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Aproximaciones al precipicio: historia y análisis de los atentados de París

"La identidad ha sido despreciada por nuestra época, dejando un páramo en el que cualquier gran proyecto de construcción social ha sido barrido por el del capitalismo voraz"

Acercarse a los atentados de París no es tarea fácil. En gran medida este tipo de sucesos deja sin palabras, cuando precisamente deberían causar el efecto contrario, dar a la palabra el valor que tiene, el de arrojar luz frente a tiempos oscuros. Sin embargo, las toneladas de declaraciones, noticias y comentarios que vienen después de las explosiones, rara vez aclaran nada, cuando no confunden.

Si un acontecimiento traumático puede tener algún valor es el de centrar la atención de la opinión pública mundial (si confundimos el concepto occidente con el mundo) en un momento y un lugar determinado. Mirar fijamente y en detalle es útil, salvo cuando nos impide ver más allá del tiempo y el espacio que nos ocupa.

Los ataques en París son un vórtice en el que se unen otros muchos sucesos, un punto que no es único, que no es fin ni principio de nada, pero que es punto (y seguido) a una serie de conflictos que nos llevan marcando desde comienzos del siglo XXI o quizá antes. Como tal lo sucedido en París no sólo tiene múltiples vías de aproximación, sino también múltiples consecuencias derivadas.

Normalidad y empatía

La normalidad es una repetición incansable de momentos que se asemejan unos a otros, su ruptura es la alteración de esta igualdad. Que en una capital europea comandos de hombres armados ataquen a civiles en situaciones cotidianas como una cena, un concierto o un partido de fútbol es, además de un crimen, una quiebra insoslayable de lo esperado. El trastocar el desarrollo de lo habitual es lo que dota de valor a lo sucedido: introduce el factor de hacernos sentir vulnerables en nuestra vida común.

Estos ataques son una paradoja en sí misma, ya que, significando una ruptura de la normalidad no son más que el producto de la misma. La idea de que estamos a salvo en un entorno sumamente inestable es peligrosamente falsa aunque esté ampliamente extendida.

París, tras Nueva York, Madrid y Londres, no puede ya calificarse de excepción, si de lo que se trata es de situarla en los ataques de carácter yihadista sucedidos en grandes ciudades occidentales. París no es excepción si tenemos en cuenta que en el lapso de las dos semanas anteriores Beirut y un avión de pasajeros ruso sufrieron atentados terroristas. Lo sucedido en París, por tanto, ni es algo nuevo ni inesperado, aunque así nos lo parezca.

No han sido pocos los comentarios aludiendo, en un tono de reprimenda moral, a la excesiva atención emocional que lo sucedido ha despertado en la opinión pública. Siempre es un ejercicio necesario contextualizar las catástrofes. Por ejemplo, la que ocurre entre las costas de Libia e Italia donde, la Organización Internacional de Migraciones, cifra en unas 5000 personas las ahogadas en el Mediterráneo desde 2014.

La empatía despertada hacia las víctimas francesas lo que nos revela no es un presunto carácter egoísta o una desinformación de la población europea, sino que la construcción de la empatía es una cuestión política. La construcción de un nosotros parte del sentimiento de afinidad, de sentirnos parecidos a quien sufre, de notar la tragedia cercana, no tanto en términos geográficos, como emocionales. De ahí que la reprimenda moral o la lógica de aludir a otros desastres vinculados sea inútil.

Y esa construcción de un nosotros, así como la intención de encapsular lo sucedido como una excepción, es tan política como interesada. Existe la necesidad de construir un nosotros europeo por parte de las élites que controlan el destino de la Unión, una necesidad hacia lo interno (en gran medida dada por quien ordena gravísimos ajuste económicos buscando su legitimidad creando un común superior) pero también hacia lo externo.

Para la clase dirigente europea es fundamental que lo que ocurre más allá de nuestras verjas, aún sabiéndolo, nos importe menos, influya menos en nuestro pathos. Sentirnos únicos en nuestra tragedia, especiales en el desastre, dolidos sólo con la sangre que consideramos equivalente. Sentir que lo que ocurre fuera (y fuera en geopolítica es siempre un concepto abstracto y arbitrario) no nos concierne, y además, que esa inestabilidad sobrevenida, no tiene nada que ver con las intervenciones de nuestra clase dirigente en el exterior.

