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Una posible crónica de la (des)unidad popular
"Habrían hecho falta por parte de todos los actores implicados mucha más generosidad, inteligencia y determinación para propiciar la más amplia confluencia electoral", opina el autor
Aunque faltan aún unos días para que las juntas electorales cierren sus ventanillas de recepción de candidaturas, y a la espera sólo de retoques finales en algunos acuerdos de ámbito autonómico, puede ya hacerse balance definitivo de los denominados «procesos de confluencia» que vienen discurriendo en los últimos años entre las fuerzas por el cambio político como respuesta a la ventana de oportunidad abierta por la profunda crisis de régimen que atraviesa nuestro país desde 2011. Finalmente, Podemos concurrirá a las urnas en solitario, aunque con presencia en sus listas de un puñado de candidatos de Convocatoria Por Madrid y Equo. Izquierda Unida lo hará coaligada con una fantasmática Unidad Popular, compuesta apenas por algunos jirones de la extinta Ahora En Común. Sólo las posiciones de fuerza de Compromís en Valencia, Barcelona En Comú en Catalunya, Nafarroa Bai en Navarra y Anova y las mareas municipalistas en Galiza han hecho posibles confluencias autonómicas algo más amplias.
«Yo no veo posible un proyecto electoral estatal que no encabece IU. ¿Tú sí?», argumentaba Pablo Iglesias en Twitter en agosto de 2013. Sólo seis meses después nacía Podemos, no aún como partido, sino como «proceso de unidad con todas las fuerzas políticas y sociales que durante estos años se han enfrentado a las políticas de austeridad», entre las que Iglesias menciona, en primer lugar, a Izquierda Unida. En su presentación pública en el humilde Teatro del Barrio de Lavapiés, ante unos pocos cientos de personas y con escasa cobertura mediática, Podemos propone unas primarias abiertas, a las que puedan concurrir candidatos de esas fuerzas e independientes como el propio Iglesias para componer la lista unitaria que dispute las elecciones europeas de junio. Pero Izquierda Unida, confiada al calor de las encuestas en obtener por sí sola un excelente resultado, desdeña las pretensiones de Iglesias y su excelentemente cualificado pero todavía pequeño equipo de activistas sociales y académicos críticos.
La actitud de Izquierda Unida no constituye ninguna novedad. En 2008, a la vez que la crisis económica global empieza a impactar sobre nuestro país, la coalición arranca un prometedor «proceso de refundación» en clave de apertura a la sociedad civil (en alguno de cuyos actos interviene un entonces poco conocido Pablo Iglesias) que, al cabo de tres años, apenas habrá refundado nada, más allá de acompañar el traspaso de poderes de Gaspar Llamazares a Cayo Lara. A comienzos de 2011, los sectores de la organización más interesados en la apertura, junto a gentes de sindicatos y movimientos sociales, proponen unas Mesas de Convergencia (en las que también interviene Iglesias) que, de nuevo, chocan con el desinterés y la desconfianza del aparato de la organización y terminarán diluyéndose sin dejar fruto alguno ni dentro ni fuera de IU. En realidad, más allá de las proclamas retóricas, la correosa vida orgánica de la coalición no fomenta la unidad sino la aparición de nuevos partidos: en 2008 la corriente Espacio Alternativo se escinde de IU para crear Izquierda Anticapitalista, y en 2010 nace el eco-socialista Equo.
