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Matadlas a todas

Somos cómplices silenciosos de una plaga que nadie se atreve a llamar así.

En sólo 15 días, julio es el mes con más víctimas por violencia machista.

Hay un momento en La cosa (1982, John Carpenter) en que McReady, el personaje de Kurt Russell, reúne en un círculo —bengala en mano— a todos sus compañeros. «Seguro que no todos sois cosas, algunos debéis de ser humanos porque si no ahora mismo me atacaríais». Yo también quiero creer que ahí fuera no todos son alienígenas. Quiero creer que no vivo en un país de cafres, descendientes directos del neandertal, hijos de una tara neuronal que les obliga a asesinar a sus mujeres. Me consolaría saber que todos esos homicidas son una excepción, un simple fallo en la cadena evolutiva, el producto de unos antepasados con graves problemas de adaptación que acabaron transmitiendo sus genes a ejemplares fallidos, machos alfa venidos a menos.

Cincuenta y cuatro mujeres han sido asesinadas hasta el día de hoy. Sus asesinos son presuntos, los cadáveres no. Cincuenta y cuatro víctimas en once meses. Si un grupo terrorista musulmán hubiera reivindicado cincuenta muertes en España en menos de un año no habría lugar en el infierno en el que pudieran esconderse. Aquí los agresores se esconden a plena vista: se mofan en Twitter, persiguen en Facebook, acosan por email. Algunos los justifican. Son los del «algo habrá hecho», los del «la culpa es de la ley que criminaliza al hombre», los de la jauría con vocación de piara donde uno ve los rostros de ciertos tertulianos. Los de «¿y las denuncias falsas qué?», como si un asesinato fuera el equivalente conceptual al falso testimonio. Llamamos «feminazis« a las que nos molestan (lo que demuestra un dominio peripatético de los condicionantes históricos y del régimen nacionalsocialista en general), «maricones» a los que se solidarizan con ellas y «tontos» a los que abogan por un gran pacto de estado contra la violencia de género o simplemente protestan.

Seguimos el protocolo a rajatabla, eso sí: guardamos un minuto de silencio, ponemos la bandera a media asta, hacemos una manifestación. Y así hasta la próxima. Silencio, bandera, manifestación. Si le diéramos al fast forward eso sería todo lo que veríamos: una muerte tras otra, seguida de un silencio, una bandera a media asta y una manifestación.

Hace unas semanas vimos a tres de los presuntos responsables de las muertes por cortesía de la prensa: uno era un ricachón que abusaba de las drogas, el otro un ejemplar de gimnasio, el tercero un don nadie que se calzó un pasamontañas y unos guantes de látex para apuñalar a su mujer en plena calle. El primero ejecutó a su familia antes de pegarse un tiro; el segundo está en busca y captura después de matar a su exnovia y una amiga de esta; al tercero le cogieron en la calle, cuando ya había matado.

Ninguno de ellos, a pesar de su presunto tormento, escogió acabar con su propia vida antes de tomar la de los demás. Ninguno fue a la tienda a comprar una soga y se fue en silencio, sin molestar: todos tomaron la decisión de matar. Porque podían. «La maté porque era mía», dicen sin ambages. Cincuenta y cuatro mujeres han perdido la vida porque cincuenta y cuatro hombres no aceptaron que ellas podían hacer lo que les diera la gana con sus vidas. Ellas pueden dejarnos, manipularnos, amarnos o largarnos, y eso no puede ser, por supuesto, piensa el homínido, metido en un círculo de pensamiento que a veces comparte abiertamente con los colegas. Porque este es un país de hombres, de muy hombres, y no vamos a permitir que ellas hagan lo que les de la gana. ¿Qué se habrán creído? Y sí, esto no es México, ni Finlandia.

No somos seres de luz, ni espíritus libres, ni criaturas piadosas. Somos cómplices silenciosos de una plaga que nadie se atreve a llamar así. Cada vez que un hombre insinúa la responsabilidad colectiva que deberíamos asumir por el continuo menosprecio que sufre la mujer en nuestro país, una avalancha de insultos sepulta al majadero y le recuerda que aquí mandan los tipos de pelo en pecho y verbo ligero. Aquí somos muy machotes y hay que decirlo tantas veces como convenga.

