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Nuestras abuelas: grandes señoras de todos los deberes

Adriana Barceló, profesora de lengua y literatura castellanas, rinde homenaje al coraje y la valentía de nuestras abuelas.

ADRIANA BARCELÓ // Nuestra invisibilidad nos espera escrita en las vidas silenciadas del exilio, de la marginalidad y la intrahistoria, aquella de que hablaba Unamuno como si la hubiese inventado y que, como tantas otras cosas e ideas, inventaron humildemente las mujeres anónimas en tiempo inmemorial: la historia cotidiana, vulgarizada pero no vulgar, la que construye hogares donde los hombres han construido casas e, incluso, donde sus guerras las han derruido.

Una de tantas de esas historias rescatadas, aunque imaginaria en este caso, es la que dedicó María Teresa León a su alter ego: Jimena Díaz de Vivar, personaje histórico transfigurado y minimizado en el cantar de gesta de Mio Cid y que, como María Teresa, vivió como “gran señora de todos los deberes”, mujer de su vida que acarreaba con ella la de su esposo, para que éste fuera el héroe. El único héroe, aunque en verdad ella fuera heroína de sí misma y heroína nuestra: cuidó de su hogar, escribió, cuidó y alentó al héroe, al poeta, y se disolvió en su sombra hasta casi desaparecer. Y mientras el héroe y el poeta disfrutaban de honores y reconocimientos desproporcionados, exagerados, dogmáticos, Jimena y Teresa, mi abuela, nuestras abuelas, sólo descansaron en la muerte o en la demencia, cuando ya no fueron ‘útiles’, cuando ya dejaron de cuidar y proteger, sanar a los demás a costa de aumentar su sufrir callado, solitario: desconocido. Sólo en pocos casos podemos asomarnos a él: cuando queda escrito y lo leemos, aunque no podamos consolar a quien convirtió la pena en signos silenciosos. Y de esas penas escritas, de esas vidas sufridas, apasionadas, más lúcidas que acaso inteligentes, más sabias que sabidas, en el imaginario nos vemos en el espejo familiar que no muestra a las mismas mujeres, pero otras: nuestras abuelas.

Mi abuela, Concepción Mira Soler, gran señora de todos los deberes, malvivió en París, Bolivia, Argentina y Uruguay adonde siguió a mi abuelo, el gran decididor que pretendía arreglar el mundo descuidando su hogar, ese hogar que mi abuela cuidó y mimó en cualquier lugar inhóspito en que le tocó vivir con su descendencia: dos hijos y tres hijas. Ella sola los cuidó, sola, muy sola, en países extraños, ganándose (perdiéndose) la vida limpiando, cocinando, lavando, planchando, para que sus hijos e hijas fuesen bien vestidos, no pasasen hambre, pudiesen ir al colegio. Y volvió, como María Teresa León, y tantas otras cuyos nombres ignoramos; volvió para asegurarse de morir en su tierra, porque como a María Teresa, le angustiaba no saber en qué tierra descansaría, por fin, de una vez ya. Y, como María Teresa, cuando dejó de ser útil, la apresó el Alzheimer: “una viejecita entornada, que no dejará su imagen en ningún lado…”

Como escribió María Teresa León en las últimas páginas de su preciosa y exquisita biografía novelada sobre doña Jimena: Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos los deberes. De la cual, “Cuando se desvanezca sólo brillará su nombre. Jimena, alta señora de España, sabe que está arrugadita y transida. Le pesa el alma. (…) ¡Serena mujer sola! Poco a poco se dejó invadir por la viña trepadora de la lenta muerte, que también parecía haberla olvidado.” Y releo y saboreo esta joya rara y delicada, escrita en un castellano dulce y preciso, luminoso y claro; y la paladeo con el pensar y el recuerdo: me invita a saberme, me recuerda a mi abuela, me cuenta cómo somos y fuimos. En cambio, el cantar de gesta me cuenta un mundo inventado y glorificado por hombres guerreros, mercenarios hambrientos de poder y de riquezas. No es mi historia, no es nuestra historia: ni nuestra vida, ni nuestras raíces. Hasta siempre, abuela; siempre conmigo, y contigo doña Jimena y María Teresa León, y…

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