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La lucha del pueblo kurdo en Turquía a la sombra de la guerra en Siria
La lucha de los kurdos contra la opresión que sufren por parte del Estado turco tras romperse las negociaciones es condicionada por los logros de sus paisanos en Siria que defienden un amplio territorio.
Artículo publicado en el número 33 de la revista de La Marea como parte de un dossier sobre Oriente Medio, a la venta aquí
SILOPI // Hevala Berivan extrae cada uno de los componente de su AK-47. Con cuidado, aparta las piezas y limpia los orificios del fusil. Revisa con meticulosidad cada una de las balas, también el hueco en el que esperan antes de ser disparadas contra un soldado turco. Cuando el sol cae en el barrio de Zap, Berivan ya está preparada para patrullar, junto a decenas de jóvenes kurdos, por la ciudad de Silopi en la parte de Kurdistán, al sur de Turquía. La mayoría de estos combatientes no llega a los 20 años de edad, pero ya conocen el significado de la guerra. “No abandonaremos nuestra lucha hasta que liberen a Apo –como se conoce a Abdullah Öcalan, el encarcelado líder del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK)– o que él mismo nos lo pida”, asegura Berivan.
Al igual que sus compañeros, se muestra indignada y furiosa, envuelta por el rencor del sufrimiento que han vivido sus familiares y la decepción del fracasado proceso de paz entre el gobierno turco, bajo la tutela del presidente Recep Tayyip Erdogan, y el PKK. “Recordamos la presión y falta de respeto. El proceso nunca funcionó. Sabíamos que explotaría y sólo nos han engañado. En los dos últimos años Erdogan ha mostrado su verdadera cara fascista”, continúa esta menuda militante del Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriótica (YDG-H), un grupo hermanado con el PKK que controla, desde hace cinco meses, decenas de barrios en las urbes del Kurdistán turco.
Los testigos del actual conflicto en Silopi son los edificios agujereados por la balas, las zanjas, los toques de queda, los funerales o las pancartas subversivas. Es un entorno bélico y, según afirman los jóvenes del YDG-H, es el único en el que podrán conseguir sus derechos en Turquía. “Tomar las armas fue nuestra última opción, pero ahora es la única”, concluye Berivan.
Durante un tiempo Erdogan parecía buscar una solución pactada al viejo conflicto con los kurdos en el sureste del país, pero cambió radicalmente de rumbo en los últimos meses. El Ejército turco y las milicias del PKK y del YDG-H están enzarzados de nuevo en una sangrienta guerra en las montañas y las ciudades de la región. Todo esto ocurre con el trasfondo de la guerra en la vecina Siria.
Los kurdos del norte sirio están luchando por sus vidas y su territorio sobre todo contra el Estado Islámico (ISIS), con bastante éxito, como mostró su reciente victoria sobre los islamistas en Kobane, una importante ciudad en la frontera con Turquía. Los kurdos de Siria han creado su propio gobierno autónomo, llamado Rojava. En el norte de la vecina Irak, la mayoría kurda lleva ya años con un Estado cuasi independiente. Sus militares, los peshmerga, también han destacado en la lucha contra el ISIS en Irak y reciben armas y formación de Alemania.
A pesar de que Erdogan forma parte de la coalición internacional que se propone acabar con el avance de los islamistas en la región, el presidente ha demostrado temer más el fortalecimiento de los kurdos ante las puertas de Turquía. Le acusan de pasividad en la lucha contra el ISIS para que éstos debiliten a los kurdos de Rojava. Sin embargo, los terroristas han llevado la guerra hasta el corazón de Turquía con una serie de atentados que culminaron en la masacre del 10 de octubre en la capital Ankara. Ese día mataron a un centenar de personas en una manifestación de simpatizantes del partido pro-kurdo HDP, sindicatos y gente de izquierda. Erdogan se aprovechó del caos y el miedo para presentar a su partido, el conservador AKP, como garante de la seguridad. En las elecciones parlamentarias del 1 de noviembre arrasaron con casi el 50% de los votos.
