Opinión | Revista mensual
La masacre silenciosa
El embargo mató a más de medio millón de niñas y niños en Irak.
De vez en cuando, a traición, vienen a mi memoria cuatro mujeres iraquíes. A una de ellas la conocí en Bagdad cuando fui a entregarle un paquete que le enviaba su hermano desde Barcelona. Era febrero de 2003 y Colin Powell acababa de mostrar ante la ONU aquella farsa de contenedores llenos de armas de destrucción masiva. No recuerdo de qué hablamos mientras tomábamos café y sus hijos jugaban en el salón. Sólo sé que sonreía a menudo para disimular el miedo ante los niños. Al despedirnos, me agarró con fuerza de los brazos y dijo: “No lo hagáis, no nos bombardeéis. No nos convirtamos en enemigos”. Nunca antes me habían dado una orden así. Una orden que nadie podía obedecer porque de nada servía que millones de personas gritaran No a la guerra. Todo estaba decidido desde mucho antes de la foto de las Azores.
Esos mismos días entrevisté a otra mujer iraquí en Tarragona. “Cuando vi caer las torres gemelas de Nueva York me alegré. Al fin los americanos sufrían como nosotros al ver cómo matan a nuestros hijos e hijas, en Irak y en Palestina”, dijo. Sonaba igual de sincera segundos después, cuando añadió que pronto se sintió avergonzada de su reacción: “Mi religión no me permite alegrarme de algo así. Murieron muchos inocentes”.
A Sahra y a Amal las había conocido antes. He escrito que eran mujeres a conciencia, porque deseo que hoy lo sean. Aquella tarde de 2001 celebraban que cumplían seis y ocho años, aunque eran tan menudas que aparentaban dos menos. Cuando estaban a punto de llegar sus primas, la madre les quitó las camisetas con las que habían estado jugando en el patio de su humilde casa en las afueras de Bagdad y las vistió como si fueran hadas. Muertas de risa, fingieron volar levantándose las faldas. Bajo los tutús, la tela estaba llena de jirones. Al descubrirlos, su tía les hizo una señal, pero lo único incómodo en aquella escena eran los ennegrecidos dientes de Sahra y Amal. Su padre me enumeró las dificultades que tenían para encontrar algunos productos básicos, entre ellos medicamentos, por estar incluidos en la larga lista de artículos considerados de “doble uso”, es decir, potenciales ingredientes para construir armas de destrucción masiva. Pregunté a un responsable de prensa de la ONU en Bagdad qué pensaba de la doble moral de su organización al impulsar el programa de asistencia humanitaria llamado Petróleo por alimentos para paliar los efectos provocados por las sanciones económicas decretadas por la misma ONU. No contestó.
El embargo mató a más de medio millón de niñas y niños en Irak, aunque la cronología de guerras convencionales ignore aquella masacre silenciosa. En 1996 preguntaron a Madeleine Albright en televisión si valía la pena causar todas aquellas muertes para acabar con Sadam Hussein. La respuesta de la ex secretaria de Estado de EEUU fue: “Sí, vale la pena”. Después de tantas agresiones, tanto cinismo y, sobre todo, tanto dolor, resulta imposible adivinar qué pensarán hoy Sahra y Amal de los atentados de París. Si siguen vivas.