jurisdicción correspondiente o remitir el expediente al Ministerio Fiscal para que éste formulara en su caso la querella o denuncia que procediera y abstenerse de realizar ninguna actuación administrativa más. Quedaba así pendiente la liquidación de la deuda hasta la finalización de un proceso penal incierto. Si al final la sentencia era condenatoria, Hacienda podía acabar cobrando por el concepto de responsabilidad civil derivada de la pena. Ello, aparte del quebranto de la Hacienda Pública, introducía un insólito privilegio para el presunto delincuente frente al presunto infractor administrativo, que estaba obligado a pagar o garantizar el importe de la deuda si aspiraba a la suspensión de la ejecución del acto administrativo de liquidación.
Tras la reforma de 2012, sin embargo (artículo 305.5 del Código Penal), salvo en determinados supuestos, el principio general es que la Administración continuará con la liquidación, aunque quede pendiente de ajustarse una vez haya resolución judicial, y llevará a cabo también las actuaciones de recaudación de la deuda, salvo que por excepción el juez o el tribunal ordenen la suspensión, con la aportación de la correspondiente garantía. En la última reforma de la Ley General Tributaria, en vigor desde el pasado mes de octubre (Ley 34/2015), se ha incluido un título VI para regular más en detalle las actuaciones administrativas de liquidación y cobro en supuestos de delito.
Se trata de un cambio digno de saludar, sin duda, cuyos efectos positivos en el empeño de perseguir el fraude quedan no obstante asombrosamente anulados por la introducción de una espectacular atenuante como punto 6 del artículo 305. En él se nos dice que si el sujeto en cuestión paga la deuda tributaria y reconoce judicialmente los hechos en el plazo de dos meses desde su citación por el juez como imputado se le reducirán las penas en uno o dos grados. En la práctica esto supone que en el peor de los casos para el defraudador, que es el tipo agravado y la rebaja de pena de un solo grado, la prisión no superará los dos años, por lo que podrá ser sustituida (hoy en día se ha suprimido de hecho la institución de la sustitución de penas privativas de libertad en estos casos, pero se ha abierto una opción de suspensión más que benevolente, como luego veremos). Se librará pues de prisión incluso quien hubiese superado 600.000 euros de cuota defraudada, o hubiese operado en el seno de organización criminal, o se hubiera servido de testaferros o de paraísos fiscales. La multa podría llegar a rebajarse a un porcentaje de entre el 25 y el 50% de la cantidad defraudada. Piénsese que el artículo 191 de la Ley General Tributaria sanciona el dejar de ingresar la deuda tributaria con una multa que puede oscilar entre el 50% y el 150% de la base, dependiendo de que haya existido ocultación de datos a la Hacienda Pública o empleo de medios fraudulentos. Es decir, podrá darse el caso de que un condenado por delito fiscal haya de hacer frente a una multa inferior a la de alguien que sólo hubiese cometido una infracción administrativa.
Piénsese también que estamos hablando de un generoso plazo de dos meses desde que el juez te cita como imputado. Ya de antes el artículo 305.4 del Código Penal establecía la exención de responsabilidad si el defraudador ingresaba la deuda antes de que actuase la Administración Tributaria, el Ministerio Fiscal, los abogados del Estado o el juez. Cabe imaginarse que el sentido de esta eximente completa es estimular el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias. Pero ¿qué finalidad encierra una atenuante que puede llegar a reducir la pena por debajo de la sanción administrativa una vez que ya eres citado como imputado por el juez? En el pasado se podría haber dicho que ello incentivaba el ingreso antes de que finalice el proceso penal, solventando el problema de la paralización administrativa. Pero resulta que la propia reforma penal de 2012 había eliminado el principio de suspensión de la actuación administrativa en caso de delito. ¿Entonces? Es como si se invitara a que, en caso de defraudar, se haga a lo grande y se sobrepase el umbral de delito, porque, salvo que se quede uno sin dinero, y evaluados costes, riesgos y beneficios, puede ser más ventajoso el proceso penal que el expediente administrativo. O, dicho en otras palabras, no sólo beneficiamos fiscalmente a los más ricos; también a los defraudadores mayores sobre los menores.
La traca final ha venido a ponerla un nuevo artículo 308 bis añadido al Código Penal por Ley Orgánica 1/2015, en marzo del año pasado. Se dice en éste que podrá suspenderse la ejecución de pena de prisión en los delitos contra la Hacienda Pública si se procede al abono de la deuda, añadiéndose que este requisito se «entenderá cumplido cuando el penado asuma el compromiso de satisfacer la deuda tributaria… y sea razonable esperar que el mismo será cumplido». Espectacular. Hablamos ahora de alguien ya condenado por fraude fiscal, cuya palabra vamos a dar por buena (siempre que «sea razonable esperar», claro) en un mero compromiso de pago para suspender la pena de prisión. Es decir, si es usted lo bastante rico como para alcanzar el umbral de delito fiscal, si no pudo sortear la inquisición de una inspección tributaria con escasos medios, si no pudo librarse de las liquidaciones a pesar de poder pagar a los mejores asesores fiscales (de entre los cuales puede que alguno sea un inspector en excedencia), si no tuvo el detalle de pagar una vez que el juez ya le había citado como imputado, si tras el proceso penal se prueba que usted defraudó, no se preocupe, al final su palabra de caballero bastará para suspenderle la pena de prisión.
¿Queda alguna duda?
Regresemos pues al principio. Ahora que por fin parece empezarse a hablar de propuestas programáticas en los debates políticos y que algunos pintan sus imaginarias líneas rojas, aquí dejamos una sencilla y concreta: supresión de los artículos 305.6 y 308 bis del Código Penal. El efecto práctico puede ser más o menos el restablecimiento del delito fiscal.
Entre tanto, la curiosidad del asunto podría ser que, si Al Capone hubiese operado en Madrid o cualquier otra ciudad española en la actualidad en lugar de hacerlo en Chicago en los años 30, Eliot Ness y sus insobornables muchachos tendrían que haberse buscado otras mañas. Por delito fiscal jamás hubiese pisado una cárcel.
Ricardo Rodríguez es autor entre otras obras de las novelas La moral del verdugo (Editorial Mondadori, 2005) y El secreto de Sócrates (Editorial Piel de Zapa, 2015).