Izquierda Unida no cambia su disposición ante las masivas movilizaciones de la «primavera española», que cogen a la coalición igual de a contramano que al resto de fuerzas políticas («los acampados del 15-M estaban casi tan hartos de IU como de PP y PSOE», escribe Guillermo Ortiz), ni tras los muy modestos crecimientos electorales en las autonómicas y municipales de mayo y las generales de noviembre de 2011 («IU ha fracasado en la articulación y representación política del precariado», sentencia Rafael Díaz-Salazar). Tampoco cuando, en otoño de 2012, es el más querido y respetado de sus ex-coordinadores, Julio Anguita, quien le presenta la propuesta de coaligarse con el Frente Cívico que ha inspirado y para el que ha recogido decenas de miles de apoyos en todo el país (entre los que, de nuevo, vemos a Iglesias). Una y otra vez, la insistentemente invocada «Syriza española» se escurre entre los dedos de una izquierda fragmentada, cuya principal organización permanece impasible a todo llamamiento a la confluencia que pueda desbordar sus contornos o desdibujar su identidad: «esta [Izquierda Unida] es la Syriza española», sentencia Cayo Lara, «no hay que buscarla fuera».
Pero en febrero de 2014, tras el portazo de Izquierda Unida, a diferencia de aquellas otras iniciativas anteriores y para sorpresa de casi todos, Podemos decide proseguir su camino en solitario hacia las urnas. Será una campaña a contrarreloj y sin apenas medios materiales, coronada con el asombroso resultado de un millón y cuarto de sufragios y cinco eurodiputados, y de la que Podemos emergerá como una organización muy diferente a la presentada seis meses antes. Doblemente cercado, no solo por la asentada competencia electoral de IU entre el electorado de izquierdas más tradicional, sino también por las reticencias de los sectores mejor organizados de los movimientos post-quincemayistas, recelosos de su verticalidad, su uso intensivo de la mercadotecnia política o su completa autonomía orgánica respecto al tejido social de base, sus métodos y sus demandas, Podemos se ve obligado a volcarse en seducir a ese electorado exasperado por la crisis pero menos ideologizado y organizado, con el que le permite conectar la creciente popularidad de Iglesias en los espacios de info-entretenimiento televisivo. Un nuevo electorado que responde a Podemos con la confianza que buena parte de la izquierda no le ha concedido: algunas encuestas señalan que, además de haber movido a la participación a muchos abstencionistas, más del 8% del voto morado puede provenir de antiguos votantes del PP.
Hay «dos almas diferentes dentro de Podemos desde el mismo origen», escribe Jacobo Rivero, y el éxito de esta apuesta forzosa inclina la balanza en favor de una de ellas: aquella que, frente a la opción de recomponer una izquierda capaz de convencer y ganar, al estilo de la Syriza griega, por un lado, y también frente al horizontalismo y la preeminencia de la acción transformadora de la sociedad civil del post-quincemayismo, por otro, opta por la transversalidad ideológica, el discurso estatista, soberanista y regeneracionista y el uso intensivo del liderazgo carismático, tanto para conquistar puertas afuera nuevos electores en los amplios caladeros del abstencionismo y el desencanto, como para mantener puertas adentro intacta esta denominada «hipótesis populista» durante todo el ciclo electoral y blindar al equipo dirigente encargado de ponerla en práctica. De su hoja de ruta desaparece la confluencia orgánica con otras fuerzas políticas, hasta el punto de identificarse el fracaso de su propuesta inicial como causa de su éxito ulterior: «Las condiciones que posibilitaron el fenómeno Podemos», escribe Pablo Iglesias, «estuvieron determinadas por las reticencias que generamos entre sectores teóricamente llamados a entenderse con nosotros. Gracias a que no nos entendimos, pudimos volar alto y con comodidad».
