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Los desastres de la guerra
El autor apela en este texto a su conciencia generacional que le permite "ver al grupo de gente que comparte contigo un inicio vital siendo hoy, más que nunca, treintañeros a la deriva".
Recuerdo que hace unos años, imbuido por un cierto ardor juvenil que el tiempo ha ido mermando, ansié, al ver una película sobre hechos históricos intensos -aquella condensación de acontecimientos en un breve lapso de tiempo-, el poder haber tenido oportunidad de haber formado parte de ellos.
Aquellos tiempos a los que me refiero, si de algo carecían, era de emoción, aventura y el enorme valor de lo inesperado. Hablo de mi vida personal, sí, pero también de la de todos ustedes (ya saben, no me hagan sacarles los colores del crédito y el milagro económico español).
Luego, más tarde, llegó esa intensidad desgraciada de la que casi todos hemos sido víctimas. Me refiero a la crisis, sí, pero también a ese fragmento de vida en el que los acontecimientos se disparan y las bolas golpean unas contra otras en el tapete.
Y me acordé de aquella frase que advertía -creo que con las esquirlas de plomo aún bajo la piel- que habría que cuidarse de querer vivir tiempos históricos.
Y nosotros los estamos viviendo. Posiblemente justo en la forma contraria de lo que habíamos anhelado.
Les voy a explicar un par de cosas -y permítanme, al menos por hoy, que lo haga simplemente basándome en mi mera observación, en el simple hastío de alguien que ya lleva más carga de derrota de la que le debería corresponder-.
La primera de ellas es que se olviden de la maldita revolución. Lo que hemos vivido -los que nos creímos en la necesidad de vivir y no ser vividos- no ha sido la maravillosa aventura de la subversión definitiva, no. Ha sido sólo la reacción necesaria al mayor ataque a nuestros derechos de los últimos 50 años. Lo que hemos vivido -el 15m, las huelgas generales, las manifestaciones, los porrazos, el movimiento anti-desahucios, Sol lleno de banderas republicanas y tantas y tantas cosas- no ha sido más que la única respuesta que los últimos decentes podíamos dar a tanta indecencia. Pero nada más.
No me lean derrotista. Sólo hablo de lo que he visto, de lo que he oído, de lo que sé. Y les recomiendo -si practican aún ese noble arte llamado activismo o militancia- que salgan de sus círculos para comprobar, aún doliendo, que las mismas categorías de pensamiento ruín, mezquino y cobarde siguen siendo las dominantes en la mayoría de la gente. Les recomiendo -casi les conmino- a que busquen vida más allá de sus cerrados -y admirables- círculos.
Respecto a la revolución -eso en lo que algunos creemos, no por certeza, sino por necesidad- no tengo mucho más que decir. No vendrá, la traeremos. Pero desde luego a partir de ahora. De momento hemos vuelto a perder.
Lo segundo de lo que les quería hablar es del dolor.
No me pondré humanista. Les prometo que me duele todo lo que está pasando a mí alrededor desde hace, ya, años. Ver como las calles se han llenado de gente sin casa. Ver a los parados que transitan como sombras de un sueño que no fue el suyo. Ver, notar, a todos los que han resultado víctimas del decadente capitalismo de principios de SXXI.
Decía lo de humanista porque aunque todo eso me importe y me duela -de veras que lo hace- veo ya a demasiadas personas a mi alrededor con ojeras que casi lo único que les permiten ver es el pasado. Veo a más de un amigo que necesita ayuda, apoyo de verdad. Veo a demasiada gente a la que quiero con los cordones desatados dando tumbos por las calles.
Y me veo a mí, y en mí, a vosotros.
No piensen que de repente he desarrollado algún tipo de carácter mesiánico. Simplemente, quizá, he adquirido algo llamado conciencia generacional.
Aquella que te permite ver al grupo de gente que comparte contigo un inicio vital -y por tanto algún tipo de periplo- siendo hoy, más que nunca- treintañeros a la deriva.
Gente que fuma tabaco de liar cuando pensó que su futuro era fumar en boquilla. Gente criada en unas categorías de entender el mundo que han sido barridas por este desgraciado tiempo nuevo. Gente que se aferra al cinismo como cabo de salvación ante la nada. Gente que vive una perpetua adolescencia a la sombra de esos sexagenarios que les dicen que no se impacienten.
