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La vida sigue igual

"Miro a mi alrededor y sólo veo repeticiones donde otros ven cambios", afirma el autor

ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:
ya no siento delante de mí toda la vida…

Pier Paolo Pasolini.

Uno, en estos tiempos de escasez, se acerca ya a los cajeros automáticos con el gesto torcido. Algo así como en esa tarea tan española y espantosa que se llamaba hacer papeles, una interrupción de la vida que servía para rendir tributo al dios de lo arbitrario. Al otro lado de la mesa solía esperar un funcionario que vestía indefectiblemente de gris y no miraba a los ojos. Por toda arma se llevaba una carpetilla azul con alguna solicitud mal cumplimentada, papel timbrado o un modelo bautizado con una combinación absurda entre letras y números. Si había suerte se salía de allí para no tener que volver hasta la siguiente, si no, en la mayoría de los casos, había que situarse de nuevo al final de la cola, tras haber subsanado  el error indicado con desdén. Con los cajeros los trámites se simplifican. Tú metes la tarjeta y la máquina, inapelable, ya te dice algo. Si hay suerte se despide llamándote de don y dándote unos cuantos billetes de esos que se transformarán rápido en cobre. Si no, que es lo que me ha pasado hoy, aparece la frase temida: no dispone de saldo suficiente. Vuelta al principio de la cola, a subsanar el error de cálculo, salvo que esta vez no sabemos ni dónde colocarnos ni qué papel volver rellenar.

Leo en la prensa una noticia sobre el Vaticano. La Obra contra la Compañía, opusinos enfrentados a jesuítas. Antes de leer dos renglones, en esa inercia con la que se alimenta la imaginación de las narraciones ya sabidas, me acuerdo del Padrino III y sus líos equidistantes entre la curia y la banca. Se nos presenta la noticia -el periódico en el que la leo es de esas publicaciones con el titular de lo progresista pero el tipo de lo conservador- como la lucha del Papa argentino contra “la casta” obispal. Yo, que ya no sé si soy desconfiado por rojo o simplemente descreído por pobre, lo que entiendo es que en la Santa Sede siempre ha habido mucha devoción por el negocio y ahora, de lo que se trata, es de sustituir un lobby por otro, y los del Opus, aupados más cerca del cielo por el polaco, no cuentan ya con el favor del argentino, que era de las filas de los de Loyola. Contar con la simpatía de Dios y que el cajero nunca diga no, así sí.

Ha sido el décimo cumpleaños de la Princesa y el Rey le ha regalado el Toisón de Oro, una condecoración caballeresca. A lo mejor la cría quería otra cosa menos insigne, una muñeca, una consola o un juego de mesa. Quizás la madre, la Reina, que es moderna -moderna al estilo del Papa argentino, tampoco nos pasemos- ha pensado en regalarle una pala retroexcavadora de juguete y que lo saquen de tapadillo en algún magazine matutino. Así mataría dos pájaros de un tiro: el del patriarcado y el de la clase. El caso es que, a parte de esas chanzas que se nos dan tan bien, la monarquía tiene un problema. No es nada sin sus tradiciones, pero sus tradiciones son, siendo generosos, distantes con el presente. Luego miro las encuestas y veo que a Felipe VI se le está poniendo cara de monarca longevo. Ya no sé si utilizar la palabra contradicciones o si hace un año a la realeza le dió  realmente por mirar el precio de los billetes a Estoril.

Leo en las páginas de esta casa el especial a Ciudadanos y veo en su portada a Rivera warholizado. Normal, no paran de subir en las encuestas que, aún siendo pintoras de cámara, esta vez parece que dibujan a la corte parlamentaria sin inventar mucho. No es difícil imaginar a Felipe y Albert tomando algo en los jardines de palacio como lo harían dos ejecutivos de esos que piden a sus empleados que les traten de tú y los viernes fomentan el uso del atuendo desenfadado. El régimen es como un presentador de variedades que va sacando a escena sus números según toque. Y como los que tenía andaban escasos de repertorio y habían enseñado ya mucho, tocaba contratar nueva corista. Es verdad que la ingeniería política y el marketing (no me escapo de las tautologías) ha hecho lo suyo con el partido de Rivera, como no lo es menos que son la expresión última de eso con lo que convivimos pero que nos sería tan difícil de describir: la normalidad. La normalidad es un estado de continuidad que rehuye el conflicto y se sitúa cómoda en los comodines léxicos, donde regeneracionismo es dejar limpia la casa metiendo la mierda debajo de las alfombras.

Leo a Vázquez Montalbán y me encuentro a Carvalho comiendo en un restaurante madrileño mientras que trata de esclarecer el asesinato del secretario general del PCE. Escucha en una mesa cercana una conversación que toca la melodía del lugar común, ese oasis que nos permite aparentar crítica cuando sólo ejercemos de ferrallistas de lo establecido. Carvalho vacila a los vecinos de plato y les califica de filósofos de sobremesa, uno de ellos dice: “No podemos seguir así, hay que recuperar el sentido de la autoridad, todos los políticos son iguales”. En el año 81 también había votantes de Ciudadanos. Como Montalbán, Pasolini, era escritor y marxista. También era otras cuantas cosas más. Pero por encima de todo era un heterodoxo, no en el sentido actual de cínico desencantado que busca su identidad en la adicción al vacío, sino en la libertad de ser pesimista con horizonte, molesto con el orden y crítico con criterio. Costase lo que costase. A él, al italiano, le costó la vida hace cuarenta años.

Miro a mi alrededor y sólo veo repeticiones donde otros ven cambios. Continuidad y algunas briznas de resistencia. Realeza, curas y políticos de orden. Como un grabado de Goya pero sin Goya y sin grabado, y sí imagen de síntesis y agencia de publicidad. El que tampoco se va es Iglesias, Julio, ahí sigue, sonrisa impertérrita, gesto relajado, levedad vital, aunque sea a modo de meme. Ya saben, como cantaba, cuando cantaba, la vida sigue igual.

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