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Internet en la botella
En medio de la aceleración tecnológica y del flujo de información, un libro intenta conservar en ámbar el estado de la Red aquí y ahora, alternando la sinceridad y la ironía
Noel Ceballos no entiende por qué miente, por qué es tan importante que Internet piense que es feliz. Poda su perfil de Facebook, elige cuidadosamente sus preferencias, descarta las fotos que no le favorecen, se pone de largo en cada una de sus intervenciones. Su trabajo como crítico de cine le ha hecho recorrer tantas ficciones que ha logrado distinguir hasta qué punto está cabalgando en una de ellas. Ceballos, con sus 30 años recién cumplidos, es el último de aquella generación que tenía que hablar con sus amigos desde el teléfono fijo del pasillo de casa, y que recibió púber la conexión digital.
Las nuevas generaciones vienen con sus amigos directamente en el bolsillo, siempre disponibles para un mensaje con foto y emoticonos de sonrisa y de flamenca. Varado entre esos dos extremos, Ceballos ha creado una autobiografía de internauta, una declaración del mundo en el que todos vivimos. Con lomo y de papel. «He escrito Internet Safari para entender a los jóvenes», dice el nuevo-no-veinteañero desde un smartphone donde tuiteará para el programa Top Chef, grabará su podcast en conexión con A Coruña y comprobará el próximo gif de gatitos o el siguiente mensaje de futbolista que «incendia Internet», según el léxico de los informativos.
«Es un esfuerzo por entender comportamientos que a los opinadores profesionales les parecen censurables y ridículos, porque por defecto los adultos piensan que los internautas son el pueblo de los malditos; tratan a los nativos digitales como si fueran extraterrestres y su forma de manejar esa ansiedad es la burla». Que un incipiente treintañero busque entender a la juventud muestra la sensación de prisa en la que vivimos. La tecnología nos impulsa, pero nos sentimos como un vagón de cola que sufre tirón tras tirón a punto del descarrile.
En ese contexto de mensajes efímeros y plataformas cambiantes, Ceballos intenta condensar todo Internet en 300 páginas. Un retrato colectivo que es, ante todo, un ejercicio de sinceridad. El autor se maquilla de internauta medio y mapea Internet igual que Google cartografía el mundo: colocándonos a nosotros en el centro. Usted está aquí, una x detenida en el espacio y en el tiempo como un selfie en medio de una debacle. Todo Internet cabe en tres conceptos: yo, nosotros y ellos.
El centro del mundo
En la primera parte del libro, el conjugado en primera del singular, habla de cómo la Red afecta a la vida privada. Cómo confeccionamos un gemelo virtual que, por tener nuestras virtudes y ninguno de nuestros defectos, acaba por revelar al final todo lo que oculta.
La segunda parte, la primera del plural, se centra en cómo nos relacionamos, cómo nos enamoramos, cómo establecemos entre nosotros puentes sustentados en tres columnas principales: la comunidad, los famosos y la nostalgia. Y finalmente, habla de ellos. Ahí gira el espejo y reparas que en Internet te sientes el centro del mundo porque así lo ha modelado Facebook en tu muro. Que los mapas de Apple rivalizan con los de Google para que mires tu alrededor según sus intereses.
Ahí todo lo que cabe en la Red: los youtubers adolescentes que han convertido toda su existencia en una autobiografía retransmitida con memes, el acoso de los trolls, la pervivencia de los mensajes cuando ha desaparecido su contexto, los atrapaclicks con «generadores de contenido que no tienen nada interesante que decir, pero sí muchas formas de meternos esa nada por el gaznate», las retransmisiones de encuentros con famosos, los gifs de bebés, las webs de citas, los hackeos masivos, los mundos virtuales, los mensajes a los fans y las buenas causas materializadas en acciones idiotas. Ejemplos que muestran cuán trenzados están hoy lo real y lo virtual, hasta el punto de que un hashtag #ComoEste puede arruinar una vida.
Internet Safari tomará valor con perspectiva. Entre 1995 y 2005, la Red derivó de lo grupal a lo individual. Las webs primigenias eran páginas especializadas que buscaban afinidades. Con esos nodos puntuales se asociaban a través del mundo los aficionados a los ferrocarriles en miniatura, los seguidores de tal grupo musical, las personas que compartían afición o gustos o derivas en prácticas sexuales que no tenían cabida en su quiosco.
Esa dinámica colectiva se derribó conscientemente (a los aficionados, mediante la propiedad industrial; a los desviados, mediante el vallado con contraseñas de sus espacios…) y se facilitó la individual, que tuvo su floración con la llegada del blog. Cómo olvidar la portada de la revista Time en 2006 que declaraba como persona del año «Tú». De aquel recorrido no hay un testimonio que mapee la Red.
Novelas como Otra Dimensión, de Grace Morales, narran lo que implicaba buscar pareja en el cambio de siglo, con la primera oleada de chats y con los emails racaneados por coste, que obligaba a compartir cuenta de correo y mensajes íntimos con toda la empresa. No tenemos un registro sincero y sagaz de esa primera fase, pero Ceballos hace una radiografía de la segunda, en la que el perfil individual se ha regalado a las corporaciones. Hemos reducido el mundo a nuestro muro de Facebook, nuestro alrededor al mapa del teléfono y nuestra interacción está mediada cada vez más por intereses empresariales. Todo lo que hacemos hoy en el mundo digital está siendo almacenado por empresas de seguridad y cotejado por los gestores de Big Data. Esa nueva identidad que se despegará del interés corporativo, o que acabará sometido a él definitivamente, conformará la tercera era.