Un siniestro tablero de ajedrez

La explicación común a por qué hay zonas del mundo que sufren de inestabilidad, violencia y pobreza no ha cambiado demasiado desde hace siglos. Estamos nosotros, que somos la civilización, y luego están ellos, que son la barbarie. Apliquen a cualquier imperio en cualquier momento histórico en cualquier coordenada geográfica. Lo único que ha cambiado, posiblemente, es que al menos, antes, las guerras de conquista dejaban códigos civiles o vías de comunicación pavimentadas, mientras que ahora se tiende hacia la rapiña y la destrucción sin contemplaciones.

Hablar en profundidad de lo que ha sucedido en Oriente Próximo y la orilla sur del Mediterráneo desde hace unos años (realmente lleva sucediendo en términos contemporáneos desde el XIX) no es ni el objetivo del artículo ni la especialidad de quien les escribe, pero es absolutamente necesario para saber quién son los yihadistas.

Si el siglo XX acaba con la voladura interna de la Unión Soviética, el XXI comienza con el derrumbe de las torres en Nueva York. Y un actor fundamental en ambos acontecimientos, Estados Unidos. La relación entre ambas fechas pasa por Afganistán y por una doctrina, el derecho inalienable de los norteamericanos de intervenir en cualquier parte del planeta para proteger sus intereses (los intereses, realmente, de una parte muy pequeña, muy rica y muy poderosa de la población estadounidense).

Es allí, en Afganistán, donde Estados Unidos se decide, junto a Arabia Saudí entre otros, a financiar, entrenar y armar a combatientes nacionales y extranjeros unidos por la interpretación rigorista del Islam y su odio al gobierno de la república de carácter socialista surgida en Afganistán tras la revolución del Saur en 1978 y aliada de la URSS. Los resultados son conocidos y desembocan, protagonizados por uno de esos “freedom fighters” saudíes, Bin Laden, entre los cascotes, el fuego y las nubes de polvo en Manhattan.

Irak, 2003, de nuevo una intervención norteamericana bajo nuevas excusas peregrinas. Una mezcla de intereses económicos y estratégicos convierten a la antigua Mesopotamia en portadora de esa curiosa democracia que ha dejado una cifra indeterminada entre el medio millón y el millón de víctimas hasta 2011. Una desastrosa administración posterior basada en gobiernos sectarios que profundizan las diferencias entre las dos grandes familias del Islam, chiíes y suníes, unido a la total desaparición de las estructuras del antiguo estado iraquí, dan como resultado una silenciada guerra civil donde Al-Queda, antes inexistente, encuentra las condiciones óptimas para su implantación.

En Siria, en 2011, gobierna el Baaz, un partido que surge en 1947 y que se inspira en el llamado socialismo árabe, un movimiento que buscaba la independencia de los poderes occidentales tras la descolonización, la construcción de un nacionalismo que unificara la región y un desarrollo social equitativo. Este movimiento llegó a gobernar en Egipto, Libia, Yemen del Sur, Siria e Irak, en diferentes expresiones y través de diferentes partidos. Tras la experiencia de la República Árabe Unida de Egipto y Siria y por varios procesos imposibles de abordar aquí, el Baaz sirio acaba enfrentado al iraquí, desarrollando un gobierno autoritario y una jefatura del estado hereditaria ocupada por la familia Al Asad desde los 70. Una dictadura asimilable, a juzgar por las relaciones cordiales mantenidas, por ejemplo, con la Casa Real española.

Justo en 2011 aquello llamado Primaveras Árabes convulsiona la región y hace caer a diferentes gobiernos. Siria no está exenta de manifestaciones. Algo que teóricamente comienza como una protesta de capas medias urbanas coordinadas por redes sociales pidiendo democracia acaba en la implantación en una parte de este país de un califato islámico y una guerra civil que se ha cobrado alrededor de 250.000 muertos y millones de desplazados.

Siria era, para su desgracia, el epicentro de demasiadas miradas. Aliada de Rusia e Irán, enemiga de Israel, las teocracias del Golfo y Estados Unidos, enfrentada a Turquía y Jordania y con un vecino, Irak, convertido en un polvorín.

Parece claro que el régimen de al Asad reprimió las protestas del 2011 con violencia, como no es menos claro -algo que los medios occidentales obviaron por defecto- que parte de esas protestas tuvieron desde el inicio un carácter de violencia coordinada que, al margen de las loables intenciones de quien las inició y posiblemente sin saberlo, parecen indicar una planificación por agentes externos. De hecho, convendría repasar el rápido desarrollo del inicio del conflicto armado, donde parte del ejército se pasa a la oposición de una manera pautada. Es imposible saber a ciencia cierta, de momento, cómo ocurrió todo, pero había demasiados actores interesados en la caída del gobierno de al Asad para suponer que ninguno de ellos intervino arrojando gasolina al fuego.

