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Debatir, del verbo no nos tomen el pelo
"Básicamente exigimos que el debate no sea un debate", ironiza el autor sobre un encuentro entre los candidatos a las elecciones del próximo 20-D.
A la vista de las exigencias tendríamos que hacer también un debate entre quienes han negociado este debate, decía Manuel Campo Vidal intentando quitarle hierro al enganche que tenían en directo el aspirante Aznar y el presidente González, a cuenta de quién de los dos debería decir la última palabra esa noche ante la cámara. Lo apalabrado no era eso, denunciaba Aznar, a lo que González respondía que no le tirase de la lengua, si no quería que contara qué tipo de extravagantes exigencias habían puesto desde su partido para la cita. Era el año 1993 y aún nos quedaban por vivir unos cuantos, no demasiados, encuentros entre candidatos ante una cámara de televisión.
Cada uno de estos llamados debates, acordes a los tiempos modernos, iban llegando cada vez más condicionados por un aluvión de exigencias que inundaban las mesas de los despachos de los negociadores y la cadena de televisión que iba a emitir: que si quiero mi silla a tal altura, que si sácame de este lado, que si ponme aquí un cronómetro que cuente los segundos para que los dos hablemos exactamente lo mismo, que si este moderador al que le daremos las preguntas ya escritas no me vale, que si mejor que sea este otro, que es lector de preguntas que crea consenso. Básicamente exigimos que el debate no sea un debate.
Las exigencias sobre cómo mutilar y falsear el debate que estaba por llegar no sólo inundaban las mesas de los despachos, también nos inundaban a los espectadores-votantes, con los que, en un ejercicio de curiosa sinceridad, ni siquiera se hacía el esfuerzo de ocultarnos la impostura. Estábamos así llamados a participar abiertamente del engaño debatiendo entre nosotros sobre cuál de las dos partes había salido beneficiada o perjudicada en las negociaciones pre debate al haber podido imponer más o menos trampas que el otro para hacer del acto una pantomima. En el punto álgido del síndrome de Estocolmo, al acabar la actuación de los candidatos, nosotros mismos, los espectadores-votantes, jugaríamos a ser ese experto que cobra por engañarnos: a fulanito se le ha visto gesticulando con más firmeza, creo que ha ganado el debate, decíamos. Los propios engañados éramos ya participantes activos del paripé.
Estos escasos debates, celebrados por todos como un éxito rotundo de nuestra ya sólida y asentada democracia, son una buena metáfora de por qué estamos ahora donde estamos. Se supone que hemos despertado y nos hemos hecho mayores. A base de hostias, pero mayores. Hemos aprendido algunas cosas. Ahora sabemos que la democracia que se celebraba a sí misma cada vez que daba un pasito de normalidad, ridículo en comparación con otros países, ni estaba tan asentada, ni era tan sólida, ni mucho menos eran tan democracia. Ahora sabemos que cuando un debate exige un cronómetro en la pantalla de televisión, la prohibición de interactuar con el otro candidato o preguntas pactadas para ser leídas por quien los negociadores elijan, de ninguna forma podemos volver a llamarlo debate.