Llegados al punto en que estamos ahora, donde muchas (muchas más de las que creemos: de las últimas diez asesinadas solo una presentó denuncia) viven en el pánico más estruendoso sin que nadie mueva un dedo para aliviarlas, va siendo hora de escoger bando, más que nada para saber cuántos somos y cuántos son ellos. No hay equidistancia posible, no cuando las apuñalan, queman, disparan y humillan. No caben las contemporizaciones, los eternos blablablá de los politicastros de turno o las excusas de baratillo que acaban resumidos en un «es que es muy complejo».

Tampoco caeré en la tentación de pensar que en otros sitios esto no pasa. Esto pasa en todas partes, pero este es el país en el que vivo, ese que presume de haber cerrado etapas y superado heridas y en el que un niño de doce años puede soltarle en la televisión pública a una niña de la misma edad «las chicas ya sabéis limpiar genéticamente» y que a todo el mundo le parezca hilarante.

Ya no basta con decir basta y mirar de lejos, entornando los ojos. Sabiendo como sabemos que a más muertes menos sensibilización, quizás deberíamos empezar a practicar el noble arte de quitarnos de encima a todos aquellos machos que reducen el asesinato, la tortura y la persecución a un simple «vete a saber qué ha pasado en realidad».

El asesinato es injustificable (soltar estas perogrulladas en pleno siglo XXI es ciertamente vergonzante, pero comprarse un arma para matar a tus hijos y a tu mujer porque te van mal las cosas puede que sea un poquito peor), el odio a las mujeres es repugnante y la creencia de que alguien (quien sea) es de nuestra propiedad fue abolida hace muchos lustros. Nos cargamos la esclavitud (por lo menos eso dijimos) pero la seguimos practicando. No las atamos con cadenas, nos limitamos a rociarlas con alcohol y acercarles un mechero (hace unas semanas, un chaval de veinte años, España) o a advertirles de lo que pasará si se les ocurre contradecirnos. Seguimos con «el mujer tenía que ser» y el «saliendo así vestida, ¿cómo no le va a pasar algo?». Seguimos riéndonos con los piropos de los babosos y considerando a las mujeres por la amplitud de su escote y la extensión de su minifalda: las que follan mucho son unas putas; los que follan mucho, unos conquistadores.

Perpetuamos y empeoramos el discurso generacional que arrastraban nuestros abuelos, cuando la abuela se quedaba en casa y el abuelo se ganaba el sustento. Y lo peor de todo es que nos da igual. En general. Con poquitas excepciones. Algunas feminazis, algunos maricones y algunos tontos. Nadie ha levantado la voz. Quizás por miedo, puede que por indiferencia, chi lo sá?

El otro día, después de que El Mundo publicara una carta de una mujer, Sara Calleja, que había decidido suicidarse ante el acoso de su expareja, a uno se le caía el alma a los pies al leer los comentarios de los lectores. Ya sabemos que la narrativa de un artículo ya no se acaba con el punto final del texto sino que empieza donde arranca el primer comentario y que es ahí donde se dirime la suerte del texto. Estoy seguro de que en este, como en aquel, podremos leer un sinfín de operetas quejosas sobre lo malvada que es la fémina, la cantidad de denuncias falsas que justificarían hasta el asesinato de Ghandi, amén de descalificaciones de ligeras a gruesas y recordatorios de lo bien que tratamos a las señoras en España los días laborables. Porque eso es lo mejor: lo activos que son los perseguidores del sentido común. Si setenta u ochenta mujeres mueren al año asesinados por su pareja en nuestro país podría decirse que tenemos un grave problema estructural con la violencia de género, verdad? Si ochocientas mujeres han muerto desde 2005 incluso podríamos arriesgarnos y afirmar que no es un hecho coyuntural sino sistémico, ¿no?

Después de la mencionada carta en El Mundo, el periódico consiguió hablar con la juez del caso, una señora que afirmaba no tener ningún instrumento a su alcance para evitar finales como este. Lo mejor llegaba al final, cuando se le preguntaba si estaba satisfecha con su trabajo: «Sí. Desde el momento que nos entró la primera denuncia, Sara estuvo totalmente protegida».

Quizás ese es el problema: que fingimos ser ciegos y sordos. O —quién sabe— puede que en realidad lo seamos.

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