Lo que sí está claro es que la guerra que vino a continuación puede ser calificada de muchas formas menos de civil, en el sentido de la enormidad de grupos, frentes y combatientes extranjeros en la misma. Entre ellos, el grupo llamado Al-Queda en Irak pasó también a la acción, rompiendo con su matriz y proclamándose Estado Islámico de Irak y el Levante, el hoy conocido como Daesh, ocupando una gran parte de territorio y disolviendo las fronteras entre Siria e Irak.

El Daesh, hoy enemigo mundial, ha disfrutado estos años, siendo cautos, de patente de corso mientras que su barbarie se circunscribía a la zona. Sus relaciones de financiación, compra de armamento e incluso zonas de refugio seguro con países de la OTAN como Turquía o aliados occidentales como Arabia Saudí, aunque indemostrables si lo que buscamos es un contrato de compraventa firmado, parecen más que obvias. Igual que su fortalecimiento por la desastrosa política estadounidense de armar a rebeldes “moderados” que literalmente, tras cruzar la frontera de los campos de entrenamiento turcos, se pasaban al Daesh.

Una vez más la historia se repite. Construir una ficción llamada estabilidad, seguridad o democracia en una parte del mundo, mientras que consideras a otra parte susceptible de ser sumergida en conflictos complejos en los que las divisiones étnicas, nacionales o religiosas son azuzadas como cebos para la muerte, es una aventura destinada a devolverte, tarde o temprano, una parte del caos creado.

Y sí, quien empuña las armas en París es el último responsable de sus acciones, pero no podemos sorprendernos cuando los peones toman vida propia y se revuelven contra la mano que los guiaba. Así mismo, el rehuir contextualizar el terrorismo yihadista sólo puede ser interpretado como la necesidad de las clases dirigentes occidentales de quedar impunes ante sus políticas intervencionistas, tan peligrosas como desastrosas.

Cae la noche en Europa

La primera consecuencia de toda esta situación es que ya hablamos de nosotros. Nosotros como ente totalizador, como coartada ante la realidad, como bálsamo ante el conflicto.

Si por algo se han caracterizado los años desde el inicio de la crisis es por el resurgir de la lucha de clases. Bien, en diferentes intensidades, tomando nombres nuevos, con desiguales resultados. La cuestión a entender es que ya existía, en una parte al menos de la población, la renovada conciencia de que estaban ellos y nosotros. Y ellos, no eran los terroristas, sino la clase dirigente europea y su gran estafa de pobreza, paro y destrucción de lo poco conseguido en materia social.

El conflicto destruye al conflicto. Como ejemplo, si hace unas semanas veíamos a los trabajadores de Air France vapulear a los directivos encargados de transmitirles la inapelable decisión de miles de despidos, hoy, trabajadores y directivos forman un todo en ese nosotros alienante. Su conflicto parece esfumarse en otro en apariencia mayor, más importante y que requiere de la unidad. Y decimos parece porque, al final, los despedidos lo serán con o sin Daesh, o dicho de otra forma, la tregua impuesta es tan sólo para una de las clases.

La situación actual nos revela también la total arbitrariedad de las medidas económicas consideradas, poco más, que leyes naturales de imposible irreversibilidad. El Pacto de Estabilidad, es decir, la cadena que ha estado ahogando a los pueblos de Europa desde su aprobación, ha sido tranquilamente obviada por el gobierno francés y aceptada por sus socios. El dinero gastado a cuenta del déficit público no irá a ninguna cuestión social, sino a los gastos bélicos de la espectacular operación que se planea en Siria.

Se habla ya abiertamente de la aprobación y puesta en marcha de legislaciones restrictivas de libertades en todo el territorio de la Unión. La seguridad, las víctimas (las que han sido y las que serán) son el argumento frente al que no se puede replicar.

La propia opinión pública comienza a hacerse más reacia al disenso. Es tan triste como habitual que cualquier contextualización, explicación o discurso que se aleje mínimamente del que se nos ha vendido como óptimo, vaya acompañada de una especie de seguro de vida ante el linchamiento donde hay que condenar y hacerlo muy fervientemente el terrorismo, deslizando la peligrosa idea que, quien se diferencia, oculta algo muy oscuro.