Éste es el planteamiento restrictivo que queda consagrado como línea oficial del partido tras su asamblea general de Vistalegre de octubre de 2014. La «unidad popular y ciudadana» se producirá, acota Íñigo Errejón, «con todos los que son Podemos»: el partido concurrirá con su propia marca y papeleta tanto a las elecciones autonómicas como a las generales, entreabriendo la puerta a la confluencia sólo en las municipales, el terreno más incómodo y a la vez de menor interés estratégico para una organización sin apenas infraestructuras, con una implantación territorial muy desigual y diseñada, desde su mismo origen, a medida de la disputa por las elecciones generales. Y aún en las municipales, Podemos confluirá muy selectivamente, promoviendo en muchas localidades candidaturas que, aunque sin su marca, resultan evidentes pantallas de sí misma, aviniéndose solo a alianzas más amplias donde existen tejidos y liderazgos cívicos muy potentes, y eludiéndolas allá donde Izquierda Unida hubiese sido un socio igual o predominante, como hubiera podido ocurrir en bastantes capitales de provincia y muchas medianas y pequeñas poblaciones del país. Podemos vuela efectivamente muy alto en las encuestas gracias a su estrategia de conquista de la «centralidad del tablero» (según algunos estudios, los antiguos electores del PP llegan a constituir el 25% de su intención de voto tras el marcado giro al centro de Vistalegre), y retomar sus propuestas de enero de 2014 sólo colocaría al partido «donde nos quieren», argumenta Errejón, en un «espacio residual de pura y folclórica minoría».
Pero las elecciones autonómicas y municipales dejan a su paso un escenario mucho más complejo y problemático que el augurado por las encuestas, cuya lectura se convierte inmediatamente en objeto de intensa disputa. Ciudadanos irrumpe con mucha fuerza en la contienda por el centro político, el PSOE esquiva las peores expectativas de catástrofe e Izquierda Unida, aún severamente dañada, consigue preservar una buena parte de su electorado tradicional. Podemos consigue por sí solo en los parlamentos autonómicos en disputa meritorias terceras o cuartas posiciones que le hacen decisivo en la gobernabilidad de varios de ellos, pero son las confluencias las que conquistan ayuntamientos como los de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Santiago o A Coruña. «Podemos fue la fuerza que abrió la grieta», escribe Javier Gallego, «pero han sido esas mareas inspiradas por su ejemplo las que se han colado por el hueco y han reventado la roca».
Lógicamente, no es ésta la lectura de la dirección de Podemos, que desde el primer momento se atribuye el éxito de estas candidaturas como propio y niega que puedan hacerse de él proyecciones a escala estatal, que exigirían revisar la hoja de ruta de Vistalegre y, en particular, la relación con Izquierda Unida, a cuyos mejores militantes Podemos aspira a incorporar para reforzar su endeble organización («necesitamos cuadros comunistas», reconoce Iglesias a Julio Anguita), pero nunca mediante una articulación orgánica que, como apunta Eduardo Muriel, pudiese devenir en «una unidad muy agitada internamente, con choques continuos y posiblemente poco estable». Ni siquiera el altísimo coste en escaños que, a la vista de la ley electoral y las cada vez más desazonantes encuestas, puede suponerle prescindir de los votos de IU, anima a Podemos a correr ese riesgo. «Hay formaciones políticas que restan más que suman», advierte Juan Carlos Monedero, refiriéndose a la burocratización y los enconados conflictos internos que arrastra la coalición. «¿Eso es lo que una fuerza como Podemos tiene que importar? ¿Por qué? ¿Por qué te vas a cargar con ese lastre?», añade.
Frente a este cierre de Podemos, la reacción de Izquierda Unida resulta torpemente contradictoria, lanzando un insistente mensaje de disposición al acuerdo a la vez que reincidiendo en los hábitos que históricamente han lastrado a la coalición y ahora justifican a Podemos para persistir en sus negativas. Aunque tras las elecciones europeas el joven y bien valorado Alberto Garzón es confirmado como candidato presidencial, se le imponen estrechísimos límites para impulsar la renovación interna o tan siquiera resolver, con la debida urgencia y rotundidad, situaciones éticamente insoportables y políticamente costosísimas como las de Madrid o Extremadura. «Dentro del agujero negro de la transformación de la izquierda», escribe Juan Luis Sánchez, «el tiempo transcurre a un ritmo diferente», justificadamente incomprensible e inasumible para quienes habitan y hacen política fuera de él. Impotentes ante esta situación estancada, la cohesión entre los líderes y cuadros más jóvenes y proclives a la renovación termina por desgarrarse: la Convocatoria Por Madrid liderada por Tania Sánchez, que ya en las municipales y autonómicas había tenido que desmarcarse de la purulenta Izquierda Unida madrileña para confluir en Ahora Madrid y la lista autonómica madrileña de Podemos, abandona definitivamente la coalición y se integra en las candidaturas moradas, debilitando aún más la posición de Garzón y su pequeño círculo de colaboradores frente a los sectores más tercamente inmovilistas del aparato de IU.