Son los míos. Y de una u otra forma les quiero. Aunque ellos no me quieran a mí, aunque siempre les haya resultado una especie rara a la que miran curiosos como se mira a un simio traído de muy lejos: con interés pero con distancia.
No voy a ser arrogante en esto, sobre todo porque no tengo nada claro que tenga razón. De verdad.
Tras esta fachada pública de joven hombre cabreado, de insidioso marcador de la vergüenza ajena, de cronista general del desastre, no se halla más que un tipo con el pelo revuelto, el traje arrugado y la cara desencajada de miedo.
A veces me gustaría ser como vosotros.
¿Que vosotros? Los que gestionáis la vida con la eficacia de un funcionario prusiano mientras que a mí se me atasca en la garganta. Los que sabéis mantener el amor. Los que lográis adaptaros y no perder el trabajo. Los que decís que nada importa y que todo fluye. Los que no os enfadáis ante el televisor. Los que os creéis esta mierda de sistema o los que os creeis protagonistas inexcusables de los tiempos históricos. Los que presumís de hazañas en la oficina o en la barricada. Los que tenéis un sueldo fijo y un futuro. Los que habéis conseguido tener hijos.
A lo mejor estáis en lo cierto. Y yo he errado toda mi vida. Y pienso que sí teníais razones para mirarme raro en el ascensor después de todo.
Hoy no lo sé, ya, a ciencia cierta.
Y en el fondo no está mal sentirse absolutamente prescindible, innecesario y sobrante. De tanto recordarme que no valgo para casi nada al final habéis acabado haciendo que me lo crea.
Sí os pido que aún no cantéis victoria sobre el inadaptado. Aún falta el prólogo, la necesaria aparición de los compañeros de trinchera que te salvan de la carga de los soldados del Imperio Alemán.
Sobre todo porque a pesar de no tenerlo nada claro he visto que no soy el único. Me reconozco en una gloriosa tradición, de la que vosotros desde luego no formáis parte (esto no va por mis queridos lectores, claro).
Dejadme que os cite unos cuantos ejemplos. Me reconozco en mi amigo Rodolfo, el mod más mítico de Malasaña. Me reconozco en Dan Tracey y Vic Godard. Me reconozco en los héroes de clase trabajadora de las novelas inglesas de postguerra. Me reconozco en Robert Desnos. Me reconozco en Brion Gysin y Servando Rocha. Me reconozco en Hannah Höch, Mina Loy y Emmy Hennings. Me reconozco en Azcona y en Loren Montatore. Me reconozco en Trocchi y en Portero, porque a ninguno se le ha olvidado jugar.
Me reconozco en quien tira el café encima del invitado emulando a Peter Sellers sin quererlo.
Y sí. A lo mejor todo esto de la gloriosa tradición no es más que una sucia treta con la que pretendo huir del desastre y mantener un poco de ropa seca en el naufragio. O a lo mejor tengo razón, y más que definirme a través de toda esa gente, lo que hago, lo que siento, es que de verdad son de una u otra forma como yo.
La identificación, el reconocimiento, es algo que para algunos escasea. Espero que entiendan a estas alturas por qué somos tan difíciles y a menudo excesivos. Por qué perdemos la compostura y la palabra se nos quiebra como en un agujero de gusano con las condiciones físicas alteradas. Por qué acude a nosotros la intensidad y el dramatismo más de lo que nos gustaría. Por qué no tenemos miedo a partir a bordo del barco de El corazón de las tinieblas. Por qué no le tememos al dolor y a la emocionalidad fuera de juego. Por qué preferimos perder y equivocarnos a no intentarlo. Por qué no nos importa cosernos el pecho las veces que haga falta.
Básicamente por que reconocernos en alguien nos da la fuerza para seguir viviendo, para saber que no estamos solos en medio del gigantesco desastre.
Por eso no preguntamos cuándo acaba la tormenta y sólo buscamos adentrarnos más en ella.
Al fin y al cabo es demasiado pronto para darnos por vencidos. Aún queda demasiada vida por librar.