La extrema derecha, hoy ya casi normalizada socialmente en la mayor parte de Europa a condición de que oculte su estética más estridente, va a rentabilizar el momento como ningún otro actor político. Para empezar, quien piensa que derechizando el discurso roba espacio narrativo a los ultras lo único que consigue es legitimar ese espacio. Cómo se pretende que el votante tenga miedo a Le Pen si Sarkozy o incluso Hollande ya poco se diferencian de ella. Por otro lado siempre se prefiere el original a la copia. La extrema derecha lleva años buscando la creación de un enemigo interno que sirva de parapeto del odio hacia las élites. Su discurso taimadamente racista va ganando adeptos poco a poco, supliendo un vacío dejado por una izquierda sin materialidad. El Frente Nacional ya era un actor relevante antes de los atentados de Charlie Hebdo. La cuestión es que ahora puede convertirse en determinante.

La solidaridad, la tolerancia, son deseables siempre, pero suelen llevarse a cabo con el bolsillo lleno y el futuro despejado de amenazas.

Se compara al Daesh con los nazis en esa ya mitificación desactivadora del nazismo como epítome de la maldad. Si todo lo malo es siempre algo, ese algo se convierte en nada. La comparación es directamente absurda en términos históricos, políticos y militares. El yihadismo y sus acciones terroristas, digámoslo claro, no amenazan ni a las élites europeas ni a sus estructuras lo más mínimo. Al contrario, las refuerzan. El Daesh no puede invadir europa como prácticamente se clama en las tertulias ultras, militarmente no supone nada en comparación con la gigantesca maquinaria bélica occidental. No habrá blitzkrieg, pueden estar seguros.

Los únicos amenazados físicamente, como ya se vio en Madrid en el 2004, son los que cogen el cercanías para ir a trabajar. Sus guerras, nuestros muertos, es una consigna no sólo clara, sino totalmente acertada.

Horizonte

En 1914 las masas de obreros europeos son enviadas al matadero que supuso el infierno de la Primera Guerra Mundial. Espoleados por un intenso sentimiento nacionalista no fueron pocos los que acudieron a las estaciones de tren a apuntarse voluntarios y marchar al frente coreando sus respectivos himnos. Los partidos socialistas presentes en los parlamentos votaron sin rechistar los créditos de guerra. El nosotros volvió a apoderarse de la totalidad de la existencia de miles de seres humanos.

En situaciones traumáticas donde el fervor sirve de analgésico al miedo muchos son arrastrados a una espiral donde quien grita más alto parece tener más razón. Los sectores más reaccionarios de nuestras sociedades han sabido construir un mensaje claro que actúa a modo de coartada externa y ariete contra el enemigo interno: la izquierda es timorata y sus consignas de paz y diálogo son inútiles contra la barbarie terrorista, hace falta mano dura y una acción decidida contra el yihadismo (que fácilmente se transforma, primero en el extranjero después en el que no se pliegue a nuestros designios).

Por desgracia la izquierda, sumida desde hace mucho en una posmodernidad asfixiante, no ha dado muestras de tener la capacidad para construir un discurso que desarticule la xenofobia y enfrente el obvio problema terrorista. Si a alguien se le da a elegir entre su seguridad y apelaciones a algo llamado solidaridad, aunque la elección sea falsa, no cabe duda cuál va a elegir.

Lo primero que cabe preguntarse es si esto es una guerra del Islam contra occidente. Partiendo de la base que esta religión abarca una población de 1300 millones de personas en varios continentes con diferentes credos e interpretaciones resulta aventurado hablar de la misma como un todo. Siendo además un mundo perfectamente integrado en el sistema económico capitalista global debemos deducir que este choque de civilizaciones sólo aparece como concepto cuando es necesario para justificar alguna intervención militar.

Sin embargo, la izquierda, no debería prestarse a frases igualmente vacías como que el Islam es una religión de paz. Todas las religiones históricamente han servido de coartada en guerras de carácter imperial o económico. Había cruzadas para recuperar Jerusalén, como había ruta de la seda. En todo caso, quien lleva a cabo las guerras en nombre de la religión acaba creyéndose la doctrina. La religión y la interpretación que se hace de la misma es, de nuevo, una cuestión material y política.

Las religiones, en especial las abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam) son algo más que el culto a una serie de deidades que dan representación a diferentes facetas de la existencia. Su carácter monoteísta las dota de un carácter exclusivo. Además, sus libros sagrados son un complejo sistema que reglaba la vida las comunidades que las engendraron y que resultaron antropológicamente útiles (hace varios siglos).