El último y agónico tramo de esta crónica arranca con la presentación, el pasado mes de julio, de la iniciativa Ahora En Común, respaldada por activistas sociales, intelectuales críticos, militantes de Izquierda Unida, Equo y otros partidos menores, ciudadanos sin adscripción política y también numerosos militantes de Podemos, críticos con la hoja de ruta de Vistalegre. La iniciativa, explica Emmanuel Rodríguez, quiere «probar que todavía existe un amplio reservorio de expectativas electorales de cambio político al que Podemos no ha logrado llegar», y movilizar estas expectativas «al lado de Podemos». La dirección de Podemos rechaza con inusitada dureza el ofrecimiento: según Rafael Mayoral, la iniciativa está «totalmente fuera de la agenda política del país»; Iglesias la califica directamente de «chantaje». En pocos días se adhieren a la propuesta varios miles de firmantes y se suceden las convocatorias públicas por todo el país, pero fallan en cadena los elementos clave para alcanzar una masa crítica suficiente que obligue a Podemos a reconsiderar su posición. Agrupaciones municipalistas y alcaldías del cambio, a las que se presenta como precedentes inspiradores, no respaldan orgánica y activamente la iniciativa. Tampoco lo hacen Anticapitalistas y Convocatoria Por Madrid, únicos colectivos organizados en el interior de Podemos con alguna capacidad de presión sobre la dirección. Y sobre todo, activistas y movimientos sociales no se suman al proyecto con la intensidad con que, pocos meses antes, habían abrazado las confluencias municipalistas.
Por contra, el desembarco de Izquierda Unida es inmediato, sistemático, asfixiante y, al cabo, letal para la voluntad agregadora del proyecto: «Bajo un fuerte ataque dirigido desde el sector oficialista de Podemos y con los más importantes sectores críticos de Podemos fuera de juego», describe Pablo Lópiz, «los sectores municipalistas y quincemayistas se quedan solos ante el empuje de la máquina de captura de IU». En su primera asamblea general de septiembre, Ahora En Común ya acusa demasiadas ausencias, determinadas presencias, fatigas, recelos y tensiones, para enseguida empezar a resquebrajarse y, en apenas unas semanas, quedar reducida a una mera confluencia de Izquierda Unida consigo misma, que tras la marcha de parte de sus primeros promotores perderá incluso su denominación original y deberá ser apresuradamente rebautizada como Unidad Popular. El 6 de octubre, un comunicado de Podemos da por unilateral y definitivamente terminadas las conversaciones entre ambos partidos. Pablo Iglesias y Alberto Garzón competirán por la presidencia del gobierno.
Ésta sería, contada en sus trazos más generales, una crónica posible del tortuoso trayecto hacia la unidad de acción electoral de las fuerzas por el cambio político en España. Habrá otras, seguramente distintas y por supuesto igual de legítimas. Pero ninguna honesta atribuirá todas las buenas intenciones a unas mismas manos y todas las oportunidades perdidas a otras. Habrían hecho falta por parte de todos los actores implicados mucha más generosidad, inteligencia y determinación para, frente a las poderosas inercias políticas, culturales e incluso afectivas en sentido contrario, propiciar la más amplia confluencia electoral. Ninguna de esas condiciones se dio en tiempo y forma. Ahora el reto es, como dice Manuel Monereo, «gestionar la derrota de la unidad», durante estos cuarenta días de campaña y sobre todo después, en el todavía absolutamente incierto panorama que vengan a dibujar los resultados electorales del 20 de diciembre.