El YDG-H toma posiciones
La creación del YDG-H hace apenas dos años supone una evolución en la estrategia con la que el PKK combate al Estado turco. Durante los 1990, la confrontación tuvo lugar en áreas rurales y montañosas. Entonces, muchos kurdos fueron forzados a escaparse a las ciudades después de que las fuerzas turcas quemasen y derribasen sus propiedades. Era una forma de evitar que los militantes se escondiesen entre el pueblo. Estos desplazados se fueron junto con sus traumas a las ciudades.
Sus descendientes, que han escuchado la represión sufrida por sus antepasados, son ahora quienes toman el testigo. Así, mientras el PKK continúa la lucha en las montañas, el YDG-H se alza en las urbes en una nueva vuelta de tuerca al enquistado conflicto en el que vive el pueblo kurdo en los cuatro países (Turquía, Siria, Irak e Irán) por los que fue dividido con el Tratado de Lausana de 1923.
En Silopi, decenas de jóvenes, en muchos casos chavales de poco más de 16 años, conforman el grueso que cada noche se enfrenta a las fuerzas turcas. Aquellos que aún no pueden sostener un fusil, merodean por las zonas de reunión, cocinan y aprenden las tácticas que podrían tener que utilizar en el futuro. Es su contribución a la defensa de los territorios autogestionados. En total, tres de los once distritos de Silopi están bajo el control del YDG-H. Allí, las pintadas pro-PKK y banderas con el rostro de Öcalan decoran las calles y la policía no puede entrar desde que, tras la ruptura del proceso de paz, se declarasen las autonomías democráticas en decenas de regiones de Kurdistán Norte.
En este conflicto, el pueblo está sufriendo de nuevo los daños colaterales. Según destacó Human Rights Watch, Turquía está privando de sus derechos a los civiles kurdos. De los testimonios recogidos por esta organización se desprenden torturas, ejecuciones y obstrucción a la atención sanitaria. Estas denuncias son bien conocidas por los kurdos, quienes hace dos décadas ya vivieron una guerra sucia con asesinatos arbitrarios. Hoy, los brotes más oscuros del pasado parecen revivir. “El Estado nos encarcela, nos tortura y nos viola. Si vamos a los hospitales torturan a la gente porque dicen que están con nosotros”, dice indignada Berivan.
Estos abusos han reforzado la connivencia del pueblo con los militantes. Los ciudadanos preparan zanjas y barricadas para entorpecer una posible ofensiva turca y, si hay una operación del YDG-H fuera de los barrios controlados, abren las puertas de sus casas y esconden a los militantes en su huida. “Somos pocos y no muy bien preparados, pero nuestra fuerza radica en la gente y en los años de sufrimiento que hemos padecido. Sin el pueblo no podríamos existir y con ellos nunca nos podrán vencer”, asegura Berivan mientras se escucha el sonido de una escopeta que está siendo descargada.
El conflicto entre el PKK y el Estado turco comenzó en 1984. En estos 31 años, más de 40.000 personas han perdido la vida, en su mayoría kurdos. Hace casi tres años comenzó el noveno proceso de paz. Las esperanzas de algunos sectores de la sociedad kurda y la predisposición del AKP posibilitaron los acuerdos de Dolmabache del pasado 28 de febrero. Entre su puntos, destacaban un cambio constitucional, mayores derechos a la población kurda y una descentralización del país. Pero semanas después Erdogan rechazó los acuerdos.
Desde entonces, el Ejecutivo ha bombardeado miles de posiciones en Qandil y ha declarado más de un centenar de áreas de seguridad especial en el sureste de Turquía. Los kurdos, que nunca se fiaron de Erdogan, se habían preparado, como demuestra la erupción del YDG-H y la declaración de las autonomías democráticas. Así, mientras los y las jóvenes luchaban en las ciudades, los alcaldes que secundaron estos autogobiernos fueron pasando por las dependencias policiales junto a miles de activistas pro-kurdos.