La forma de superar el conflicto que supone un sistema de creencias tal con el mundo contemporáneo se dirime en occidente, no sin varias décadas de guerras y ajustes entre el nuevo poder político burgués y la iglesia, asociada al Antiguo Régimen, con la aparición del laicismo y las leyes civiles separadas de las religiosas, un sistema imperfecto y de muy desigual aplicación histórica en toda Europa. Que hoy, más de doscientos años después de aquel momento, aún sigamos teniendo conflictos con el aborto o la investigación con células madre, nos puede mostrar la dificultad de la tarea.

Sin embargo la idea, la de que existan una serie de leyes que regulen la convivencia y los derechos de todos y todas, al margen de las creencias religiosas de cada uno, sigue siendo tan útil como necesaria.

No se trata, por tanto, de que haya religiones buenas o malas por sí mismas, sino más bien de la sumisión del orden religioso al civil, de que cada uno pueda tener las ideas religiosas que quiera o no tenerlas, siempre y cuando no atenten contra los derechos básicos ni sean impuestas a otros.

Esta radicalidad republicana debería ser el punto de partida incontestable desde el que entendernos y defendernos si es necesario. Siendo justos ésta debería ser una idea compartida tanto por personas conservadoras como progresistas, aunque a menudo las primeras la fuerzan como ariete para imponer sus creencias y las segundas la rehuyen imbuidas por una tolerancia mal entendida que acaba justificando lo injustificable.

Al final, quien comete los atentados en París, no son agentes enviados por el Daesh camuflados entre los refugiados (algo a todas luces absurdo aunque sea por una cuestión operativa). De hecho el flujo de voluntarios a la yihad, al menos hasta el momento, ha sido justo en sentido inverso, de los países europeos hacia Siria.

Las causas por el que un nacido en Londres o París se decide a embarcarse en una guerra santa, a menudo, se buscan en las causas económicas. Se habla de barrios periféricos convertidos en guetos donde los hijos de segunda o tercera generación de los inmigrantes apenas tienen salidas a su futuro. Esto puede explicar parte del problema y sin duda es una cuestión a explorar. Lo que tampoco conviene es obviar que muchos de estos jóvenes yihadistas nacidos en Europa también provienen de familias de clase media dedicadas a negocios de comercio e importación sin especiales estrecheces económicas ni un entorno aislado.

Entra aquí por tanto la cuestión de la identidad, clave para poder descifrar dónde está el problema. La identidad ha sido despreciada por nuestra época, dejando un páramo en el que cualquier gran proyecto de construcción social ha sido barrido por el único que parece importar en nuestro mundo: el del capitalismo voraz. Grandes grupos sociales se han visto privados de sus asideros tradicionales, sin ver sustituidos esos nichos por nada más que no sea incertidumbre para un futuro. Que Europa ya no sea más que un reflejo distorsionado de Estados Unidos afecta a todos, pero en especial a grupos de población que no pertenecen al país de sus padres pero tampoco a la tierra donde nacieron.

Sería arrogante, además de inútil, que este texto propusiera soluciones al tumulto de problemas, conflictos y contradicciones en el que se ha convertido nuestro entorno. Algunas parecen obvias y se deducen de su lectura: no provoques guerras, no financies a asesinos, no te alíes con dictaduras que, aún millonarias, aplican la sharia sin contemplaciones. Sin embargo dudamos que quien tiene capacidad para ello nos lea o rectifique lo más mínimo.

Este texto va dirigido a aquellos que creen todavía en los grandes relatos, en que a pesar de la desorientación deberíamos tener un lugar al que dirigirnos. Va para a los que creen que los derechos humanos son universales pero saben que con tan sólo enunciarlos no es suficiente. Este texto es para la izquierda que no aplica ese racismo paternalista de pensar que culturas diferentes a la nuestra no son capaces de tener sus propios mecanismos de separación de la imposición religiosa y tan sólo les desean una versión edulcorada de la misma. Es para los que creen que la solidaridad es una cuestión de clase y que los que hoy llegan exhaustos a nuestras playas merecen un sitio donde cobijarse, pero también poder volver para reconstruir sus países. Va para los que saben que los que nos han metido en esto con su codicia y su ansiedad de poder no van a ser los que lo arreglen tirando bombas, cuando otros muchos, llevan ya tiempo luchando sin atención ni apenas medios. Este texto es para los que creen que existe un nosotros, que va más allá de religión, nacionalidad o color de piel, ese nosotros cuya vida es trabajar para fortalecer un sistema que les envía al matadero en guerras que nunca hemos empezado.

Pero sobre todo este texto va, para los que sin creer, ni saber todo esto, intuyen que algo está funcionando rematadamente mal en nuestro mundo.

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