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Soraya, gesto delator y debates que se acercan
Ya no recuerdo cuando comencé a sospechar de la escala de valores de Soraya Sáenz de Santamaría, esa condición tan personal que en todos y cada uno de nosotros gobierna sobre la inteligencia
Domingo Sanz // Ahora que el mayor espectáculo de la democracia se enciende para ocultar las heridas, que la sonrisa es el único idioma que utilizan y que nos hablan de un paraíso como si lo estuvieran decretando. Ahora…
Ahora, ayer, me obligaron a odiar de nuevo. Eran las tres y regresaron en tropel a mi memoria las ruedas de prensa semanales, todas. Fue fácil, aunque parezca mentira. Doscientos viernes, si, pero una sola verdad indiscutible: la que nos enseña con sus gestos, sin palabras aunque hable, ella.
Ayer era viernes y las tres cuando el telediario mostró, de nuevo, ese rictus de satisfacción malsana que Soraya nunca ha sabido esconder si, mientras habla, está pensando que su «ejército», el Gobierno de España, ha hecho morder el polvo al enemigo, interior, por supuesto. Esta vez el catalán, pero en otras los demás.
Siempre que veo la maldad en un rostro de persona necesito reconstruirme de nuevo. Al principio, envuelta en el aura de aquella victoria sobre la tierra quemada de 2011, parecía distinta. O por lo que fuera, pero lo cierto es que Soraya no me dolía de esta manera. Ahora no puedo evitarla, aunque no la esté viendo ni escuchando.
Pero sí tengo clavada una imagen suya que existe, aunque nunca la he visto. Llegaba a casa con la radio puesta y me tuve que parar. La sentía disfrutar cuando multiplicó, creo que por cien y gracias a un error teñido de venganza, el número de españoles en paro que habían sido pillados, sobreviviendo sin IVA, mientras cobraban la miseria en que ella, él y sus ministros estaban convirtiendo un derecho al desempleo previamente financiado por los mismos a quienes denunciaba. Aún hoy podría dibujar su rostro imaginado cuando acusaba, juntando las palabras «dinero» y «negro» a tantos necesitados. Todos, menos los culpables, aunque los tuviera tan cercanos. Dos palabras que si existiera un Dios para salvarla las habría colocado, construidas con hiedra, entre la lengua y el paladar de ella.
No puedo quitarme a Soraya de la cabeza porque será, orgullosa como siempre, «su» Rajoy en los debates que se acercan, pero concitando el favor subconsciente de los que sientan piedad por una hembra contra tres machos. Craso error, pues espero que seamos constitucionales y apostemos por el contenido y no el continente, que para la ocasión llamaremos sexo diferente. Aunque él se salve del riesgo de ser valiente, muchos de los antiguos ingenuos van a cambiar de cadena antes de sentirse manchados, aunque solo sea por mirar, con un desprecio que descenderá, inevitable pero ridículo, desde el cielo de las ruedas de prensa poderosas hasta el barro de un debate que debe igualar a las personas. Pruebe, lector, a «leer» los gestos que le he contado pero en silencio, apagando el verbo de la vicepresidenta: descubrirá que el alma de los presuntos se va pudriendo al mismo ritmo al que se acerca su derrota.
Sería injusto no destacar lo positivo, porque casi todos tenemos arreglo. Puede que esté equivocado, pero no recuerdo ningún gesto retorcido de Soraya hacia esas víctimas antiguas, tantas como tenemos, tan incómodas pero tan nuestras. Sálvese usted sola y destituya a incalificables como Hernando, Casado y otros de su partido, y decrete que nadie, especialmente de los suyos, se atreva jamás a burlarse de lo más sagrado.