Entre las promesas del primer ministro Ahmet Davutoglu, instalado por Erdogan, está la de conseguir la estabilidad, y por tanto solucionar el conflicto con el PKK. Pero, un día después de los comicios de noviembre, se declararon nuevos toques de queda y se intensificaron los bombardeos de bastiones kurdos. “Si el AKP continúa con esta línea dura de los últimos meses, que puede funcionar a corto plazo, estará creando un mayor problema para el futuro. Si siguen retrasando las conversaciones sobre la causa kurda se pagará un alto precio en todo el país”, destaca Gareth Jenkins, experto del programa Silk Road de la Universidad John Hopkins. El gobierno turco, por su parte, no ha cesado de repetir que el PKK tiene que abandonar las armas para volver a la mesa negociadora, algo que no sucederá hasta que finalice la lucha contra el Estado Islámico que los militantes kurdos libran en Irak y Siria.
Durante la noche, en Kurdistán, salvo en los tres distritos liberados de Zap, Karsiyaka y Barbaros, la gente no sale a la calle. Cambian la vida en los cafés por la tensa espera en casa. Los jóvenes, en cambio, recorren la ciudad, apartando las tizas que precisamente deberían de agarrar en los colegios a la mañana siguiente. Muchas familias son conscientes de la lucha de sus vástagos, pero no pueden hacer nada más que esperar al amanecer, cuando conocerán el parte de bajas. Una coyuntura que podría alargarse durante años si la paz no vuelve al sureste de Turquía.
Esta situación no es exclusiva de Silopi, una ciudad anclada en el paso fronterizo de Habur. En Cizre, a apenas 30 kilómetros, la prohibición de salir a la calle duró una semana. En Yüksekova, enclaustrada en las montañas Hakkari, tres de los once barrios siguen controlados por el YDG-H. Allí el tanque de un camión cisterna yace en la entrada del barrio Cumhuriyet, sus lonas de plástico esconden a los kurdos de los francotiradores turcos. El pueblo apoya la sublevación. La historia se repite: jóvenes kurdos y soldados turcos muertos; lágrimas en cada lado por una guerra que califican como política.
El riesgo de morir
A medianoche, en el barrio de Zap, una decena de kurdos conversa sobre Turquía, Kurdistán y su ciudad: Silopi. El runrún de las balas no inquieta a quienes se han acostumbrado a un entorno hostil. Beben té de contrabando y aseguran que apoyan la sublevación popular. Sus palabras están condicionadas por la presencia de militantes y una atmósfera favorable al ideario del PKK, la autoridad real en vastas áreas del Kurdistán turco.
Todos están sentados en taburetes en la zona controlada por el YDG-H. Saludan a los militantes e intercambian pensamientos. Hevala Dicle asegura que este sacrificio merece la pena para lograr una existencia libre. “No habrá descanso hasta conseguir nuestros derechos”, dice. ¿Cree que el pueblo turco está preparado para entender su sistema autonómico? “Lo harán”, aventura esta militante mientras los más mayores asienten con la cabeza.
A unos centenares de metros, a ambos extremos de Zap, los jóvenes no se paran a sentarse; van y vienen mientras el sonido seco de los francotiradores turcos hace temer por un nuevo joven kurdo que se convierta en mártir para ellos. Es la otra cara de la libertad, la que conlleva el riesgo de morir. Esta noche no es el caso, a las seis de la mañana todos han regresado a la casa desde donde dirigen las operaciones de resistencia contra el Estado turco.
No siempre salen indemnes de sus operaciones. Dos días antes, Ali Öduk y Halil Can, dos miembros del YDG-H, fallecieron en una emboscada. En el recorrido que une la mezquita con el cementerio, el pueblo corea “Biji Serok Apo” (Viva nuestro líder Apo), clama “venganza”. La madre de Halil Can no tiene fuerzas para hablar, ni para pedir revancha. Sus ojos están perdidos en el horizonte, candados para los miles de kurdos que acompañan los féretros.
Los testimonios del pueblo se repiten: “entrega de derechos”; “matan a nuestros hijos e hijas”; “Erdogan es un dictador”. La ira crece cuando una patrulla policial ronda el entierro. “Nos provocan”, grita uno de los asistentes. El imán de Silopi, al que definen como una persona prudente, estalla y, en lengua kurda, arremete contra las agresiones que sufre su pueblo. Más tarde, todos abandonan la zona para regresar al barrio de Zap. Ya en la casa-cuartel del YDG-H, una madre trae un retrato de los dos fallecidos. El silencio domina la escena. Cuelgan los cuadros de sus “mártires”. En cinco meses ya han muerto una decena.